El Consejo Europeo que se inicia hoy debe abordar una serie de cuestiones cruciales para el futuro de la Unión. En primer lugar, la entrada en vigor del Tratado de Lisboa que introduce modificaciones notables en el sistema institucional; en segundo lugar, consensuar los nombramientos de los titulares de las nuevas instituciones (presidente estable del Consejo y presidente del Consejo de Asuntos Exteriores); finalmente, valorar la posibilidad de una nueva ampliación, a corto plazo, de la Unión Europea (en concreto, con la admisión de Croacia y de Islandia).
En relación a la primera cuestión, la relativa a la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, el Consejo deberá enfrentarse a la resistencia del presidente checo a firmarlo. Cuando todos creíamos que la larga y complicada carrera de obstáculos en que se convirtió el procedimiento de ratificación había concluido felizmente con el resultado positivo del segundo referéndum irlandés, la negativa del presidente checo a firmar el Tratado impide que este pueda entrar en vigor. Vaclav Klaus justifica su posición en el hecho de que un grupo de senadores presentó ante el Tribunal Constitucional un recurso frente al Tratado. Lo de menos es señalar que el Tribunal ya se había pronunciado anteriormente sobre la cuestión y declarado la compatibilidad del mismo con la Constitución checa, lo que importa es subrayar que la petición de que en el Tratado se incluyan ahora excepciones (en materia de Derechos Fundamentales) en su aplicación a Chequia es completamente extemporánea.
Aceptar las demandas checas (planteadas como un chantaje) implicaría crear un peligroso precedente para el futuro de la Unión. El Consejo debería enfrentarse a este tema considerando la actitud checa como lo que realmente es, un auténtico acto de agresión a la Unión. Si el presidente democráticamente elegido de Chequia piensa que la Unión Europea es una entidad política similar a la Unión Soviética, y por ello, antidemocrática (tal es la razón por la que se niega incluso a que ondee la bandera europea en su sede), lo lógico y consecuente es que dicho país abandone la Unión. Las actitudes contemporizadoras con los Estados claramente hostiles al proceso de integración europea resultan no sólo estériles, sino contraproducentes.
En última instancia lo que pide Chequia es lo que pidieron y consiguieron ya Polonia y Reino Unido (que la Carta de Derechos Fundamentales no se aplique en su país), pero ello fue posible en el momento en el que se estaba negociando el Tratado. Entonces Chequia no planteó tal pretensión y evidente resulta que ahora es tarde para hacerlo. Tampoco podemos olvidar que Irlanda, gracias al primer referéndum negativo, consiguió un régimen privilegiado como es el de conservar un comisario europeo cuando el número de comisarios sea inferior al de los Estados.
En definitiva, ocurre que, hasta ahora, de forma un tanto incomprensible, los Estados más reacios al proceso de integración (Reino Unido e Irlanda) han ido adquiriendo una suerte de ventajas y exenciones que para lo único que han servido es para dificultar los avances en la integración e incentivar a algunos de los nuevos Estados miembros (Polonia y Chequia) a defender posiciones igualmente obstruccionistas. Los errores del pasado no pueden ser ya corregidos pero, en la encrucijada actual, en relación con el conflicto checo, el Consejo tiene una oportunidad única para poner fin a la contemporización con los gobiernos antieuropeos y marcar con claridad un cambio de rumbo.
Esto conecta necesariamente con el tema de los nombramientos. Si el Tratado de Lisboa entra en vigor, es preciso nombrar a los titulares de dos nuevas instituciones: los presidentes permanentes del Consejo Europeo y del Consejo de Asuntos Exteriores. Dejando a un lado los múltiples problemas que puede suscitar la coexistencia de estos dos presidentes con el de la Comisión Europea, debido a que la delimitación de funciones entre ellos dista mucho de estar clara, lo que resulta evidente es que el presidente del Consejo Europeo debiera ser una persona comprometida con el proyecto de integración continental y con los valores europeos. Debiera pertenecer a una fuerza política de ideario europeísta y ser ciudadano de un Estado igualmente comprometido con la creación de una Unión 'cada vez más estrecha'. Lo que sería absurdo es premiar a los 'peores alumnos' otorgándoles tan importante puesto.
Ahora bien, por absurdo que sea, lo cierto es que sobre la Unión pende la amenaza de que el próximo Consejo avale a Tony Blair (ciudadano de un país que no está ni en el euro ni en Schengen, y dirigente político que impulsó la guerra de Irak) como candidato para el puesto. Dicho nombramiento privaría al nuevo cargo de cualquier virtualidad como impulsor de la integración europea. A mayor abundamiento, España debiera hacer valer el nombre de Felipe González, quien junto con François Mitterand, Jacques Delors y Helmut Khol, estuvo entre los mayores impulsores de la Unión.
En todo caso, cabe albergar pocas esperanzas de un Consejo que propuso por unanimidad como presidente de la Comisión Europea a Barroso. Si finalmente se opta por Blair, Aznar sería el único dirigente europeo de la tristemente célebre cumbre de Las Azores que no alcanzase un cargo institucional importante en el seno de la Unión, salvo que se piense en él como presidente del Consejo de Asuntos Exteriores.
Finalmente, está la cuestión de la ampliación de la Unión. El sistema institucional de la Unión no sirve para 27 Estados. Las reformas de Lisboa resultan en este ámbito claramente insuficientes. Y, lo que es más dramático, en la medida en que cualquier reforma futura exige la unanimidad de los 27 Estados miembros actuales, resulta 'per se' inviable. En este contexto, resulta un dislate plantearse la posibilidad de la adhesión de cualquier nuevo Estado. Lo que es absolutamente prioritario es que los Estados que quieran alcanzar una verdadera Unión Política tomen la decisión de abordar esa tan noble como necesaria empresa. Evidente resulta que esa Unión no albergará 27 Estados sino bastantes menos. Para decirlo con claridad y contundencia, Croacia e Islandia no reúnen los requisitos mínimos no ya para participar en esa futura Unión Política, sino ni siquiera para adherirse a la cada vez más fragmentada, atomizada y debilitada Unión actual.
Estos son los principales temas que el Consejo Europeo deberá abordar. Un Consejo en el que, con la única excepción de Angela Merkel, no participa ningún dirigente en el que converjan las cualidades de liderazgo político y compromiso europeísta, y del que -desde una perspectiva no ya escéptica sino meramente realista- poco podemos esperar.
Javier Tajadura Tejada, profesor titular de Derecho Constitucional de la UPV-EHU.