Decir España

Balbuceamos España antes de decirla, de pensarla o de quererla, por la clara razón de que aquí nacimos. Esta patria es el lugar en que se concretó el viaje milenario de nuestra carne, trepando por los siglos y los huesos, para que nos pudiéramos llamar Ángel González (Premio Príncipe de Asturias) y ser poetas.

Entonces empezamos nuestro viaje en pos del enigma histórico, como lo calificara Claudio Sánchez Albornoz (Premio Príncipe de Asturias). Con Ortega la supimos invertebrada y de la mano de Gerald Brenan escrutamos su laberinto. Nos preguntamos, junto a José Ángel Valente (Premio Príncipe de Asturias), patria, ¿quién tiene tu verdad? Nos pareció que la verdad andaba repartida e hicimos nuestro el anhelo de paz, piedad y perdón de Manuel Azaña. Gracias a Julián Marías (Premio Príncipe de Asturias) alcanzamos al fin a verla inteligible. Pero siempre la quisimos serena y libre.

Decir EspañaEstábamos en ello, siguiendo la costumbre local, cuando la generación de la concordia nos devolvió libertad, autoestima y horizontes despejados. Agradecido el ejemplo, nos conjuramos entonces para que el solar español no volviera a ser nunca el trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín, como dijera con cruel y dolorida hermosura Antonio Machado.

Después aprendimos a llamarla l’Espagne, Spain, Spanien... y la añoramos. No era nostalgia de exiliados, porque el tiempo fue de reencuentro; tampoco lo era de emigrantes, porque la renta por cabeza facilitó el sacrificio de nuestros padres y nuestro progreso hasta el avión. Ahora andamos ya con un ojo en el espacio sideral y, contra el tópico de nuestra incapacidad para la ciencia, construimos satélites u observamos las estrellas con curiosidad científica y ánimo emprendedor, es decir, con ojo especulativo y práctico al mismo tiempo.

No éramos diferentes y aprendimos a ponderarnos sin complejos; porque al analizarnos no nos tuvimos por gran cosa, pero al compararnos, en la estela de la boutade de Theyllerand, supimos de nuestro valor. En una sala del aeropuerto Benito Juárez, un día impreciso, tras cruzar los cielos esforzándonos por comprender los mensajes en todas las lenguas de Babel, con el cuerpo entumecido, la cabeza abotargada y los riñones doloridos, inconfundible fruto del duermevela transoceánico en busca de nuestro pan de cada día, escuchamos un anuncio rutinario: «Pasajeros del vuelo Aeroméxico número x, con destino al aeropuerto de y, favor de acudir a la puerta de embarque número z». Hasta dormidos entendimos el mensaje y recuperamos la alerta, pero sin recobrar la conciencia precisa de las cosas la estridencia altoparlante difundía nuevo mensaje: «Pasajeros del vuelo Aeroméxico número x, con destino al aeropuerto de y, saliendo por puerta de embarque número z, favor ¡no se me apelotonen!». Y resucitamos a carcajadas entre los nuestros.

Ahora trajinamos con la salida de la crisis necesitando a los demás, como somos necesarios, y atentos a las cosas universales, que son las nuestras. A los españoles de mi generación el ensimismamiento sobre lo que somos o dejamos de ser nos parece agotador y poco práctico. No estamos callados ni desatentos, estamos ocupados, que es otra cosa. De crisis en crisis, desde el uso de la razón hasta el monumental lío que ahora destejemos, se comprende el hartazgo de la charlatanería hueca de los expertos de todo jaez. Como dice el profesor Sánchez Lorenzo, aspiremos a reducir opiniones e incrementar criterio. El mundo que nos toca vivir es global, complejo y competitivo; lo que requiere miradas amplias, flexibilidad creativa y coraje.

A nosotros nos parece, a pesar de lo que se escucha, que los españoles siempre hemos sido austeros, lacónicos y esforzados en el peligro, susceptibles en lo que atañe a la honra, hasta el ridículo que nos horroriza y nos limita, bulliciosos, jaraneros y bienhumorados. Somos la sonrisa compasiva y el cruel sarcasmo, dos expresiones de humor, aunque a veces sea humor negro. Cervantes y Quevedo. Y si hay que elegir confieso mi inclinación por don Quijote y Sancho Panza.

Se equivocan quienes, viendo que no sentimos necesidad de repetir lo evidente, piensan que no sabemos quiénes somos, de dónde venimos, ni hacia dónde queremos ir. Decir España no es lanzar una pedrada, es solo decirnos. Decir España nos explica y nos calienta el corazón; como nos irrita el desprecio, si es el caso, sin que por ello nos sintamos autorizados para despreciar nosotros a nadie. Decir España es voluntad de compartir, respeto por la diferencia y deseo de mejorar.

Decir hoy España, como desearon antes nuestros mejores, es decir libertad, tolerancia, inclusión, creatividad, humanismo, convivencia civil, imperio de la ley y esperanzada autoestima. Es nombrar la casa del común cobijo, donde confortarnos antes de la intemperie del mundo que nos necesita y nos acosa. Decir España es sencillamente decir que conocemos el viaje milenario de nuestra carne y que nos sentimos serena e instintivamente llamados a darle continuidad, contra nada y contra nadie, a favor en todo caso de la libertad de todos, porque en eso no queremos retroceso o insensatez alguna. Nosotros también queremos protagonizar un tiempo fecundo de encuentro y lucidez.

El mundo en que vivimos aconseja claridad, requiere aguantar reciamente defendiendo libertad y bienestar para compartirlos, renovar nuestra mentalidad y confiar. Seducidos por la confortable simplicidad de la provocación podemos pensar que es mejor liberar a Barrabás. Es el trágico error que degradó hasta la abyección la Europa del pasado siglo y no queremos cometerlo. No habría consuelo ni disculpa para nosotros, no tendríamos siquiera el fácil alivio de alegar la desmemoria. No es posible, no es moralmente aceptable.

Cabe, pues, pedir a hunos y hotros, como diría Unamuno, que por favor no se nos apelotonen. Hay Quijote para rato. Concentrémonos en deshacer entuertos, que no escasean. Decir serenamente España nos parece, por lo tanto, decir mucho, porque compromete con la libertad, con un ámbito cultural amplio y diverso, dentro del contexto humano universal, y con cierto sentido de la justicia. Pero a nosotros todo eso no nos arredra, muy al contrario, nos estimula.

Adolfo Menéndez Menéndez, profesor del IE Law School.

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