Decir DILE

El protagonista de Rayuela, Horacio Oliveira, hace “juegos en el cementerio” con un Diccionario de la lengua preparado por la Real Academia Española. En la tapa de ese libro, Oliveira ha raspado la palabra “real”. Más que antimonárquico, este raspado es surrealista, como su juego: componer frases locas con palabras raras. “Hartos del cliente y sus cleonasmos, le sacaron el clíbano y el clípeo y le hicieron tragar una clica”.

Ese “cementerio”, donde Julio Cortázar permite que jueguen Oliveira y sus amigos, no es sino el mismo diccionario del que ellos exhuman palabras aparentemente muertas para reanimarlas entremezclándolas. “Luego le aplicaron un clistel clínico en la cloaca, aunque clocaba por tan clivoso ascenso de agua mezclada con clinopodio...”.

—“Joder, dijo admirativamente Oliveira. Pensó que también joder podía servir como punto de arranque, pero lo decepcionó descubrir que no figuraba en el cementerio”.

Triste decepción que Oliveira se habría evitado si, en lugar de emplear para sus necrofilias lingüísticas una edición hoy antigua del diccionario, hubiese podido consultar las posteriores a 1984, ojalá la vigesimotercera entrega aparecida hace unos días. En estos léxicos sí se incluye la palabra “joder”, y ahora viene con dos usos nuevos (“¡hay que joderse!”, por ejemplo).

Más contento que su personaje quedaría Cortázar, seguramente, si con esta nueva edición se extinguiera la costumbre inexacta de llamar a este libro “DRAE” (Diccionario de la Real Academia Española), y empezara a ser conocido por su sigla propia: DILE (Diccionario de la Lengua Española). Así, aquella palabra “Real”, que Oliveira raspó en la tapa de su diccionario por puro surrealismo, desaparecería de su abreviatura.

Pasar del inexacto DRAE al preciso DILE no sería una mera entelequia, propia de una obra de ficción, ni un simple cambio de sigla. Se trataría de un símbolo cuyo uso reafirmaría que son coautoras del diccionario todas las academias de la lengua. Lo que, a su turno, es apenas una forma institucional de expresar algo más vasto e inspirador: que son coautoras de este léxico las veintitantas naciones donde se habla el castellano.

Decir DILE costaría poco y simbolizaría bastante. Por ejemplo, representaría la dirección en la que debe continuar moviéndose nuestro diccionario académico: hacia una mayor diversidad. Aunque se incrementan en cada edición, todavía son “americanismos” sólo un 10% de las entradas en este nuevo léxico. Una proporción exactamente inversa al 90% de hispanohablantes que viven en América.

A quienes lamenten tales cifras cabría recordarles que, en buena medida, ellas son responsabilidad de los propios hispanoamericanos. Ninguno de nuestros países apoya a la lengua que hablamos tanto como lo hace el Estado español. Si nuestros Gobiernos y sociedades desconsideran a nuestro idioma y a las instituciones que lo estudian e impulsan, ¿con qué derecho vamos a quejarnos de que sea España quien lidere el esfuerzo por mantener la “unidad en la diversidad” de la lengua?

Sin embargo, esa unidad también fue un esfuerzo hispanoamericano. Hace 130 años, Andrés Bello, en el prólogo a su Gramática, temía que el español americano evolucionara para transformarse lentamente “en una multitud de dialectos[…]; embriones de idiomas futuros, que durante una larga elaboración reproducirían en América lo que fue la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín. Chile, el Perú, Buenos Aires, México, hablarían cada uno su lengua”.

¿Y qué tendría de malo que los países latinoamericanos hablasen hoy diversos idiomas?, podría preguntar algún desaprensivo, o un nacionalista. Pues tendría de malo que a la trágica desunión política y económica de Latinoamérica, madrina de nuestra irrelevancia global y nuestro subdesarrollo, se añadiría una desunión cultural, ésta sí que irrevocable.

En parte fue por ello que, pese a sus independencias, y con no poca oposición interna, los países hispanoamericanos aceptaron, de hecho, un diccionario y una gramática comunes que ayudasen a mantener la unidad del idioma. Sin caer, por eso, en el “purismo supersticioso” que también reprobaba Bello, y mucho antes de que las palabras “unidad en la diversidad” se transformaran en lema, hispanoamericanos y españoles ya las practicábamos con nuestro idioma.

Pero unidad y diversidad son fuerzas en tensión permanente. Todas las lenguas más o menos extendidas pulsan con ese movimiento de sístole y diástole, en virtud del cual tanto pueden comunicar a extraños como incomunicar a los vecinos y conocidos. Este nuevo DILE refuerza esa unidad del idioma que aceptamos desde antiguo. En el futuro habrá que profundizar, aún más, en esa rica diversidad que asimismo nos une.

El español, tanto o más que otros idiomas, es mestizo por su naturaleza y tradición. Reflejar —e incluso alentar— ese mestizaje será la mejor forma de garantizar la vitalidad y fortaleza de nuestra lengua. Y, por si esto fuera poco, esa estupenda y divertida mescolanza, recogida en el DILE, nos permitirá reírnos de los fanáticos de las identidades y las lenguas supuestamente puras. Por ejemplo, reírnos con el buen humor que nos sugiere este otro “juego en el cementerio”, también presente en Rayuela: “Entre él y Oliveira le dedicaron a Talita un poema épico en el que las hordas farmacéuticas invadían Cataluña sembrando el terror, la piperina y el eléboro”.

Carlos Franz es escritor y miembro de la Academia Chilena de la Lengua.

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