Defensa del bipartidismo

Hace muchos años Pierre Cardin me dijo en París que «moda es lo que pasa de moda». Si la moda no quedase obsoleta con pasmosa celeridad esa industria puntera decaería. Los fabricantes de cualquier producto hacen los cálculos de su vida útil. Esas expectativas de caducidad se han trasladado a la política.

Está de moda considerar el bipartidismo una especie en extinción, y su defensa acaso sea recibida por algunos como una incorrección política. Detrás de esa moda se esconde la competencia. Los partidos que han venido siendo partidos bisagras se relamen ante esa hipotética herida mortal del bipartidismo. Consideran que si no les favorecen las urnas en la medida que apetecen, si bajan el listón los más votados, ellos alcanzarían un prometedor lugar bajo el sol.

Defensa del bipartidismoAlguien llamó a los partidos bisagras partidos bonsáis, y es un hallazgo. Son árboles políticos pequeños, tienen la apariencia de sus hermanos mayores, pero no su desgaste; juegan con garbanzos mientras los grandes partidos de Gobierno arriesgan. El permanente sueño de esos partidos bonsáis es que se produzca una situación de crisis y se provoque un desencanto colectivo, que los partidos mayores se resientan, y así ellos pescar en el río revuelto. Conocen sus limitaciones y no aspiran a gobernar salvo utilizando como muletas los votos de otros. Su buscado escenario son las coaliciones de Gobierno, los Ejecutivos débiles, porque ante los Ejecutivos fuertes se diluyen.

Los constituyentes, que sabían lo que hacían, contribuyeron a construir, desde un sistema electoral controvertido según no pocos, una realidad que se ha venido produciendo en los últimos treinta años largos: la alternancia en el Gobierno de dos grandes partidos, uno en el centro derecha y otro en el centro izquierda. Para construir ese edificio unos y otros cedieron y se dejaron muchos pelos en la gatera; el resultado fue el más conveniente y, ahora podemos afirmarlo empíricamente, ha sido beneficioso para la Nación.

Los diputados que formaron la ponencia constitucional militaban en formaciones bien distintas pero su compromiso común fue dar respuesta a una realidad compleja más que ser complacientes con sus ideologías. Es un servicio al pueblo español que no reconocen hoy quienes desprecian o ningunean la transición española en tantos aspectos modélica.

Los constituyentes estaban convencidos, porque así lo creían sus propios dirigentes, que el PSOE evolucionaría, y sin marcha atrás, en la línea que habría de plasmarse al año siguiente de aprobarse la Constitución en su Congreso Extraordinario de 1979: abandono de los radicalismos; por ejemplo del marxismo como columna ideológica, además del compromiso con la unidad nacional sin equidistancias ni fisuras. Felipe González, desde expectativas moderadas, cosechó una amplia parte del voto centrista y ganó con espectaculares resultados las elecciones de 1982.

El desnortado y radicalizado socialismo actual no resulta fiable para servir al objetivo de estabilidad nacional que buscaban los constituyentes; representa un riesgo. No es aquél de la Transición ni sus dirigentes son aquéllos. Ofrece un día sí y otro también ocurrencias y contradicciones, cuando no acciones palmariamente erróneas que han sorprendido en Europa, como lo fueron el incumplimiento de un compromiso pactado por los demás partidos socialistas en el Parlamento Europeo o el anuncio de que abolirá el techo de gasto, una ley de Zapatero que el hoy secretario general socialista votó a favor, supongo que convencido de sus bondades. Gastar más de lo que se tiene es una fórmula ruinosa desde la economía familiar a la del Estado.

De los dos grandes partidos, el que defiende hoy sin fisuras la estabilidad nacional desde la moderación y las reformas útiles, es el que representa al amplio sector del centro derecha. En el socialismo se alzan voces autorizadas que reniegan de la historia de los últimos decenios y se apuntan a una situación que anuncia el caos: un Parlamento fragmentado y por ello condenado a la inestabilidad y acaso avalando un Gobierno multiuso en el que el PSOE, los bonsáis y otras viejas y nuevas preocupantes adhesiones, llegarían al acuerdo de destruir lo construido pero no coincidirían en construir algo válido y riguroso. Sería como dar marcha atrás sin mirar por el retrovisor.

Si en España se diese lo que en Gran Bretaña llaman «Parlamento colgado», desde luego con circunstancias bien distintas dado su sistema electoral totalmente mayoritario, la Nación estaría condenada a gobiernos fugaces, a elecciones anticipadas y, mientras, a las alertas europeas y a la desbandada de las inversiones foráneas sin descartar, y sería lo menos que podría ocurrir, al ralentí de las caseras. Ya lo vivió Francia, que ha rectificado con Valls. El italiano Renzi recorre también el camino de las reformas –la laboral entre ellas– que no son deseables pero son necesarias. Grecia, con un paso adelante y dos atrás desde hace años y una situación como la que atraviesa, puede ser un espejo y no precisamente nítido.

La realidad europea y desde luego la española exigen confianza, no inquietud; demandan realismo, no demagogias oportunistas y vacías. La alternancia en el Gobierno de grandes opciones comúnmente responsables y comprometidas con los intereses generales de la Nación, ha sido beneficiosa. Y debe seguir siéndolo. Ha garantizado la estabilidad dentro de la lealtad constitucional. Si por mediocridad de liderazgo o estrategia partidista de mirada corta, uno de los soportes de esa fórmula no estuviese a la altura, la realidad lo arrollaría. Si llegara el caso, el socialismo se enfrentaría a la inmediata caducidad de su actual liderazgo, no a la del bipartidismo. O acaso se abriría el camino, desde otra cúpula, para una gran coalición, que así ha ocurrido en otras naciones europeas. No está el patio para experimentos.

Es conocida la advertencia de Eugenio D’Ors a un camarero manazas que derramó una botella de champán en su chaqueta cuando probaba un nuevo tipo de sacacorchos: «Los experimentos con gaseosa, joven». El gran pretexto del aventurerismo radical y populista es la austeridad que aquí se ha dado en llamar recortes, pero no hay alternativas a la austeridad cuando se afronta una grave crisis económica. El bipartidismo ha escrito una historia válida y tranquilizadora. Los experimentos con gaseosa y no con champán a cuenta de todos. Al pueblo español le saldría demasiado cara una aventura nacida de la unión de los enanitos y de algún falso gigantón hueco como los de las ferias.

Juan Van-Halen, escritor. Académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando.

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