Defensa de la música española

Hace poco, en estas mismas páginas, el siempre agudo Luis Ventoso contaba su alegría por la estima inglesa de Tomás Luis de Victoria (los discos, las interpretaciones del grupo The Sixteen) y el triste contraste con la total ignorancia de esta figura universal de nuestra música que tenía su grupo de amigos españoles.

No es un caso aislado. Después de comer, suelo ver un programa de TVE de larga historia, «Saber y ganar», y admiro la preparación de los concursantes en materias muy variadas… salvo en música. Escuché, una vez, una melodía cuyo autor debían adivinar. No la conocía yo pero estaba claro que se trataba de una obra de fines del XIX o comienzos del XX, sombría y atormentada. Los concursantes, que tan diestros se habían mostrado en muchos temas, opinaron que el autor debía de ser Vivaldi o Mozart… Evidentemente, si hubieran visto un cuadro cubista o expresionista, no hubieran dicho que su autor era Fra Angelico o Botticelli. Así estamos, me temo… Federico Sopeña, mi maestro, dedicó gran empeño a luchar contra este abismo que suele separar a la música del resto de nuestra cultura.

Achacan algunos este nivel de ignorancia a la escasa categoría de la música clásica española. Clara y rotundamente, hay que responder que no es cierto. Ante todo, por los grandes intérpretes. Baste con citar unos pocos nombres: Pablo Casals redescubrió las «Suites» para violonchelo de Bach. Con Andrés Segovia, la guitarra popular alcanzó pleno reconocimiento universal («el papá de todos nosotros», le llamaron los Beatles). Algo semejante hizo Nicanor Zabaleta con el arpa, hasta entonces limitada a las sentimentales veladas de salón. Entre las grandes voces, después de Fleta y Gayarre, el mundo entero se ha rendido a Alfredo Kraus, Victoria de los Ángeles, Montserrat Caballé, Plácido Domingo, Teresa Berganza, José Carreras…

Nadie discute todo esto, por supuesto, pero son muchos, incluso presuntamente informados, los que niegan que España haya dado compositores de talla internacional. Tampoco es cierto. Por supuesto, no son españoles Bach, Mozart ni Beethoven, pero sí otras muchas figuras de primera fila, que no se puede olvidar.

En nuestro Siglo de Oro, no sólo destacan los escritores y los pintores; también, los músicos, comenzando por el emperador Carlos, que, en su retiro de Yuste, se recreaba cantando con el coro y examinando libros de polifonía. Son muchos los grandes compositores de la época: Salinas (elogiado por Fray Luis de León), Luis de Milán, Narváez, Cabezón, Guerrero, Morales…

Muy especial mención merece Tomás Luis de Victoria, al que se recuerda en Londres más que en Madrid. Fue un gran polifonista, que sucedió a Palestrina, como maestro de capilla, en el Collegium Romanum. He escuchado su extraordinario «Officium Defunctorum» en la misa anual que la Real Academia Española dedica a Cervantes. Son dos figuras coetáneas y de similar significación; sin embargo, en la España actual, todos conocen el nombre de Cervantes (aunque no lo lean) y muy pocos, el de Victoria.

En la Ilustración, las tonadillas escénicas suponen un mundo absolutamente paralelo a los cartones de Goya y los sainetes de Ramón de la Cruz. Una melodía del valenciano Martín y Soler fue usada por Mozart, en su «Don Giovanni». Al vasco Juan Crisóstomo Arriaga le apodaron «el Mozart español».

Siempre defiendo la importancia de la zarzuela y del género chico; en realidad, se trata de nuestro «género grande». No es algo viejo, ni casposo, ni aburrido; de ningún modo es inferior a la ópera bufa italiana, la ópera cómica francesa o la opereta vienesa (antecedentes, todas ellas, del «musical» norteamericano). En su género, «La verbena de la Paloma», «La corte del Faraón» o «El dúo de la Africana», por ejemplo, son obras maestras absolutas. No en vano el «coro de los ratas», en «La Gran Vía», fascinó a Federico Nietzsche y Alonso Zamora Vicente demostró que las parodias, estas obrillas de humilde apariencia, son la raíz auténtica de una de las mayores aportaciones españolas a la estética contemporánea, el esperpento de Valle-Inclán.

En el nacionalismo posromántico, Enrique Granados e Isaac Albéniz son figuras de primera línea europea y su música sigue plenamente vigente: «Goyescas» triunfó en Nueva York y la «Iberia» es una de las más grandes obras para piano de toda la historia. (Hace muy poco, nada menos que Daniel Barenboim ha confesado sus dificultades para abordar una obra maestra tan compleja).

En la generación del 27, surge una nueva actitud ante la música: Ortega escribe «Musicalia» y Adolfo Salazar comenta una obra de Proust igual que una de Satie. Falla alcanza la universalidad –como García Lorca– profundizando en la raíz popular española y los dos colaboran en la convocatoria del primer Concurso de Cante Jondo de Granada, en 1922. Con Falla, La Argentina y La Argentinita, el baile español se incorpora al repertorio de los «Ballets rusos», con decorados de Picasso. Después del estreno, en París, de «El retablo de maese Pedro», Salvador de Madariaga proclama: «Ésta es la España que yo quiero». Tenía razón: una España que se basa en Cervantes y se sitúa al nivel de Stravinsky.

En la posguerra, el «Concierto de Aranjuez» de Rodrigo alcanza repercusión universal y no pocos comparan la «Música callada» de Mompou con el piano de Chopin. También nos incorporamos a la música de vanguardia: Carmelo Bernaola, Cristóbal Halffter, Luis de Pablo, Tomás Marco o Antón García Abril no son inferiores a sus contemporáneos europeos.

Me he limitado a la música clásica pero el tesoro de la música tradicional y popular española es incalculable: el flamenco, con la profunda seriedad del «cante jondo»; el gran atractivo de muchas coplas; el ritmo vibrante de la jota; el lirismo de las canciones asturianas y gallegas… Le preguntaron a Yehudi Menuhin si no temía por el futuro de la música europea y contestó que no, mientras siguiera vivo el mundo de la música popular española y rusa…

¿Conocen todo esto los españoles, incluidos los de cierto nivel cultural? Me temo que no. ¿A cuántos políticos españoles vemos en una sala de conciertos? Pero tampoco solemos ver allí a nuestros novelistas, poetas o pintores. ¿Qué escritores españoles podrían mostrar un conocimiento de la música como Aldous Huxley, en «Contrapunto», Alejo Carpentier, en «El acoso», o Julio Cortázar, en «Rayuela»?

No nos falta gran música española sino educación musical, con el refinamiento de la sensibilidad que eso supone. Sin apreciarla, no podemos saber lo que somos, lo que ha sido España. Ante esta ignorancia, no debe extrañarnos que las discusiones de nuestro Parlamento sean tan pedestres y las polémicas culturales, tan ásperas. Ya lo dijo Cervantes, nuestro padre común: «Donde hay música, no puede haber cosa mala».

Andrés Amorós, catedrático de Literatura Española.

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