Decida usted lo que yo le diga

Constituye un reiterado lugar común la afirmación de que el filósofo es, valga la paradoja, un especialista en generalidades, alguien que no sabe nada en concreto sobre cosa alguna sino que se mueve siempre en el plano de la reflexión más general, intentando preguntarse y preguntar cada vez mejor, pero incapaz, al mismo tiempo, de proporcionar respuesta concreta a ninguna de las tantas preguntas que se plantea. Como contrapartida, quizá el filósofo repara en aspectos que los que sí saben de cosas particulares desdeñan, pasan por alto o simplemente no perciben, como la inconsistencia lógica de determinados planteamientos o la escasa entidad de algunos razonamientos.

Sirva esta pequeña consideración como prólogo al comentario de unas cuantas ideas que, de un tiempo a esta parte y a propósito de la polémica sobre el independentismo, no dejan de reiterarse, como si la mera reiteración constituyera fuente de verdad o de sentido. Una de ellas, quizá la más utilizada por los políticos y publicistas partidarios de la secesión, es la de que la decantación hacia esta última es el resultado de constatar el agotamiento de la vía federal, representada por el proyecto estatutario. Curiosa forma de convertirse al independentismo por parte de quienes hasta hace poco no lo eran. Porque uno tiende a pensar que determinadas opciones políticas son de tal envergadura, poseen tal entidad, implican tantas transformaciones en todos los planos de la vida colectiva, que resulta difícil de concebir que uno puede adherirse a ellas o abandonarlas de la forma superficialmente reactiva que tantos declaran últimamente. Pero no hay día en el que no se escuchen en los medios de comunicación catalanes o incluso en boca de altos responsables políticos nacionalistas afirmaciones del tipo «el PP es una fábrica de independentistas» o «las recientes manifestaciones del Rey han contribuido al independentismo». Llama la atención la extremada ligereza, fronteriza con la banalidad, del argumento: si alguien se siente abocado a la independencia porque el Estado no le paga sus deudas a la Generalitat, por la misma lógica debería regresar a sus posiciones de partida en el momento en que el Estado hiciera propósito de enmienda y pasara a ser un puntual pagador de cuanto debe.

Se diría que en Catalunya se tiene tan interiorizado el mecanismo victimista de echarle la culpa de cuanta contrariedad ocurre al enemigo exterior que incluso cuando se lleva a cabo una mudanza ideológica hace falta endosársela a otro. ¿Ni en eso se va a ser responsable? ¿Necesita un independentista la cerrazón del PP, unas declaraciones del Monarca o un exabrupto de Intereconomía para defender sus convicciones? Me disculparán la verticalidad pero, sinceramente, tendría en muy poca estima intelectual a alguien que echara pestes del capitalismo por estar en paro y se convirtiera en un furioso neocon al encontrar un puesto de trabajo bien remunerado. O no parecería razonable que un político federalista dejara de serlo porque le rechazaran una ley, por más rango constitucional que tuviera. Con toda probabilidad, sus votantes no entenderían que abandonara sus convicciones sobre todo un modelo de sociedad por las dificultades en materializarlo, y le reclamarían que perseverase en el empeño. (Lo que se sigue del argumento según el cual ha de abandonarse el modelo federal por resultar inviable no es una propuesta maximalista como la independencia -«casi imposible», según recientes declaraciones de Jordi Pujol- sino una de carácter más bien posibilista. ¿O es que sería coherente desde el punto de vista lógico empecinarse con el secesionismo si resultase menos viable que el federalismo?).

De la misma forma, para terminar, también parecen haber utilizado una peculiar lógica argumentativa muchos de los que ahora reiteran la importancia del derecho a decidir. Vaya por delante que el derecho a decidir -así enunciado, sin matización- parece una exigencia incondicionada, refractaria a ninguna determinación, pues afecta a la esencia más inviolable del ser humano: su soberana libertad. Lo malo de esta concepción, tan poco matizada, es que no admite restricción alguna. Sin embargo, no deja de ser curioso constatar que los mismos que ahora reclaman el tal derecho con carácter de urgencia han estado dando largas al momento de hacerlo efectivo. Si el derecho a decidir no admite cortapisa alguna, ¿cómo puede ser que hasta hace escasas semanas se dijera que, aunque se pudiera, no convenía convocar un referendo porque se iba a perder y «no se convoca un referendo para perderlo» (Mas dixit)? Pero si lo que siempre estuvo en juego en la tal decisión era la dignidad de los catalanes en cuanto ciudadanos libres para decidir su destino, ¿no resultaba poco respetuoso con esa misma dignidad posponerlo hasta que se pudiera ganar?

Manuel Cruz, Catedrático de Filosofía Contemporánea (UB).

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