Decisión constituyente

Por Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas (ABC, 17/01/04):

Pasa algo raro. Vienen elecciones y conviene disimular: por eso todos los partidos, aunque a ritmo diferente, exhiben programas y anuncian ofertas. Pero la gente habla casi de un referéndum sobre la forma de organización territorial y la propia idea de España. Se intuye la inquietud sobre el futuro de la Constitución, oculta bajo una montaña de actos institucionales o de artículos (algunos muy buenos) que glosan sus virtudes. Se palpa la decepción, el pesimismo incluso. Condenados a soportar una carga abrumadora, los españoles nunca tenemos tiempo para disfrutar del éxito colectivo. Contamos con una Constitución más que aceptable, una fuerte sociedad de clases medias, una economía próspera. Rozamos ya la calidad de vida de los países más ricos. Ganamos a muchos de largo en infraestructuras modernas. Nada es suficiente. Los nacionalistas son cada día desleales y se adivina un nuevo ciclo de privilegios a cambio de que no rompan la baraja hasta la próxima generación. Ya se sabe que todo esfuerzo inútil conduce a la melancolía. Pero también a la irritación. ¿Qué más podemos hacer?, se pregunta mucha gente sin esperar respuesta razonable. ¿Qué hacemos con España? Habrá que hacer, como corresponde en democracia, lo que decida el poder constituyente.

De momento, faltaría más, no hay que prestar oídos a ciertos histriones que dicen ser influyentes: ni el régimen de 1978 está «agotado» ni hay nada que negociar sobre el núcleo duro de la norma fundamental. Son tipos poco fiables estos agoreros que pasan por españolistas pero se ocupan de asegurar el puesto a cambio de concesiones. El egoísmo insaciable no se remedia con tibieza moral, sino con un mensaje rotundo de firmeza democrática. El político sensato debe tener en cuenta el hartazgo de la gran mayoría. El mensaje dice, en el mejor de los casos: «esto es lo que hay» y «hasta aquí hemos llegado». La España constitucional (moderna, abierta, tolerante, inserta con plenitud en el mundo contemporáneo) es producto de un milagro histórico-político que nadie nos va a estropear. Queremos ser libres bajo el imperio de la ley, compartir éxitos y fracasos con el Espíritu de la Época, disfrutar del mejor momento de nuestra historia desde hace siglos. España, sujeto constituyente único, tiene muy claro el futuro: el marco actual es más que suficiente para garantizar con holgura los derechos y las aspiraciones de todos. Escuchad a la gente. En voz alta o en voz baja, casi todos dicen lo mismo, sea cual sea su opción ideológica y -aunque parezca sorprendente- su lugar de residencia.

Nuestros nacionalistas domésticos mezclan sin pudor un conflicto «divisible» con otro «indivisible», términos al uso en la Teoría Política. Me explico. Los primeros son conflictos de intereses: aislados de su contexto, resultan propicios al acuerdo. Los segundos afectan a la identidad y no admiten solución por compromiso. Veamos el panorama. PNV y asociados, seguros del privilegio, buscan el choque frontal. Se llama Plan Ibarretxe y sobre este punto está dicho casi todo. Ahora juegan a ganar semanas, mientras colocan a los peones adecuados para la hora de negociar. Es la estrategia de moda. Palomas comen halcones. Tiempo para «moderados». Salida, más o menos digna, para «crispadores» y análogos. Por su parte, Esquerra Republicana lo mezcla todo: no quieren ser españoles (conflicto indivisible, aunque absurdo) pero se conforman con más dinero (asunto divisible y contable por naturaleza). ¿En qué quedamos? Importante la deriva de Convergencia i Unió. Cuidado con el «síndrome de Rusia Unida» y otros partidos que sólo existen para el poder. Cruel paradoja para la burguesía catalanista. Cuando se atizan rescoldos y esparcen semillas... gana el premio un «parvenu», en sentido literal. Estos republicanos son «gentes nuevas», ajenas al legado carolingio, la montaña mágica de Pujol y la empresa familiar. Todavía se sienten incómodos si la cita se concierta en el Ecuestre. Pero una vez en el cargo, la desazón dura poco. Lección de Sociología: léase el gran libro de R. Syme sobre la revolución social romana en la era de Augusto. Lección de sabiduría política, a cargo, cómo no, de Maquiavelo: «quien favorece el poder de otro, labra su propia ruina». El Partido Popular ganará las elecciones, tal vez por mayoría absoluta. Motivo principal, no hay que engañarse: la defensa convincente del modelo constitucional en sus términos actuales. Todo partido serio debe contar con un programa riguroso pero no se debe magnificar su importancia a la hora de ganar adeptos. Hay más voto por sentimiento que por interés, aunque no guste a los «materialistas de todos los partidos», valga el remedo de Hayek. Ya decía Aristóteles que la clase media quiere un régimen estable. Ahora mucho más, porque a sus firmes valores de siempre añade una prosperidad desconocida. Su anclaje cívico y moral deriva de una cierta idea de España, un patriotismo sencillo y natural, a veces un poco primario para las mentes selectas. Parecía durante años que su expresión pública estaba mal vista. Pero está y estará vivo y latente, por la razón muy poderosa de que España no existiría sin ese sentimiento. Que no se equivoquen los analistas sesudos. No es fascismo, ni nostalgia del pasado, ni vale apelar al mito de la caverna. Existe en todas las naciones serias. Véase la clase media inglesa: Britania y utilitarismo. O la francesa: la República y su soberanía. O la de Estados Unidos: americanismo y democracia. Así todas. Al dirigir su mensaje a la clase moderada, los populares aciertan a renovar la Constitución histórica. Rajoy lo apuntaba con su genuina prudencia en algún discurso reciente. ¿Lo entienden los socialistas? Parece que no, al menos todavía. El secreto de la democracia consiste en construir mayorías y no en la yuxtaposición de minorías. Es lícito, puede incluso ser justo, atender reivindicaciones laterales. Pero el régimen constitucional se mide por la regla, aunque admita la excepción. Eso se llama ahora «la lucha por el centro». El PSOE lo acepta sin rodeos en su programa económico. Hace falta quizá un nuevo fracaso para que el mismo criterio se extienda a otros sectores, tanto y más sensibles a la hora del voto.

Los «idus» de marzo, novela excepcional de Th. Wilder, más apropiada que nunca: «¿qué significa esta posición para mí y qué requiere de mí?», se pregunta César al llegar su gran momento. Nunca se debe ignorar la voz del pueblo. Hay que aceptar el mandato del poder constituyente, esto es, la Nación española en uso de su soberanía. España necesita con urgencia abrir una ventana y que entre aire fresco. Renovada la voluntad del pueblo español en la elección-referéndum del 14 de marzo, los dos grandes partidos tienen que dar por cerrada «sine die» la estéril disputa sobre la vertebración territorial. Con seguridad en sí mismos, convicción y claridad de ideas. Sin ocurrencias extrañas, tales como excluir al adversario a base de porcentajes. También con sentido común y formas exquisitas para preservar el carácter dialógico de la política democrática. Pero basta, por favor, de la discusión eterna, porque el aire está enrarecido y nos podemos ahogar sin remedio. Esperan tareas apasionantes. Alta política internacional. Europa, ampliación y tratado constitucional. Consolidar el bienestar. Ordenar la inmigración. Rehacer la Universidad. Promover la investigación. Llegar a tiempo a las nuevas tecnologías. Actuar con decisión en materia de vivienda y de familia. Hacer una televisión digna. Atraer a los jóvenes hacia el arte y la cultura. Vivir. Sencillamente, vivir. Liberar a los mejores de la carga insufrible de contestar cada día a Ibarretxe o a Carod. En pocas palabras: llegar a ser lo que somos, siguiendo el consejo intemporal de Píndaro.

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