Décadas de oscuridad

El mes pasado, un muchacho, un menor ya casi adulto, de esa edad tan vulnerable para los chicos negros, fue asesinado en Sanford, Florida. La policía trató a Trayvon Martin, de 17 años, como a un delincuente. Su cadáver fue almacenado sin miramientos en un depósito policial y pasaron tres días antes de que la familia fuera informada de que su hijo había muerto. Entretanto, no se presentó ningún cargo contra su asesino confeso, George Zimmerman, que quedó en libertad. En este caso se aprecian, desde sus lentos inicios hasta las pasiones y recuerdos que suscita, sombríos tintes faulknerianos, sobre todo del Faulkner de Luz de agosto. No estamos ante las voces chillonas de esos advenedizos tan habituales en los combates políticos de hoy en día, que los expertos televisivos enmarcan erróneamente en la pugna entre Estados prodemócratas y prorrepublicanos, sino que todo esto recuerda a tiempos pasados. Al norte frente al sur.

Después de un largo mes de espera, desatando las pasiones del país, la fiscal especial Angela Corey, rodeada por su equipo de colaboradores jurídicos de Florida, acusó oficialmente a George Zimmerman de asesinato en segundo grado contra la persona de Trayvon Martin, el menor desarmado que solo llevaba té helado y dulces al enrejado barrio de clase media donde vivía su padre. Zimmerman, autoproclamado guardián del vecindario, adujo que había actuado en defensa propia, acogiéndose a la turbia ley de Florida que proclama que "defiendas tu territorio", es decir, que si te sientes amenazado tienes derecho a utilizar tu arma para protegerte (traducción: Trayvon era un chico negro que caminaba por una enrejada urbanización de clase acomodada con una capucha, con la típica sudadera que llevan chicos y chicas de cualquier color de piel). Si Zimmerman hubiera visto a Trayvon —que en las fotos tiene un aspecto absolutamente repulido, el de un auténtico modelo— en un gueto, puede que no le hubiera llamado la atención, ni tampoco le habría inquietado que se acercara tanto a los privilegios de la clase media).

Vivimos en una excitable época posterior a la de los guetos, nuestro presidente y nuestra cultura son birraciales, pero todavía padres y madres de familias de clase media negra tienen que advertir a sus hijos de que no deben ir andando a sus buenos colegios, si están situados en barrios blancos (es horrible la disparidad entre las estadísticas de jóvenes negros y blancos muertos a causa de disparos accidentales de la policía). Y Bloomberg, alcalde de Nueva York, tiene razón al tachar la interpretación que se hace en Florida de la ley que propugna que “defiendas tu territorio” de puro y simple paramilitarismo, respaldado por la todopoderosa Asociación Nacional del Rifle, que da apoyo a Estados del sur y del suroeste que se oponen al control de armas.

En el peor de los tiempos, dos años antes del asesinato del presidente Kennedy, cuando había linchamientos en los patios traseros del sur y la falta de respeto a la ley se entrelazaba con valerosos actos individuales a favor del progreso de algunos tejanos y sureños, mi marido, el profesor Harold Solomon, fue contratado por la Escuela de Derecho de la Universidad de Texas para enseñar leyes federales, no locales, que pudieran posibilitar al Gobierno el envío de tropas a Texas para imponer el fin de la segregación. Durante una multitudinaria reunión celebrada en el auditorio del centro, un belicoso estudiante exigió a Harold que dijera al público dónde había estudiado Derecho. “Harvard”, contestó, mezclando el orgullo de haber estudiado allí y la ceguera del eterno “chico de Harvard”. En el auditorio se impuso un incómodo silencio. Era la época en la que escupían a Adlai Stevenson en Dallas, lanzándole huevos podridos y basura.

“Ya me parecía a mí”, replicó con desprecio el chico. Uno de los alumnos de Harold se me acercó y me cogió la mano: “Resista”, me dijo con simpatía. “Yo tengo una hermana que vive en Connecticut” Aludió al pijo Connecticut como si Nueva Inglaterra fuera una avanzadilla del Partido Comunista. Yo no era de un Estado prodemócrata enfrentado a otro prorrepublicano; yo era una chica del norte.

El norte, Washington, los afroamericanos que triunfan, las universidades de élite y el federalismo todavía pueden suscitar arrebatos de cólera, y están en el punto de mira (el exsenador republicano del Tea Party Rick Santorum arremetió contra Obama por considerar que la buena preparación es algo esencial: “¡Qué esnob!”, gritó refiriéndose a él).

De nuevo en Nueva York, después de la estancia de la familia en Texas, de pasarnos el tiempo angustiados por la posible picadura mortal de una serpiente coral a nuestros hijos descalzos, de buscar en el inodoro nidos de tarántulas y, sí, furiosa porque un norte poco comprensivo abandonara a los valientes progresistas tejanos, reanudé mi vida en la gran ciudad. El día que atentaron contra Kennedy yo estaba con mi íntima amiga Shelley Winters y con Tennessee Williams. Nos pasamos el día de aquí para allá en el West Side buscando una polvorienta tienda de libros y discos en la que encontramos The Lonesome Train [El tren solitario], la cantata fúnebre en honor de Lincoln. El segundo libro de memorias de Winters, Shelley II: The Middle of My Century [Shelley II: mediado mi siglo], termina con sus recuerdos de aquel día. Menciona que yo acababa de publicar un artículo en Harpers sobre las armas y los odios en Texas -curiosamente, en las licorerías se vendían balas, ¡vaya combinación!-, advirtiendo de que en ese momento los funcionarios del Gobierno defensores de los derechos civiles no estaban seguros en ese Estado.

Después de la captura de Oswald, hubo un apagón informativo sobre él. Shelley escribió sobre mi preocupación: yo tenía la sensación de que a Oswald se lo habían llevado precipitadamente de Dallas para conducirlo a Washington. No estábamos ante un asunto local, habían asesinado a nuestro presidente y no teníamos ni idea de quién estaba implicado. Al día siguiente, cuando ante todas las cámaras de televisión la policía de Dallas trasladaba a Oswald dentro de la comisaría, sin que aparentemente se hubieran tomado precauciones extraordinarias, a Jack Ruby le fue fácil apuntar y disparar al detenido. Si Oswald hubiera vivido lo suficiente para testificar, la historia de nuestro país estaría menos hundida en las tinieblas. Si no hubiera una ley que propugna que “defiendas tu territorio”, el joven Trayvon Martin podría seguir vivo. Pero está muerto y George Zimmerman ha sido acusado de asesinato en segundo grado. Entretanto, la contumaz Asociación Nacional del Rifle ha redoblado su apoyo político a los Estados que respaldan la ley de defensa del propio territorio.

Barbara Probst Solomon es periodista y escritora estadounidense.

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