¿Defenderse de la democracia?

Por Nicolas Tenzer, presidente del Centre d´Étude et de Réflexion pour l´Action Politique (Cerap) y director de la revista Le Banquet. Traducción: Kena Nequiz (LA VANGUARDIA, 30/04/06):

Parece apropiado que, debido a la guerra en Iraq, el mundo esté debatiendo la naturaleza de la democracia a doscientos años del nacimiento de Alexis de Tocqueville.

Tocqueville es merecidamente famoso por rechazar la nostalgia reaccionaria y considerar el triunfo de la democracia como nuestro destino, mientras que advertía de los peligros que conlleva la democracia para la libertad. ¿Debemos seguir compartiendo sus preocupaciones? Tocqueville concebía la democracia no sólo como un régimen político, sino, sobre todo, como un régimen intelectual que da forma a las costumbres de la sociedad en general, y de ese modo le dio una dimensión psicológica y sociológica. Tocqueville argumentaba que los regímenes democráticos determinan nuestros pensamientos, deseos y pasiones.

Para Tocqueville, los efectos sistémicos de la democracia podían llevar a los ciudadanos a privarse de su pensamiento razonado. Solamente podían aparentar que juzgaban los eventos y los valores por sí solos; en realidad, meramente copiaban las opiniones toscas y simplificadas de las masas. En efecto, lo que Tocqueville llamó el dominio del poder social sobre la opinión es probablemente más fuerte en los regímenes democráticos - punto de vista que predice el crecimiento de la demagogia en la época moderna y la manipulación de los medios de comunicación-.

Tocqueville creía que esta tendencia no tenía limitaciones efectivas de largo plazo. Ni las democracias locales, ni las sociedades pequeñas, ni los controles y equilibrios gubernamentales, ni los derechos civiles pueden prevenir la decadencia del pensamiento crítico que la democracia parece ocasionar. Las escuelas tienen el poder de ser poco más que enclaves en medio de la fuerza corrosiva de las influencias sociales sobre el funcionamiento de la mente. De igual manera, si bien Tocqueville pensaba que buscar la virtud como se hizo en la antigüedad o tener una creencia religiosa en algunas ocasiones podía elevar el alma, también entraba en conflicto con el ideal democrático si se prescribía oficialmente en la vida pública.

En este sentido, los herederos intelectuales de Tocqueville incluyen a los teóricos neomarxistas de la Escuela de Frankfurt, así como a Hannah Arendt. Todos ellos temían sobre todo a la desintegración de la razón en las sociedades modernas. El estilo de vida democrático tiende a destruir el pensamiento original, lo que da como resultado una mediocridad que hace a los ciudadanos vulnerables ante los enemigos de la democracia.

Pero mientras la historia está repleta de regímenes asesinos alabados por masas intimidadas y engañadas, el gran riesgo para los países democráticos es que sus ciudadanos caigan en la apatía y en la visión de corto plazo en aras de la satisfacción inmediata. El pasado - a pesar de los rituales que buscan conmemorar momentos históricos- se borra debido a la adicción por lo nuevo y reciente. Incluso, la clase dirigente supuestamente bien educada está sujeta a este encanto. El problema esencial de la mente democrática es su falta de conciencia histórica.

¿Los defectos de la democracia realmente significan, como Tocqueville argumentaba, que el pesimismo resignado es el único camino que tenemos? Yo no lo creo. Hay maneras de luchar en contra de lo que podría llamarse la creciente estupidez democrática de hoy.

La primera defensa es presionar por un sistema educativo que realmente forme mentes críticas, a saber, por medio de las materias descuidadas en gran medida (actualmente) de la literatura, la historia y la filosofía. Si se quiere formar a la ciudadanía informada y crítica que la democracia necesita, nuestras escuelas deben dejar de plegarse a las modas pasajeras más recientes y empezar a mejorar las capacidades analíticas de los estudiantes.

El impedimento más grande para esa educación son los medios masivos de comunicación, con su tendencia a cultivar la superficialidad y la diversión. La pasividad que fomentan los medios es el polo opuesto de la participación activa que los ciudadanos democráticos necesitan. Pero es difícil imaginar que los medios masivos de comunicación (a excepción de los periódicos de calidad) se conviertan en instrumentos de una educación que fortalezca las capacidades críticas de los ciudadanos. Esta preocupación sobre los medios masivos de comunicación no es mero desprecio elitista hacia la cultura popular. La cuestión no es sólo de popularidad - Mozart era popular en sus tiempos y las obras teatrales de Shakespeare atraían tanto a los pobres como a los ricos-, sino del rechazo de la cultura masiva a desafiar y provocar. El resultado de ese fracaso es una indiferencia generalizada y una pasividad del público.

¿Es muy tarde para hacer algo acerca de una cultura que apaga tanto el espíritu? Tocqueville despreciaba a las elites de su tiempo por su complacencia cara a la fuerza de desarraigo de la democracia masiva. ¿Acaso servirá también la miopía de nuestros líderes como agente de su profecía inquietante?