¿Debilitó o fortaleció a EE UU el 11-S?

Hace 10 años, un plan terrorista muy bien coordinado desembocó en un ataque contra Estados Unidos con cuatro aviones de pasajeros secuestrados y una catastrófica pérdida de vidas humanas. Lo peor fue la destrucción de las torres del World Trade Center en el sur de Manhattan, que provocó la muerte de casi 3.000 personas inocentes. Las consecuencias negativas para EE UU fueron inmediatas, la Bolsa cerró y luego sufrió un gran descenso, y el sistema de infraestructuras también estuvo cerrado durante un tiempo. El mundo observó, espantado, y muchos pensaron que le estaba muy bien empleado al arrogante Imperio Americano; en el mundo árabe, incluso en países supuestamente amigos, hubo muestras de júbilo en las calles. Era indudable que EE UU había quedado debilitado, ¿verdad?

Pero la reacción del Gobierno estadounidense fue rápida, decisiva y calculadamente brutal. Se sabía que los agresores pertenecían a la organización terrorista Al Qaeda, se sabía que los talibanes les daban refugio en Afganistán, y se sabía cómo desplegar el poder aéreo y militar de EE UU en las montañas del suroeste asiático para aplastar a la mayor parte de la organización; capturar a Bin Laden era cuestión de tiempo. Dos años después, en 2003, una inmensa fuerza estadounidense (con una pequeña representación aliada) entró en Irak por segunda vez y eliminó a Sadam Husein y su repugnante régimen. En esta ocasión, el mundo también observó espantado, pero por un motivo distinto: la contundente exhibición de poderío militar norteamericano y, por consiguiente, la posibilidad de que EE UU hubiera superado en "poder duro" a otras potencias (Rusia, India, China, Europa) igual que habían hecho los romanos respecto a las tribus bárbaras 2.000 años antes. Los nacionalistas rusos, los intelectuales franceses y los estrategas chinos se inquietaron, lo cual, seguramente, supuso una doble alegría para los halcones estadounidenses como el vicepresidente Dick Cheney y el secretario de Defensa Donald Rumsfeld. ¡Estados Unidos volvía a estar en la cima!

¿Seguro? Y, aunque hubiera desplegado un poderío militar impresionante, ¿cuánto iba a durar? ¿Y de qué valía para el mantenimiento de la posición de poder estadounidense a largo plazo? Durante los años posteriores a 2001 y 2003, las guerras de Irak y, sobre todo, Afganistán, se prolongaron tanto y se volvieron tan sangrientas y confusas que la opinión pública estadounidense dejó de entenderlas. Yo no puedo hacer unos sondeos tan elaborados como los de la Pew Foundation, e incluso esas encuestas muestran que los estadounidenses parecen tener muchas más dudas sobre su posición tras el 11-S hoy que hace 10 años, pero, cuando hablo con la gente en la ferretería o la charcutería italiana de mi barrio, no veo el orgullo ni la agresividad de Cheney. Me encuentro con el sentimiento de que esas guerras han durado demasiado tiempo y no van a ninguna parte, y con la opinión, aún más fuerte, de que la Casa Blanca y el Congreso tienen que dejar de pelearse y centrar toda su atención en los innegables problemas internos de EE UU.

¿Lo de las tiendas de mi barrio es una muestra de aislacionismo? Por supuesto que sí. Aquí nadie se dedica a hablar del ascenso de China; eso es cosa de los intelectuales y las academias militares. A nadie le interesa la Rusia de Putin. Latinoamérica (para mi asombro) y África, aparte de la ayuda a los niños que se mueren de hambre, no figuran en nuestro mapa mental. India figura de forma marginal. Oriente Próximo es un lugar lleno de estupidez: ¿por qué no podemos salir de allí? Y la situación en Israel es, para la mayoría de los estadounidenses -aunque es evidente que no para AIPAC y otros lobbies judíos-, un motivo de bochorno. Europa no interesa, salvo a los estudiantes universitarios que desean ir de intercambio; nadie sabía quién era Dominique Strauss-Kahn hasta que lo sacaron por las malas de la primera clase de un avión de Air France. Si se preguntase a los encuestados "por qué país extranjero estaría usted dispuesto a luchar", la respuesta más frecuente sería "los británicos", pero solo porque los estadounidenses piensan que el Reino Unido es el único país que ha luchado junto a ellos en un mundo en el que la superpotencia se siente cada vez más sola y harta de ocuparse de todo hasta el exceso. Para el estadounidense medio, hay pocos países extranjeros por los que merezca la pena luchar. El Gobierno no está de acuerdo, pero se ha dado cuenta de que los sentimientos han cambiado.

Cuando llegue el día del 10º aniversario propiamente dicho, las ceremonias preparadas por la Casa Blanca estarán llenas de sensibilidad y serán inteligentes y apropiadas, ¿cómo no iban a serlo? Y habrá que respetar lo que intenta hacer Obama, así como habrá que respetar las emociones de los estadounidenses. Los actos acapararán toda la palabrería de los medios de comunicación del país, ávidos de informaciones instantáneas y comentarios carentes de inteligencia. Pero Obama se esforzará en superar ese listón.

Ahora bien, ¿qué pasa con los que estamos intentando distanciarnos un poco de estos recuerdos y preguntarnos cuál es hoy la posición de EE UU en el mundo, en comparación con la de hace 10 años? ¿Es un país debilitado, o reforzado? ¿Cómo ha cambiado su política internacional?

Tal vez, la verdadera respuesta a esa crucial pregunta es esta: la mayor consecuencia del 11-S en EE UU es que el país se distrajo. Se distrajo y perdió de vista dos aspectos fundamentales: en primer lugar, todos los demás hechos que estaban ocurriendo en el mundo; y en segundo, la erosión de su solidez financiera y competitividad comercial en el ámbito internacional.

Fijémonos en el primer punto. En el propio hemisferio de EE UU -una de las áreas más importantes para sus intereses- está apareciendo una nueva Latinoamérica, con pasos vacilantes pero visibles. Están las catástrofes humanas en Haití, un futuro incierto para Cuba, las constantes idioteces del régimen de un Chávez enfermo en Venezuela y las guerras entre bandas de narcotraficantes desde Bolivia hasta México. Pero están también la extraordinaria transformación de Brasil, el éxito de Chile y la discreta recuperación de Argentina. ¿Y tiene EE UU una estrategia positiva y minuciosamente elaborada para Latinoamérica? Por supuesto que no. África se tambalea al borde del desastre ambiental y demográfico; pero Washington deja ese problema en manos del Banco Mundial. Europa desaparece cada vez más de la escena. Rusia se funde en el olvido. La política sobre India y Pakistán es... difícil de describir. Las opiniones de EE UU sobre China oscilan entre el ciego entusiasmo y los llamamientos a acumular con urgencia navíos de la Armada estadounidense. Y todos estos olvidos se deben a unas aventuras en Afganistán e Irak que ahora están llegando a su fin. Será difícil explicárselo a los estudiantes de historia de aquí a 50 años.

Todavía más preocupante ha sido la distracción que ha impedido, durante 10 años, ocuparse de la "riqueza común", es decir, el "bien común" de EE UU y sus ciudadanos. La combinación llevada a cabo por la Administración de Bush -costosas guerras en el extranjero y recortes fiscales inexcusables que favorecían a los ricos- ha tenido unas consecuencias terribles para el déficit federal del país, su creciente dependencia del dinero extranjero y el futuro a largo plazo del dólar. El tejido social está desgastándose, las capas marginadas aumentan -se observa de un año para otro en el comedor social en el que trabajo como voluntario- y la enseñanza pública está desmoronándose. La falta de inversiones en nuestros ferrocarriles, carreteras y redes eléctricas se nota a diario. Y, por si hicieran falta más malas noticias, aparece un Tea Party con unas políticas que, de llevarse a cabo, empeorarían aún más la distracción.

Puede que este sea, por tanto, el auténtico legado que nos vaya a dejar el 11-S, mucho después de que las tropas estadounidenses se hayan retirado de las montañas de Hindu Kush. Porque esta fue la década en la que EE UU se distrajo y dejó de prestar atención tanto a su situación interna como a su necesidad de tener una visión más amplia de los cambios en el mundo.

Paul Kennedy ocupa la cátedra Dilworth de Historia y es director del Departamento de Estudios sobre Seguridad Internacional en la Universidad de Yale. © 2011, TRIBUNE MEDIA SERVICES, INC. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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