Defensa de la Constitución

Aunque pueda parecer sarcástico decirlo ahora, cuando persiste la resaca de la crisis económica, con sus estragos en términos de empleo y desigualdad social, que derivó después en crisis política e institucional, con su lamentable corolario, el desafío independentista catalán, creo que si elevamos la mirada podemos mantener que tanto la Constitución de 1978 como el Estado, en su conjunto, han respondido bien en estos 40 años a las necesidades de la sociedad española. Una sociedad, por cierto, que, pese a las enormes dificultades, ha sido capaz de ofrecer una respuesta razonable o sosegada (no extremista o radical, como ha sucedido en otros países).

La Constitución y, en general, nuestro sistema jurídico-político han sabido adaptarse a circunstancias muy cambiantes. Tanto en tiempos de normalidad institucional como en otros de grave inestabilidad política han demostrado estar mejor concebidos de lo que cabía imaginar. Ahí está el sistema electoral, que ha posibilitado Gobiernos estables durante muchas legislaturas, al tiempo que ha permitido el surgimiento de nuevos partidos con importante peso parlamentario cuando ha habido una demanda social. Ahí está la aplicación del artículo 155, que ha sido capaz de ofrecer cobertura jurídico-constitucional a medidas extraordinarias para hacer frente a quienes, desde la más burda deslealtad, han pretendido doblegar el Estado de derecho y, por tanto, la democracia. Y ahí está la moción de censura, que, contra todo pronóstico, ha permitido el cambio de un Gobierno anegado por la corrupción, por otro nuevo provisto de afán regenerador, pese a que tenga un margen de actuación muy limitado.

De todos los retos presentes, seguramente el territorial es uno de los que más nos preocupa, porque amenaza el fundamento mismo del Estado: su unidad. De ahí que, desde hace tiempo, se venga poniendo el acento en la necesidad de acometer una reforma constitucional en clave federal como posible respuesta a tales desafíos. Una reforma acotada, que no tiene por qué afectar a los principios estructurales sobre los que se asienta el Estado español, porque los mismos están bien definidos en la propia Constitución: Estado democrático de derecho, de cariz social, que reconoce y garantiza un amplio elenco de derechos fundamentales, y que parte asimismo del reconocimiento y garantía de la pluralidad territorial constitutiva de nuestro país.

La reforma solo puede estar orientada a mejorar las disposiciones constitucionales que, según ha demostrado la experiencia, presentan deficiencias, insuficiencias o disfunciones, ya sea en el terreno competencial, institucional o financiero, reforzando los mecanismos de colaboración, en un marco de relaciones institucionales inspirado en los principios de lealtad autonómica y solidaridad interterritorial.

Que esas reformas sean convenientes e, incluso, necesarias, no impide valorar la historia del Estado autonómico como una historia de éxito, ya que ha conseguido transformar un viejo, autoritario e ineficiente Estado unitario, negador de la pluralidad territorial, en un moderno, democrático y eficaz Estado descentralizado. Y ese éxito no puede quedar emborronado como consecuencia de la crisis provocada en Cataluña por sectores políticos y sociales independentistas. Sencillamente, porque la crisis catalana no puede servir de canon para medirlo todo.

Cuando, sin negar el éxito de nuestra forma territorial de Estado, defendemos la conveniencia de acometer su reforma constitucional en clave federal, ni sostenemos cosas contradictorias ni pretendemos establecer una contraposición entre Estado autonómico y Estado federal, simplemente porque no existe. Por el contrario, entiendo que el Estado autonómico es la contribución de España a la historia del federalismo. Y, en consecuencia, la referida reforma no debe aspirar a una transformación total de los fundamentos territoriales de nuestro Estado, que son correctos, sino a un perfeccionamiento de los mismos, buscando inspiración en la experiencia federal contrastada.

En términos de oportunidad, no es este el mejor momento para acometer esa reforma, pues no parece que exista el mínimo necesario de estabilidad y sosiego. Pero eso no obsta para que podamos ir preparándola, de forma que cuando llegue el momento tengamos claro qué reformar. Tarea que habrá que compaginar con otra: dar la batalla de las ideas, a fin de defender todo lo positivo que trajo consigo la Transición, así como la buena respuesta dada por la Constitución de 1978 a la mayoría de los problemas de España, entre ellos, el territorial.

Eso es lo que corresponde ahora: defender la Constitución frente a sus enemigos (los nacionalismos disgregadores y los populismos simplificadores, de uno y otro signo) y preparar su reforma (que, en realidad, es otra forma de defender nuestra Ley Fundamental, la que, en nuestra accidentada historia constitucional, más años de paz y prosperidad nos ha proporcionado).

Antonio Arroyo Gil es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid.

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