Defensa de la Monarquía, especialmente, en España

Es evidente que no soplan vientos favorables para la institución monárquica en España y también es difícilmente negable que la última etapa del reinado de don Juan Carlos I no ha contribuido a prestigiar tan alta magistratura. Sin embargo, más allá de los avatares actuales, sin duda importantes, me interesa más el tema de fondo, esto es, aportar al lector algunos datos objetivos sobre una realidad, la Jefatura del Estado, de la que más allá de filias y fobias, se sabe realmente poco de su trabajo, funciones y utilidad. Y tal como refleja el título de este artículo, considero que dicha institución es profundamente beneficiosa para la realidad política e institucional española, como intentaré demostrar. ¿Qué ventajas ofrece la monarquía a nuestra realidad política?

Primera. Sin duda, la gran ventaja de la monarquía es su carácter apolítico, neutral e imparcial. Nadie duda que el monarca está por encima de la refriega política, intereses de partido o visiones parciales del interés general. En un país como España, donde todo se politiza en exceso y los partidos políticos tienen un desmesurado papel en nuestra vida pública –véase composición del Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Constitucional, RTVE y Televisiones autonómicas, incluso Consejos Escolares, por citar algunos ejemplos– lo último que necesitamos es politizar también la Jefatura del Estado y que pierda ese esencial papel, utilísimo y enormemente necesario para, en momentos difíciles y delicados, ejercer su autoritas neutral e imparcial, no sometida a la presión o cálculo de la elección periódica cada cuatro años o a la satisfacción de los votantes de un determinado partido político. De ahí su función vital de árbitro y moderador frente al anormal funcionamiento de las instituciones democráticas o ataques a los principios básicos de convivencia regulados en nuestra Constitución de 1978. Un ejemplo perfecto de esto último fue el implacable discurso del Rey Felipe VI la noche del 3 de octubre de 2017 frente al ataque histórico del independentismo catalán a la paz y a la convivencia en España. Todo cambió a raíz de ese magnífico discurso, su efecto fue demoledor para los agresores a la democracia española. La autoritas del monarca jugó claramente a favor de la nación española y su interés general.

Segunda. La ejemplaridad es el alma de la Monarquía, su fortaleza, su razón de ser. Esto requiere, sin duda, una especial formación, que solo se adquiere con el paso y peso de los años, y la asunción del servicio a la nación, como su primer ciudadano que es el monarca. El saber acumulativo juega de manera decisiva a favor de la institución monárquica. Pasan los presidentes de Gobierno, los ministros, los presidentes autonómicos, pero el monarca permanece. Ese bagaje acumulativo del que solo puede gozar un rey, si sabe utilizarlo bien, es el perfecto complemento a su actuar ejemplar. El Jefe del Estado, para eso lo es, da ejemplo, pues todas las miradas se centran en él. El Rey, nunca un presidente de la República, siente el peso, el apoyo, la ligazón de los anteriores reyes que le precedieron. Existe una cadena invisible –solo propia de la Monarquía–, que debe favorecer un cierto espíritu de grandeza y sacrificio. El sentido de la historia imprime carácter, sin duda.

Tercera. Su carácter permanente es otra baza que debe jugar a favor de la institución. No para el abuso, que irá en detrimento de la Monarquía, sino para perseverar en el conocimiento del servicio y aprendizaje constante. El transcurrir de los años es su complemento perfecto. La Monarquía y su propio carácter vitalicio favorecen: a) La necesaria perspectiva a largo plazo; b) La defensa del imprescindible sentido de Estado; y c) La profundización en el tan olvidado interés general y bien común, tal y como lo diseño Benjamin Constant en los primeros años del siglo XIX para la teorización de la Monarquía parlamentaria.

Las tres ventajas que llevamos apuntadas no están desconectadas entre sí, sino que unas se entienden a la luz de las otras. Se ensamblan, se complementan en la institución como una unidad: su neutralidad, su ejemplaridad, su carácter permanente. No obstante, la abdicación, bastante utilizada en nuestra historia monárquica, es una eficaz herramienta para el supuesto, comprensible, del agotamiento del monarca en su siempre difícil papel institucional. También la abdicación es una salida necesaria en el no deseable supuesto de que el Jefe del Estado haya abandonado su estructural ejemplaridad y acatamiento, como cualquier poder del Estado, al marco constitucional. El Rey, como todos los poderes de Estado, está sometido a la Constitución y hace, lo que debe: cumplir el texto constitucional.

Cuarta. Su valor simbólico y representativo. Desde luego, no tiene el mismo peso en esta función un presidente de la República que un Rey. La temporalidad y el partidismo político están ajenos a la realidad del monarca, no del presidente. Por lo demás, España es un país con profundos conflictos ideológicos y territoriales, fruto de una traumática Guerra Civil y un preocupante nacionalismo que, precisamente, no fomenta la convivencia con el diferente, sino todo lo contrario. En estos dos conflictos el papel simbólico y representativo del Rey es vital. La Constitución española lo expresa de manera verdaderamente acertada en su artículo 56.1, merece la pena recordarlo y pensar sobre ello: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia…».

El Rey, junto con la bandera y el himno, es símbolo de la unidad de una nación. Por eso no es bienvenido en lugares de España donde el independentismo no acepta el marco de convivencia. El peso simbólico y representativo es, sin duda, mayor en un Rey que en un presidente republicano, precisamente, por el carácter permanente, por la neutralidad política y su peso histórico, del que carece el presidente. Y eso en un país como España, con las tensiones independentistas, no es un tema menor, justo todo lo contrario.

Quinta. La estabilidad y previsibilidad que ofrece en un panorama político bastante inestable, básicamente, por el exceso de politización, la radicalización ideológica, el nacionalismo desintegrador del proyecto común y la falta de sentido de Estado y cultura cívica característica de nuestra realidad política.

Concluyo. Como he defendido en múltiples ocasiones, solo se valora lo que se conoce, y tristemente conocemos poco de nuestra Monarquía parlamentaria y todas sus utilidades. Aquí hemos defendido cinco. No hemos hablado de personas, hemos descrito una institución dentro de la realidad de un país como España. Lógicamente, la persona del monarca fortalece o debilita la institución. Mi opinión es que el Rey Juan Carlos, en su primera etapa, prestigió y fortaleció la Monarquía. Ya nos hemos olvidado que durante muchos años era la institución mejor valorada por los españoles, según las encuestas del CIS y que incluso los no monárquicos hablaban de manera positiva del entonces denominado juancarlismo. Ahora parece que eso nunca existió. También es cierto que, durante su última etapa, se ha convertido en el peor enemigo para la propia Corona, que durante tantos años representó. Por ello, asistimos al triste final, difícil negarlo, del Rey Emérito abandonando España. En cuanto al actuar del Rey Felipe VI, creo que está sabiendo llevar el timón de la institución en estos tiempos de tempestad. A la larga, puede salir más fuerte y consolidado.

La Monarquía perseverará en España si cumple principalmente dos requisitos: 1. El actuar ejemplar del monarca; 2. Dar a conocer al pueblo español su enorme utilidad. Respecto a éste último punto, llevo muchos años reclamando la necesaria enseñanza de la Constitución española –incluido su Título II sobre la Corona– en nuestras escuelas. Cuánto bien haría a la mejora de nuestra convivencia democrática.

David Ortega es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Rey Juan Carlos.

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