Decir la verdad

"La violencia e injusticia de los gobernantes de la humanidad es un mal muy antiguo, y mucho me temo que apenas tenga remedio (...) pero la mezquina rapacidad y el espíritu monopolista de los comerciantes e industriales, que no son ni deben ser los gobernantes de la humanidad, es algo que, aunque acaso no pueda corregirse, sí puede conseguirse al menos que no turbe la tranquilidad de nadie, salvo la de ellos mismos".

Esta cita no proviene de ninguna pintada en un campamento de indignados o de okupas, sino de la respetada biblia del liberalismo económico (La riqueza de las naciones) cuyo autor, Adam Smith, era un profesor de Filosofía que dedicó su ópera prima a la Teoría de los sentimientos morales. Desde su fundación, el capitalismo ha necesitado de reglas que limiten y controlen el funcionamiento de los mercados, y es responsabilidad de los políticos y gobernantes establecer dichas reglas y hacerlas cumplir. Por eso tienen razón quienes señalan que la actual crisis económica es en realidad una crisis política, caracterizada por la ausencia de liderazgo, y también -y sobre todo- una crisis moral, en la que la pérdida de valores no puede de ninguna manera sustituirse por promesas electorales. Pero, además, tiene una dimensión global prácticamente sin precedentes, por la extensión y rapidez con la que se ha producido.

Llama la atención que los candidatos a los comicios del próximo 20-N (una fecha indigna para una consulta de ese género) no hayan hecho el más mínimo intento de reconocer lo que es obvio: ninguno de ellos puede prometer en solitario una solución a nuestros problemas, porque las crisis globales necesitan soluciones globales. No es con medidas arbitrarias del corto plazo como puede salirse de esta situación, y la pérdida de relevancia de nuestro país en las áreas de influencia que más le afectan (Europa, América Latina) dificulta enormemente nuestra contribución a la búsqueda de respuestas a los males que nos aquejan. Pero la política exterior está ausente de los debates, incluidos el fracaso de la Cumbre Iberoamericana en Paraguay, o el hecho de que el directorio francoalemán pretenda constituirse en un poder fáctico europeo, ante el silencio o la complicidad de las instituciones de la Unión y de la mayoría de los gobernantes que acuden a las cumbres, siempre dispuestos a echar la culpa de todos nuestros males a los mercados. Abstracta acusación que evita preguntarse, entre otras cosas, quién era el comisario europeo responsable de vigilar la transparencia y fiabilidad de las cuentas que presentaba Grecia, o cómo es posible que el Banco de España y el Gobierno proclamaran que teníamos el sistema financiero más sólido del mundo para acabar siendo el que precisa ser más recapitalizado.

Una semana después de que la Unión Europea volviera a amagar y no dar en la batalla por la defensa del euro, los líderes del Grupo de los Veinte se reúnen mañana en la Riviera francesa con la casi imposible misión de implementar medidas que permitan conjurar las amenazas que se ciernen sobre la humanidad. Entre ellas sobresalen las que se derivan de las dificultades para mantener un modelo social basado en el Estado de bienestar. Las debilidades políticas emanadas de un desmedido endeudamiento económico no son ninguna novedad en la historia. Antiguamente, los monarcas tomaban excesivos créditos para sufragar las guerras de conquista o las invasiones colonizadoras. La actual deuda soberana, que en realidad no tiene nada de soberana y acogota las políticas económicas europeas, ancla su origen desde luego en la voracidad de los agentes financieros, pero también en la obsesión de los políticos por asegurarse la reelección mediante el éxito económico, que justifican además con el argumento de que el crecimiento promueve por sí mismo la democratización de las sociedades. Niall Ferguson es uno de los muchos intelectuales que se ha encargado de reflexionar sobre estas cuestiones para llegar a la conclusión (Dinero y poder en el mundo moderno) de que "el dinero no hace girar al mundo" y que más bien fueron los sucesos políticos los que configuraron lo que él considera las instituciones de la vida económica moderna: las burocracias impositivas, los Parlamentos, los bancos centrales y los mercados de bonos (es decir, la deuda).

Los partidos políticos y la democracia representativa se han visto prisioneros de ese cuadrilátero de poder que ellos mismos han contribuido a crear. Mientras florecía la prosperidad parecía que se trataba de una mesa de negociaciones, pero las turbulencias actuales amenazan con convertirlo en un ring. Las grandes depresiones económicas del pasado terminaron en conflictos geopolíticos de inmensa magnitud, y no deberíamos descartar derivas semejantes si los líderes mundiales continúan reuniéndose, como hasta ahora, para establecer planes que luego son incapaces de cumplir. Las esperanzas despertadas por las reuniones del G-20 en Londres y Pittsburg fueron tan grandes como la decepción causada por la falta de implementación de los acuerdos que allí se tomaron. Nos dijeron que era precisa una reforma del capitalismo, un impulso al comercio mundial y un cambio estructural en el sistema financiero y monetario. También se suponía que los ladrones iban a ir a la cárcel. La opinión pública sigue esperando.

Dice el refrán que no hay mal que cien años dure... ni cuerpo que lo resista, pero esta crisis se prolonga ya cuatro años y va camino de convertirse en estructural, porque los desafíos que presenta son mayores que las oportunidades que genera. La única manera de evitarlo es precisamente retornar a los viejos principios. El primero de todos ellos, decirle a la gente la verdad, aunque electoralmente no sea recompensada. Europa, y con Europa el mundo, no saldrá de esta coyuntura solo con austeridad fiscal. Se necesitan medidas que impulsen el crecimiento, dinamicen la economía, aumenten la demanda y liberalicen el crédito. Inevitablemente, eso significa más inflación. Pero también significa trabajar más, pagar más impuestos, reducir gastos públicos corrientes, moderar salarios y precios y regular el ejercicio de derechos sociales que no podemos financiar. En el caso de España, los problemas se ven agudizados además por una distribución de poder territorial basada en la abundancia que expiró y en la irresponsabilidad fiscal de la mayoría de los Gobiernos autónomos y Ayuntamientos. Nada de eso es posible acometerlo en nuestro caso en un ambiente de confrontación política, falta de cohesión ciudadana y ausencia de liderazgo.

En definitiva, esta crisis es sistémica, y es eso ante lo que se va a encontrar el Gobierno que salga de las urnas a finales de mes. Por lo mismo, debe ser moderado en las promesas y humilde en sus expresiones, cualquiera que sea el tamaño de los apoyos que reciba, pues se ha de dar de bruces con la realidad. Lo que está en entredicho, aunque muchos lo lamentemos, es el principio de universalidad de los derechos, frente a lo que los chinos llaman la convergencia de intereses. El siglo XX terminó con la caída del muro de Berlín, y el XXI empezaba con la de Lehman Brothers. Los candidatos a gobernarnos deberían explicarle mejor a la gente que de ese grupo de personas reunido mañana y el viernes en Cannes, cuyo poder no está legitimado sino por el ejercicio del poder mismo, depende mucho más la solución al desempleo de los españoles que del cumplimiento de los programas presentados a los electores. Vivimos en un mundo en transición en el que están cambiando los paradigmas. Por primera vez en 200 años, las nuevas generaciones de los países occidentales no abrigan la esperanza de un futuro mejor que el de sus mayores. El desánimo, no solo la indignación, comienza a cebarse en los más jóvenes, presos del miedo a un retroceso histórico. Pero ese es un temor que puede conjurarse si somos capaces de devolver a la política lo que la política ha perdido, su capacidad de representar los intereses, los sueños, la voluntad y los deseos de los ciudadanos. Diciendo la verdad.

Por Juan Luis Cebrián.

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