¿Defenderías tu país?

Es una historia del todo mayúscula la del pueblo de Ucrania. Inferior en todos los recursos con respecto a su agresor, excepto en valor y en ilusión por sobrevivir. Los ciudadanos ucranianos están dando una lección de bravura y de generosidad al mundo. ¿Haríamos lo mismo los españoles?

Es cierto que el debate parece ocioso porque ¿quién nos va a invadir? Pero también parecía imposible que una turba de estadounidenses espoleados por un presidente a punto de jubilarse invadiera el Capitolio.

O que una pandemia transformara el mundo como lo ha hecho, matando a seis millones de personas en el proceso.

También nos habría parecido inverosímil que una tormenta blanca invitara a esquiar en la Gran Vía madrileña.

O que un volcán hiciera más extenso el territorio isleño de La Palma.

Y todo eso sucedió.

De lo que hablamos ahora, por supuesto, es otra cosa. Expulsa fuego y también hiela a los ciudadanos, pero no es un fenómeno natural. Es algo mucho más grave, mucho más triste, y que contiene una explicación más evidente y cercana a la voluntad (y estupidez) humana que la que llevó el coronavirus a Wuhan y luego a todo el planeta.

Lamentablemente, aún queda mucho por sufrir como consecuencia de la fantasía sanguinaria y nostálgica de Vladímir Putin. Con la URSS y los métodos de la KGB demasiado presentes, y con consecuencias aún por definir y por imaginar. Está por ver si antes de concluir, la guerra en Ucrania (ojalá que muy pronto) aumenta la envergadura del conflicto y aviva el caos y la miseria. No sólo en Ucrania, sino en el continente.

Pero no, no nos van a invadir. Al menos, no previsiblemente. Al menos, no de momento. En todo caso, ¿tendríamos los españoles la valentía que muestran los ucranianos? ¿Haríamos gala igualmente de su enorme voluntad de defender al Estado que los cobija? Ojalá que, arropados por la OTAN y otras instituciones europeas, nunca tengamos que saberlo.

Las historias que estamos viendo cada día en Mariúpol o Járkov superan la angustia más profunda y se convierten en intolerables. Niños que vagan solos con un número de teléfono escrito en una muñeca. Familias asesinadas cuando recorrían lo que se suponía era un corredor humanitario. Bebés ensangrentados en brazos de su madre, que suplica en un hospital destrozado un último esfuerzo que le prolongue la vida.

Igualmente sobrecogedor es el sonido del concierto en las barricadas de la Ópera de Odesa a la espera de la llegada de los tanques rusos. O el trayecto de las lágrimas del padre que ve, de algún modo feliz, cómo sus hijas y su esposa han logrado una plaza en un tren que los sacará de la guerra mientras dibuja un corazón con el vaho en la ventanilla que los separa, tal vez para siempre. O la entereza de los oficios (soldadores, cocineros) que preparan barricadas en Kiev y alimentan a quienes cogerán un fusil o lanzarán un ingenuo cóctel molotov al blindado del invasor.

La vida ya no será igual para ellos. No lo será para nadie. Tampoco para los ciudadanos rusos que protestan contra una guerra que nunca quisieron y que lograron leer con ecuanimidad a pesar de las toneladas de propaganda del Kremlin.

El maltrato y las penas de cárcel son el resultado para miles de personas por manifestarse contra la invasión en Moscú o en San Petersburgo. Así de caro está tener la conciencia tranquila estos días en el este de Europa. Así de difícil está vivir un día más en el país de Zelenski.

Su mundo, y el de los demás ucranianos que aún sostienen la histórica defensa del país ya no será nunca igual. El nuestro, tampoco.

Ángel F. Fermoselle es escritor.

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