Defensa del activista

La virtud no hace ruido. Algunas virtudes incluso se desbaratan cuando se ostentan. No cabe invocar la modestia sin desmentirse. Con el compromiso sucede algo parecido. El activista entrega sus talentos o su tiempo a una causa. Por amor al arte. Por eso, me desconcertó leer a un firmante de no recuerdo qué manifiesto presentarse como “activista”. Me parecía, además de innecesario por redundante —dada la naturaleza del acto de firmar—, un tanto indecoroso, como si blasonara del “compromiso”, como si flaqueara el arte por el arte. Definitivamente, no era mi idea de activista, aunque había conocido a algunos que, hasta edades impropias y sin que se les conozcan otros oficios, han ejercido como “activistas”, incluso recibiendo subvenciones por ello.

Desde entonces he seguido la pista al activismo como mérito y, sin descartar sesgos, la cosa ha ido a mayores y peores. He encontrado currículos profesionales y fichas de alumnos en donde “activista” aparecía como ocupación. Incluso hay un concejal de las CUP en mi ayuntamiento que basó en el activismo un currículum oficial subjuntivo. No contaba lo que era, sino lo que podía haber llegado a ser. Algo así como: “yo iba para Nobel pero se interpuso el sistema, me entregué a luchar contra él y me atasqué”.

Defensa del activistaComo, a mi parecer, el activismo es cosa seria, creo que se impone alguna precisión sobre qué es el activismo, el defendible, aunque solo sea para protegerlo de ciertos activistas. Desde luego, el compromiso sin más no lo hace bueno. Los del KKK o los chicos de la gasolina, que tanto apreciaba el PNV, empleaban mucho tiempo en defender de manera miserable sus indecentes causas. El activismo digno de elogio es algo más que actuar de acuerdo con lo que se cree. Los independentistas que, con la tolerancia de las autoridades académicas, intimidan en la UAB a los jóvenes de Societat Civil Catalana, sin duda acompasan su vida con su pensamiento y están, por así decir, a la altura rastrera de sus convicciones rastreras. Son coherentes en un sentido en el que, por ejemplo, no lo es el diputado Espinar en su consumo de refrescos. Pero, ciertamente, no parece que estemos ante conductas valiosas. No basta la integridad práctica.

Algo que impide otorgar mérito a los casos citados es su bajo coste. Resulta difícil apreciar un comportamiento que cuenta con la complacencia de las autoridades. El coraje resulta prescindible a favor de la corriente. Los activistas mencionados únicamente asumen el coste del tiempo empleado, lo que dejan de ganar por no dedicar esas horas a otras actividades. Su coste de oportunidad. No pocas veces ese coste no existe, porque no tienen nada mejor que hacer o, incluso, es negativo, una inversión en una carrera política. Sobran los ejemplos.

El coste de oportunidad de quien no tiene oficio es cero. Al dedicarse al activismo —o a la política profesional, a estos efectos es lo mismo— solo asumen costes quienes renuncian a ingresos superiores a las nuevas retribuciones. La diferencia, lo que dejan de ingresar, es una medida de las convicciones, del compromiso. Lo que dejan de ingresar o lo que pueden perder, lo que arriesgan. Por cierto, entre nosotros hay activistas insuperables: aquellos conciudadanos —entre ellos, destacadamente, los militantes vascos del PP o del PSOE— que se jugaban la vida por la democracia de todos. Lo apostaban todo.

El olvido del coste de oportunidad produce distorsiones cognitivas y valorativas. Por ejemplo, cuando, con precipitación, se elogian los fervores moralistas que tanto se exhibieron en recientes campañas electorales: alcaldes en metro; rebajas de sueldo; renuncias a coches oficiales, etc. Una política gestera que, de facto, suponía una mala asignación del tiempo y, por tanto, del dinero público. Por supuesto, al final, se impusieron las necesidades prácticas y los fervores duraron lo que duraron, contribuyendo en más de una ocasión a saturar con un plus de hipocresía a la imprescindible en las actividades públicas, como sucedió con aquellas autoridades que escondían el coche oficial a dos manzanas del acto al que acudían. Ante la imposibilidad de mantenerse a la altura de exigencias imposibles, la duplicidad moral asoma. Al final, con las mejores intenciones, la nueva política, en su enfático moralismo, recala con frecuencia en la superioridad moral, esa variante del fariseísmo que tanto complica el debate democrático: si uno se siente esencialmente mejor no cree que le deba razones a quienes no juzga a su altura.

Con todo, si queremos elogiar al activista, no basta ni con la integridad práctica, con que la vida acompañe a las ideas, ni con la disposición a asumir costes. Un terrorista suicida se compromete con lo que piensa y, ciertamente, asume costes. Se necesita algo más: tomarse en serio, comprometerse por buenas razones, no, por ejemplo, por no quedar a la intemperie. En un libro dedicado a reconstruir la idea de intelectual comprometido, me referí a un afán de integridad intelectual que añadir a la integridad práctica, un afán del que carecen el intelectual frívolo o el sectario justiciero. Ante todo, reclama satisfacer ciertas autoexigencias epistémicas: permanecer alerta ante las complicidades de la tribu; buscar fiables fuentes; discutir la mejor versión de las ideas contrarias; disposición a atender toda la información, especialmente la que no se ajusta al propio guión. Son reglas comunes a la actividad científica que cobran especial importancia para el intelectual “comprometido”: mientras en la ciencia la desidia propia se corrige con la vigilancia colectiva, en su caso, el quehacer inevitablemente solitario y la naturaleza mudadiza y menos perfilada de los asuntos invitan a las trampas al solitario. Se las ha de imponer a sí mismo. Ha de tomarse en serio.

Por supuesto, no cabe pedir a quien se compromete en una causa lo mismo que a quien opina en papel impreso. Pero sí creo que cabe una exigencia negativa: mientras no se apueste por la integridad intelectual, mejor no invocar la integridad práctica, mejor evitar ese estilo, de camisa vieja, que descalifica a los otros con un “yo estaba en la calle… así que usted mejor se calla”. Sobre todo si la sobreactuación ahora llega desde un cargo público.

De momento, me conformaría con que el activismo se ejerciera sin invocarse. Ni golpes en el pecho ni superioridades morales. De otro modo, si el activismo acaba en manos de ciertos activistas de oficio, resignadamente, habrá que coincidir con Pascal en su melancólica reflexión: “La mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse en casa”.

Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.

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