Defensa de las cosas inútiles

La carta de amor más peculiar de la que he tenido noticia en mi vida dice así: «Querida Herbie: ¿me amas? (Sí)… (No)… Marca una de las dos respuestas». La interceptó una profesora de Denver antes de que llegase a una de sus alumnas. La prensa norteamericana la publicó como una curiosidad y la rescató, en su artículo «Lo práctico», Agustín de Foxá. Aristócrata bon vivant, escritor y diplomático, dicho esto último como profesión, que no como cualidad, le gustaba presentarse como «conde de lo mismo». Hace más de medio siglo que murió, pero su recuerdo aún evoca sobremesas de diálogo chispeante. Según uno de sus amigos, más que un insuperable conversador, el conde de Foxá resultaba «la sensación viva de la inteligencia humana aleteando como un ave de mil colores sobre la rutina». No se puede negar que tenía fama de perezoso y frívolo. Tampoco cabe disculpar sus impertinencias: prefería provocar un incidente diplomático antes que guardar para sí un comentario gracioso o mordaz. Para muestra, un botón. En una recepción en la Roma fascista, el ministro de Asuntos Exteriores italiano le recriminó su afición al whisky: «Foxá, a usted le va a matar el alcohol». Como el conde Ciano, que era yerno de Mussolini, tenía fama de cornudo, la reacción taurina no se hizo esperar: «Y a usted le va a matar Marcial Lalanda».

Sin embargo, bajo ese disfraz de deslumbrante ingenio se agazapaba un hombre inocente y lastimado. Foxá protagonizó un matrimonio infeliz y gustaba refugiarse en un mundo desaparecido: el de los recuerdos de la infancia, que generosamente compartía. Tan sensible al gesto tierno como hostil a la vulgaridad en todas sus formas, despreciaba el esnobismo o la dictadura del dinero. Ninguna cosa le afectaba más que el espíritu ventajista de su tiempo, que creía incapaz para el gesto desinteresado. Al temblor ante una mirada, la luna solitaria o la fugaz ola del mar, le había desplazado el culto a la eficacia. Lo funcional promovía, a su entender, crematorios. Se trataba de ahorrar espacio. O eliminaba las fórmulas de cortesía en las cartas comerciales. Había que economizar horas de trabajo. La cadena de montaje se alzaba sobre la inspiración; la cuenta de resultados, sobre las cenizas de la cortesía.

En nuestro país, sólo él reparó en lo escalofriante y desolador de aquella carta, presuntamente de amor. La misiva era la consecuencia de medio siglo de exaltación de lo práctico. Como él mismo expresó, hasta el cortejo de los animales tiene más matices y supone un diálogo más intenso. El mono, por ejemplo, exhibía veintitantos vocablos y un sinfín de arrebatados gritos pasionales. En comparación con el autor de aquella penosa carta, se podía considerar Dante Alighieri a aquel simpático primate.

El conde de Motrico fue aquel amigo al que nos referíamos. Foxá acudió a visitarlo a la capital de los Estados Unidos cuando era embajador en Washington. Tras recorrer distintos museos y monumentos, ambos acabaron en el Instituto de Pesas y Medidas, allí donde se guarda el patrón del metro y del kilo y se conservan los relojes de precisión que fabrican milésimas exactas. Nuestro hombre apenas tenía voz para expresar su pasmo: «Esto es aquí, como San Pedro en Roma, el templo supremo. Este es un pueblo que lo mide todo. Hasta el amor. Hasta la belleza. Cuando Marilyn Monroe se muera, su epitafio tendrá sencillamente tres guarismos. El de arriba. El de abajo. Y el de la cintura. ¿Y pensar que el Dante o Petrarca no tuvieron bastantes estrofas en su genio creador para descubrir del todo a Laura o a Beatriz!».

Feliz San Valentín, queridos lectores.

Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo

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