Defensa de los políticos

Napoleón, siempre narcisista, tras atreverse a corregir algunas afirmaciones de Goethe en su «Werther», le espetó al genio alemán en su encuentro de Erfurt: «El Destino es la política». Lo cierto es que la política está presente abrumadoramente en nuestras vidas; las decisiones de los políticos nos afectan desde la cuna a la sepultura. Pese a esa sostenida y a veces agotadora presencia –o por ella– una parte de la sociedad tiene una pobre consideración de la mal llamada clase política, debido a factores diversos entre los que resultan decisivos la visualización social de sus errores, en su verdadera dimensión o exagerados desde esa poderosa realidad que es la comunicación, y los aberrantes casos de corrupción.

No voy a desdibujar la importancia letal de la corrupción. Hay que insistir (y cuando arrecia, aún más) en que los corruptos deben ser perseguidos y condenados, y devueltos los bienes públicos desvalijados. Por fortuna se han fortalecido los controles, se han arbitrado medidas de transparencia y, en definitiva, se han puesto barreras ante la corrupción que, por desgracia, nunca serán garantías absolutas. Un haz de leyes aprobadas durante la legislatura 2011-2015, por cierto con el voto socialista en contra, y de las que algún dirigente del adanismo nacional parece no haberse enterado, creó ese escenario normativo a favor de la transparencia y frente a una corrupción que no es achacable a los partidos ni a cualquier otro colectivo; es una lacra de personas con nombre y apellidos cuya actitud avergüenza a los políticos tanto como al resto de los ciudadanos decentes.

Defensa de los políticosLos políticos no llegan del espacio exterior, sino que son parte y reflejo de la sociedad. Bajo la corrupción que salta a los medios con terrible asiduidad, el tejido social conoce el derivado menor de las corruptelas y el escamoteo a las reglas. Desde la riqueza literaria de la picaresca sabemos que el nuestro es un país con su leyenda de pillos, bribones, granujas, golfos, tunantes, cucos, engañadores… Las astucias de aquellos pícaros Lázaro, Guzmán o Don Pablos podrían ahora encontrar reflejo en casos considerados más o menos veniales como trampear el IVA, compatibilizar el paro y las chapuzas subterráneas o trasegar facturas, entre otras muestras de nuestro ingenio tantas veces malicioso.

A los políticos se les considera presuntos culpables. Por el mero hecho de serlo soportan una pertinaz interrogación sobre su honestidad, pero la aplastante mayoría de los políticos que he conocido a lo largo de mi veterana experiencia han sido y son honrados. Quienes por sus responsabilidades deben decidir sobre el destino del dinero de todos han abierto sus cuentas, sus percepciones, sus espacios privados a la curiosidad pública. Incluso lo hacen quienes no deciden el destino de un euro de los ciudadanos, como son los parlamentarios que no ejercen labor ejecutiva alguna.

En España los políticos tienden a crear víctimas entre los suyos como señuelo o carnaza ante los ciudadanos que contemplan el espectáculo como se asistía al festín de los leones en el circo romano. A los políticos se les somete a juicios previos incluso cuando asuntos aventados desde el sensacionalismo mediático no llegan a los juzgados y cuando llegan acaban en nada. Esto ocurre sobre todo en la derecha, porque la izquierda, y no digamos los nuevos leninistas, se dan buena maña para eludir explicaciones, ejercer el camuflaje y no dimitir incluso cuando son condenados por los tribunales. A la izquierda, y si es extrema más, se le concede en muchos ámbitos una especie de estado de gracia, y un ejemplo es la falta de respuesta judicial ante las cada vez más evidentes pruebas de financiación ilegal de los émulos de Chávez. La información tremendista se utiliza como arma arrojadiza entre partidos, con amnesia interesada de los casos propios y reiteración de los ajenos desde una irresponsabilidad que se recibe como algo natural. La izquierda es maestra en esta estrategia.

Si miramos atrás, creo que el primer linchamiento social desde la transición fue el padecido por Demetrio Madrid. Socialista, primer presidente de la Junta de Castilla y León en 1983, dimitió de su cargo tres años después al ser procesado en relación con una empresa de su propiedad; padeció un juicio paralelo. En 1989 resultó absuelto de todos los cargos que se le imputaban. ¿Aquella tardía sentencia le compensó el sufrimiento padecido? Supongo que no.

Desde entonces hemos asistido a no pocos casos similares, a instrucciones procesales eternas, a su resurrección casual –o no– en coyunturas políticamente sensibles (y los periodos electorales resultan propicios), a continuas filtraciones de sumarios... En un tiempo se decía que los jueces hablaban sólo a través de sus sentencias. Esa generalizada virtud no se ha mantenido. Los rifirrafes ideológicos tratan de esconderse no poco tras la muleta de la Justicia que, según una percepción bastante generalizada (responda o no a la realidad), no siempre se muestra ciega y portando una balanza. Esa invocación común del abogado a su cliente, en cualquier rama del Derecho: «A ver qué juez nos toca», impensable en otras latitudes, resulta preocupante.

En lo que afecta a la política, a veces se jalean como grandes escándalos no delitos, siquiera menores, sino faltas o errores. No los disculpo y mucho menos exculpo, pero planteo si la ejemplaridad que se exige a los políticos debe llegar hasta esa culpabilidad atribuida. La presunción de inocencia ha caído en desuso. Lo que se presume en un político es la culpabilidad.

En ocasiones una dimisión antes del inicio de un juicio, en una mera investigación, pone abruptamente punto final a una impecable trayectoria, persigue al afectado durante años, condiciona su futuro laboral y enfanga su buen nombre y la tranquilidad de su familia. La dimisión se considera erróneamente por muchos como una asunción de culpabilidad, y no es tal. Quien dimite antes de pruebas y sólo por una acusación que a menudo emana de los adversarios políticos lo decide porque ya se ha entendido que debía hacerlo. Por bonhomía, no por culpa. Ello supone una responsabilidad moral para los dirigentes políticos de gatillo fácil que disparan por presiones o para apuntalar señuelos de cara a una sociedad que tiende a creer lo peor de quienes han decidido dedicarse al honroso menester de la política, no excepcionalmente transitada hoy por mediocres y cucañistas que ejercen más el silencio de los corderos que el rugido de los leones.

Los políticos, como cualquier ciudadano, han de responder de sus actos ante la ley, pero me pregunto si es asumible esa culpabilidad presunta que en España se les atribuye desde la búsqueda de un cierto sensacionalismo supuestamente ejemplarizante. La percepción de los políticos bajo permanente sospecha no favorece el prestigio de la política cuando nace de una mera impostura o sirve como alarde fácil para la galería. Sé bien que defender a los políticos es hoy políticamente incorrecto. Así están las cosas.

Juan Van-Halen, escritor y académico de las Reales Academias de Historia y Bellas Artes de San Fernando.

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