Declive de la clase ilustrada

Por Valentí Puig, escritor (ABC, 08/09/05):

EL salón de la Casa-Museo Emilia Pardo Bazán evoca los tiempos de la escritora como «salonnière» en La Coruña. Vieja cultura de salón que fue puntal de la cultura europea, territorio de una clase ilustrada que se transforma socialmente pero mantiene hegemonías del gusto y de la tolerancia. En su salón, la Pardo Bazán festeja a Zorrilla y a Unamuno, entre cuadros, tapices y muchos libros. Entendida como obra de arte, la sociabilidad intelectual y literaria ha sido hasta ahora una cota de civilización. En el caso de Emilia Pardo Bazán, al contrario de aquellos salones de «En busca del tiempo perdido» que ilustran el trasvase de la aristocracia a la clase media, el padre de la familia acomodada recibe un título pontificio de conde, heredado luego por la escritora. Lo que importa, en definitiva, es el fulgor ilustrado que casas como la de Emilia Pardo Bazán mantenían en una ciudad como La Coruña, entonces tan liberal. Una hora de una tarde de verano, en la casa de Emilia Pardo Bazán, entre pasos quedos de visitantes respetuosos, obliga a pensar en lo que fue aquella clase ilustrada y en lo que es o -más bien- no es.

En «Los salones europeos», Verena von der Heyden-Ryinsch reinterpreta el «jeux d´esprit» como cima de una cultura femenina desaparecida. La imagen está en todos los museos de Europa: acodada en una consola neoclásica, la dama preside su salón en Viena, París o San Petersburgo y esa presencia irradia un espíritu de emulación que llega a los condados más remotos. Ahí surgen grandes amores, revolotean frivolidades de «bibelot», se intercambian ideas y el esnobismo ejerce su saber, tan apreciable en aquellos tiempos. Gran viajera, la Pardo Bazán ha recorrido aquella Europa, conoce su literatura, las ideas emergentes, las nuevas teorías del conocimiento. En el salón de La Coruña o en las tertulias madrileñas, explicará cómo ha conocido a los hermanos Goncourt, tan entrometidos y aviesos, o al bueno de Alphonse Daudet. La lengua francesa era todavía la lengua de la cultura y de la diplomacia, la lengua de Europa, como en tiempos de Federico el Grande de Prusia. También esa cultura de salón se rige por el principio de continuidad y las nuevas generaciones aprenden sus primeras poses en salones de mayor edad. La propia Pardo Bazán, de niña, presta mucha atención en la tertulia coruñesa de la condesa de Espoz y Mina.

En aquellos salones todavía había espacio para el diletantismo, para la conversación ingeniosa, aunque el mundo estuviese derivando en no pocos sentidos hacia una trepidación histórica mucho más aciaga. A todo eso lo llamamos libertad de espíritu. Lo cierto es que la clase ilustrada estaba presente en la política y en la cultura, tanto como en la vida social. A su modo era minoritariamente hegemónica, como destilación refinada del poder de las clases medias. En España, por minoritaria que fuera, la vimos en los mejores momentos de la vida parlamentaria, en las páginas del periodismo más cualificado.

Esa clase ilustrada mantuvo su vitalidad en las tertulias de rebotica, en la sobremesa del registrador de la propiedad, en la redacción de un semanario, en los atardeceres de un industrial amante del arte. Habrán llegado las ideologías para acabar con el «jeux d´esprit», pero el salón, de una u otra manera, preserva los vicios y virtudes de aquella clase ilustrada, sometida no pocas veces a la brutalidad de la Historia.

Todo lo que aquello representó lleva años siendo puesto en cuestión de forma cruda y frontal. Al menos en apariencia, se diría que la sociedad española está más que dispuesta a arrumbar todo lo que significó una clase ilustrada, una clase media responsable. Si su sustituto deseable era la meritocracia, lo que vemos todos los días es lo contrario: una chabacanería hegemónica que se autocongratula por haber ocupado los territorios del mundo ilustrado para imponer instintos miméticos y la falta de formas.

Así como están las cosas, una hora en la casa de Emilia Pardo Bazán es como visitar la casa del difunto antes de ir al tanatorio. Desventuradamente, la meritocracia no cuaja en todas sus dimensiones posibles. Las nuevas clases medias que asumieron su responsabilidad histórica en la transición democrática no han dejado de estar presentes en el proceso evolutivo de la sociedad española: sus valores aportan estabilidad, mantienen instituciones clave como la familia y de una u otra manera son el péndulo que marca la alternativa en los procesos electorales. Aun así, han ido perdido protagonismo y en algunas de sus vertientes se diría incluso que están a la defensiva, aisladas, casi asediadas. Un transcurso de vulgarización intensiva -fuertemente respaldada por el mundo del «reality show» y la salsa rosa- neutraliza los vestigios de la clase ilustrada como paradigma.

Paralelamente ha sucedido que el Estado -en forma de gestión traspasada presupuestariamente a la nueva clase intelectual- se dispuso a transformarse en Estado cultural. En tales circunstancias, a lo mejor no hacía falta clase ilustrada. Incluso tal vez estaba de más. Una visita a la Casa-Museo de Emilia Pardo Bazán lo hace más ostensivo por contraste entre la voluntad de preservar la atmósfera de un salón ilustrado con nuestra actualidad de derribos y despojos. Echamos de menos las voces de aquel salón, hablar de libros, el chismorreo como elemento de alta cultura, incluso la solterona inevitable que toca el arpa y desafina.

El Estado cultural lo sufraga casi todo, con el resultado cierto de que luego nada crecerá de forma espontánea, como fue surgiendo una clase ilustrada en La Coruña y en toda España. El artificialismo del Estado cultural desemboca en parajes infecundos, en los antípodas de la herencia vital de la clase media ilustrada que la meritocracia estaba destinada a relevar.

La niña Pardo Bazán creció en una familia que compraba libros y atesoraba bibliotecas: «Libros, muchos libros que yo podía revolver, hojear, quitar, poner otra vez en el estante». Ciertamente, sin muchos libros no hay clase ilustrada. En cualquier biografía de escritor, por humilde que fuera su familia, siempre hay un desván en el que descubrir una edición polvorienta de «El Quijote», alguno de los «Episodios nacionales» y varias vidas de santos. Hoy, en los adosados de aquella clase media que va consolidándose gracias al crecimiento económico, casi nunca hay un estante con libros. En lugar de expandirse, la clase ilustrada se retrae. Esas cosas ocurren cuando se extingue la voluntad de ser, casi de forma casual, según soplan los vientos.