Defensa del libro tradicional

Cogió el libro. Empezó saboreando su olor, como si la encuadernación consistiera en tranchas de pan, y las páginas correspondieran al relleno de un sándwich. El olor le pareció asqueroso, pero intentó probar si un bocado sería apetecible. Al fin y al cabo era una obligación ineludible. El objeto extraño y novedoso que tenía entre las manos se lo había entregado en plan de obsequio un personaje importante: un embajador, por lo visto, procedente de un país lejano, a quien no se entendía bien por la barbaridad de su idioma y la falta de traductores fiables, pero que merecía la cortesía de mostrar un poco de aprecio.

El inca Atahualpa avanzó la Biblia hacia la boca. Extendió la lengua. Dio un gran lametazo. El sabor repugnante le hizo reaccionar en seguida, tirando el libro hacia el suelo, sin pensar en el peligro de insultar a sus huéspedes. Los españoles, atentos a la oportunidad, aprovecharon la supuesta blasfemia para masacrar a la comitiva desarmada del inca y apoderarse de él. Así, según la tradición historiográfica, empezó la conquista de Perú. Por tratarse, de una manera vívida, de la naturaleza material de un libro, esta anécdota del siglo XVI vale para ayudar a entender un fenómeno intrigante de hoy en día: el proceso de virtualización del libro por la tecnología informática, la desvinculación entre contenido –el mensaje interior, expresado en el texto– y sustancia, en forma de papel y tinta y encuadernación.

No aciertan los historiadores que insisten en que el manejo de textos escritos fuera una ventaja decisiva de los españoles en sus conquistas americanas. Los incas disponían de una gama amplia de anotaciones simbólicas, cifradas en sus quipus, sus textiles y sus redes de santuarios que formaban patrones, distintos del sistema alfabético conocido por los españoles, pero inteligibles para las élites indígenas. En cierto sentido la conquista de Perú era un conflicto de analfabetos, ya que el indocto y rudo Francisco Pizarro tampoco, al igual que el noble y bien educado Atahualpa, sabía leer el texto ni de la Biblia ni de ningún otro escrito europeo. Para ambos líderes, tanto para el emperador indígena como para el conquistador ajeno, la Biblia no era un texto sino un objeto material, venerable o comestible, tal vez, un arma o una herramienta de peso bruto sin impacto intelectual y cuyo significado trascendía o aun marginaba el mensaje explícito.

En nuestra cultura seguimos tratando la Biblia como si fuera más bien un objeto que un texto. Le ponemos cantos dorados e ilustraciones brillantes en papel cuché. En las iglesias, se la lleva en procesión –un gesto que me horroriza, por imitar, si no me equivoco, una práctica protestante y heterodoxa que sirve para aniquilar el sentido crítico de la congregación– como si fuera un símbolo emotivo, como la misma cruz, más que una compilación de lecturas sometidas al escrutinio racional y transmitidas por las manos falibles de copistas y glosadores.

La forma de la Biblia, por lo visto, vale más que el contenido. Tal impresión se confirma a la hora de leerse las sagradas escrituras, cuando es evidente que la gran mayoría de los oyentes ni les hace caso. Y de los que sí escuchan, la gran mayoría ignora o elude los preceptos evangélicos o se olvida de ellos al salir a la calle. La gente sigue reverenciando el libro sin enterarse de lo que cuenta. Como el inca, lo degustan los creyentes sin tener que abrirlo.

La Biblia es un caso extremo, pero pienso que actuamos así con casi todos los libros. Los autores de la Edad Media solían retratarse en sus manuscritos ante sus patrocinadores –reyes o aristócratas, obispos o abades– entregándoles los libros, extendiéndolos cerrados, de mano a mano, como si fueran miembros corporales. Hay bibliófilos cuyas colecciones valen tanto que ni se atreven a tocarlas, y guardan los libros bajo siete llaves en condiciones atmosféricas controladas, admirando su apariencia externa. De lo que va dentro ni se preocupan. Conozco a profesores que rellenan sus estanterías de obras que emiten una imagen de inmensa sabiduría, pero que no han logrado leer. Cuando evaluamos las bibliotecas universitarias no preguntamos cuántos libros se han sacado ni cuántos se han leído, ni cuáles han trasformado las vidas de estudiantes ni inspirado nuevas investigaciones del profesorado. Nos limitamos a unas estadísticas puramente cuantitativas de cuántos tomos se va adquiriendo. La biblioteca de mi universidad tiene sólo cuatro millones de libros, cifra elevadísima en términos europeos pero modesta entre las grandes universidades estadounidenses; perdimos categoría por no tener aun más libros, a pesar de que ni hay quien los lea todos y muchos de esos libros, supongo, que no los habrá leído nadie.

En los retratos tradicionales de sabios vienen, a veces, sus libros. Pero se trata de libros en el sentido material de la palabra: aparecen, por regla general, cerrados, sin exhibir más que sus títulos. Raras veces, en cuadros de ese tipo, se incluyen citas textuales. Existen tiendas de muebles donde se venden libros por metro cuadrado para cubrir las paredes de una habitación, como si fueran papel pintado o moqueta del suelo. «Los libros sí amueblan una sala», comentó el gran novelista Anthony Powell. «El estudio, el adorno, y la delicia», según el sabio inglés del siglo XVII, Francis Bacon, eran los tres motivos a los que servían los libros. Desgraciadamente, parece que el adorno cuenta más que el estudio. Hay teóricos que nos explican que un libro es un artículo de consumo, que reúne forma y contenido sin poder separarlos. Puede que sea así –o que así fuera antes del invento del libro virtual– pero la forma existe o debe existir para mantener el contenido, no para sustituirlo ni superarlo.

Entre mis colegas que se resisten a internet, la naturaleza física del libro se convierte en una virtud. Hablan de la «experiencia» de leer un libro. Experimentar el objeto material, por lo visto, es algo distinto de comprender el contenido intelectual. Recomiendan la sensación de tener un libro entre las manos, procurando evitar la decepción que sufrió Atahualpa al descubrir el olor chocante de la Biblia. Confieso que soy uno de los que prefieren la compañía de los libros amigables y abrazables a la soledad de la pantalla fría y poco simpática del ordenador. «Deja el ordenador, por Dios», digo a los alumnos, «únete a la gran tradición de los lectores de libros». Hasta los mismos geeks que diseñan sitios web procuran evocar las sensaciones materiales del mundo de los libros tradicionales. Incorporan la sensación de pasar la página; algunos sitios intentan reproducir el sonido que corresponde al gesto. Creo que se pueden comprar máquinas Kindle cubiertas de cuero.

La conclusión parece ser clara. Tenemos que abandonar los prejuicios históricos y reconocer que el libro virtual tiene ciertas ventajas, aislando el texto, liberándolo de las trabas de los libros físicos y de las limitaciones y distracciones de la forma externa. Estaba por cerrar este artículo con ese mismo pensamiento, cuando mi mujer me interrumpió. «He tenido que dejar nuestro balcón soleado», me dijo de mal humor, «porque mi Kindle dejó de funcionar por el calor. Iba a seguir leyendo con mi iPad, pero hay que cargar la batería. Y no puedo conseguir el mismo texto con mi iPhone, por no sé qué problema». No quiero felicitarme a mí mismo, pero en mi escritorio hay un libro tradicional, una adaptación de Moby Dick, de Melville, escrito –si se me permite un toque publicitario– por mi hijo, Sebastián Armesto. Lo contemplo con una satisfacción e ilusión que Atahualpa no pudo alcanzar y que la tecnología niega a mi mujer. Cuando haya dado punto final a esta frase que escribo, tomaré el libro con detenimiento y orgullo y pasaré un buen rato, antes de empezar a leerlo, gozando de su peso, su olor, y la grata sensación de tenerlo –papel elocuente, fresco, y tangible, texto encarnizado– entre las manos.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la Cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana).

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