Defensores de la fe

Slavoj Zizek es filósofo esloveno, director internacional del Instituto Birkbeck de Humanidades y autor de The Parallax View, su obra más reciente (EL MUNDO, 16/03/06):

Durante siglos, se nos ha dicho que sin la religión no seríamos más que animales egocéntricos luchando por lo que nos corresponde, que nuestra única moral sería la de la manada de lobos; sólo la religión, se decía, puede transportarnos a un nivel espiritual más elevado. Hoy, cuando la religión aparece como fuente de una violencia exterminadora de un extremo al otro del mundo, la certeza de que los fundamentalistas cristianos, musulmanes o hindúes no se dedican a otra cosa que a abusar de los mensajes espirituales más nobles de sus respectivos credos y a pervertirlos hace que lo anterior suene cada vez más falso. ¿Qué ocurriría si restableciéramos la dignidad del ateísmo, uno de los más excelsos legados de Europa y quizás nuestra única alternativa en pro de la paz?

Hace más de un siglo, en Los hermanos Karamazov y en otras de sus obras Dostoievsky advirtió contra los riesgos del nihilismo moral ateo con el argumento esencial de que si Dios no existe, entonces todo está permitido. El filósofo francés André Glucksmann ha recurrido incluso a la crítica de Dostoievsky, al nihilismo ateo, para aplicarla a [los atentados del] 11 de septiembre de 2001, tal y como se da a entender en el título de su libro Dostoievsky en Manhattan.

Pocas argumentaciones podrá haber más disparatadas: la lección del terrorismo de nuestros tiempos es que, si Dios existe, todo, sea lo que sea, incluso el hacer saltar por los aires a miles de personas inocentes, está entonces permitido, al menos para aquéllos que proclaman que actúan directamente en nombre de Dios, puesto que está claro que el hilo directo con el ser superior justifica saltar por encima de cualquier barrera o consideración puramente humanas. En pocas palabras, los fundamentalistas han terminado por no diferenciarse en nada de los comunistas estalinistas y ateos, para quienes todo estaba permitido en razón de que se consideraban a sí mismos como instrumentos directos de su divinidad: la necesidad histórica de avanzar hacia el comunismo.

Durante la Séptima Cruzada, al mando de San Luis, Yves le Breton contó que se había encontrado en cierto momento con una anciana que vagaba por las calles con un plato en su mano derecha, del que salían llamaradas, y con un cuenco lleno de agua en su mano izquierda. Al preguntarle la razón por la que llevaba las dos vasijas respondió que con las llamas iba a prender fuego al Paraíso hasta que no quedara ni rastro de él y con el agua iba a apagar las llamas del Infierno hasta que no quedara ni rastro de ellas, «porque no quiero que nadie haga el bien con el fin de ganarse la recompensa del Paraíso o por miedo al Infierno, sino sola y exclusivamente por amor a Dios». Hoy por hoy, esta actitud ética, verdaderamente cristiana, se mantiene viva principalmente en el ateísmo.

Los fundamentalistas realizan lo que ellos consideran que son buenas acciones con el fin de cumplir la voluntad de Dios y obtener la salvación; los ateos las realizan simplemente porque eso es lo que hay que hacer. ¿Acaso no es ésta nuestra experiencia más elemental de moralidad? Cuando realizo una buena acción, no la hago con las miras puestas en ganarme el favor de Dios; actúo así porque, en caso contrario, no soportaría mirarme al espejo.Por definición, una acción moral encierra en sí misma su propia recompensa. David Hume, que era creyente, insistió en este punto de un modo absolutamente conmovedor cuando escribió que la única forma de demostrar un respeto auténtico por Dios era actuar moralmente sin tener en cuenta la existencia del mismo.

Hace dos años, los europeos debatían si el preámbulo de la Constitución Europea debía mencionar el cristianismo como factor clave del patrimonio europeo. Como suele ser habitual, se llegó a una solución de compromiso, una referencia en términos generales a la «herencia religiosa» de Europa. Ahora bien, ¿dónde se ha quedado el legado más preciado de Europa, el del ateísmo? Lo que hace singular a la Europa moderna es que se trata de la primera y única civilización en la que el ateísmo es una opción plenamente legítima, no un obstáculo para cualquier cargo público.

El ateísmo es un legado europeo por el que merece la pena luchar, y entre las razones para ello no es la menor la de que genera un espacio público en el que los creyentes pueden sentirse a gusto. Véase por ejemplo el debate que se desató en Liubliana, la capital de Eslovenia, mi país de nacimiento, cuando estalló la siguiente polémica de orden constitucional: ¿debería permitirse a los musulmanes (en su inmensa mayoría, trabajadores inmigrantes llegados de las antiguas repúblicas yugoslavas) la construcción de una mezquita? Mientras que los conservadores se oponían a la mezquita por razones culturales, políticas e incluso arquitectónicas, el semanario liberal Mladina no tuvo ningún empacho, con absoluta coherencia, en defender la mezquita de acuerdo con su preocupación por los derechos de las personas procedentes de las demás ex repúblicas yugoslavas.

No resultó sorprendente, dada su tendencia liberal, que Mladina fuese también una de las escasas publicaciones eslovenas que reprodujera las tristemente célebres caricaturas de Mahoma. Pues bien, a la inversa, aquellos mismos que hicieron gala de la máxima comprensión hacia las protestas violentas que habían originado esos dibujos entre los musulmanes fueron también los que a menudo habían expresado su preocupación por el destino del cristianismo en Europa.

Estas alianzas extrañas confrontan a los musulmanes de Europa con un dilema francamente arduo: la única fuerza política que no los reduce a la condición de ciudadanos de segunda clase y que les abre un espacio a la expresión de su identidad religiosa son los liberales ateos e indiferentes a cualquier dios, mientras que aquéllos que están más próximos a sus prácticas sociales religiosas -su reflejo en el espejo-, los cristianos, son sus principales enemigos políticos. Lo paradójico es que los únicos aliados auténticos de los musulmanes no son aquéllos que publicaron en primer lugar las caricaturas por lo que tenían de impactantes, sino aquéllos que las reprodujeron en defensa del ideal de la libertad de expresión.

Mientras que un ateo auténtico no tiene necesidad alguna de reafirmar su propia posición a través de ninguna provocación a los creyentes mediante blasfemias, ese mismo ateo se niega a reducir el problema de las caricaturas de Mahoma a una cuestión de respeto a las creencias del otro. Y es que el respeto a las creencias del otro como valor máximo no puede significar más que una de estas dos cosas: o tratamos al otro con una actitud de condescendencia y evitamos herirle a fin de no echar por tierra sus ilusiones o adoptamos la actitud relativista de la multiplicidad de verdades, con lo que se descalifica, por su carácter de imposición violenta, cualquier insistencia indubitada en la verdad.

¿Qué ocurriría, sin embargo, si sometiéramos al islamismo, junto con todas las demás religiones, a un análisis crítico, respetuoso pero, por esta misma razón, no menos implacable? Este, y sólo éste, es el medio de mostrar un respeto auténtico por los musulmanes: tratarlos seriamente como adultos responsables de sus creencias.

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By Slavoj Zizek, the international director of the Birkbeck Institute for the Humanities, is the author, most recently, of "The Parallax View." (THE NEW YORK TIMES, 12/03/06):

For centuries, we have been told that without religion we are no more than egotistic animals fighting for our share, our only morality that of a pack of wolves; only religion, it is said, can elevate us to a higher spiritual level. Today, when religion is emerging as the wellspring of murderous violence around the world, assurances that Christian or Muslim or Hindu fundamentalists are only abusing and perverting the noble spiritual messages of their creeds ring increasingly hollow. What about restoring the dignity of atheism, one of Europe's greatest legacies and perhaps our only chance for peace?

More than a century ago, in "The Brothers Karamazov" and other works, Dostoyevsky warned against the dangers of godless moral nihilism, arguing in essence that if God doesn't exist, then everything is permitted. The French philosopher André Glucksmann even applied Dostoyevsky's critique of godless nihilism to 9/11, as the title of his book, "Dostoyevsky in Manhattan," suggests.

This argument couldn't have been more wrong: the lesson of today's terrorism is that if God exists, then everything, including blowing up thousands of innocent bystanders, is permitted — at least to those who claim to act directly on behalf of God, since, clearly, a direct link to God justifies the violation of any merely human constraints and considerations. In short, fundamentalists have become no different than the "godless" Stalinist Communists, to whom everything was permitted since they perceived themselves as direct instruments of their divinity, the Historical Necessity of Progress Toward Communism.

During the Seventh Crusade, led by St. Louis, Yves le Breton reported how he once encountered an old woman who wandered down the street with a dish full of fire in her right hand and a bowl full of water in her left hand. Asked why she carried the two bowls, she answered that with the fire she would burn up Paradise until nothing remained of it, and with the water she would put out the fires of Hell until nothing remained of them: "Because I want no one to do good in order to receive the reward of Paradise, or from fear of Hell; but solely out of love for God." Today, this properly Christian ethical stance survives mostly in atheism.

Fundamentalists do what they perceive as good deeds in order to fulfill God's will and to earn salvation; atheists do them simply because it is the right thing to do. Is this also not our most elementary experience of morality? When I do a good deed, I do so not with an eye toward gaining God's favor; I do it because if I did not, I could not look at myself in the mirror. A moral deed is by definition its own reward. David Hume, a believer, made this point in a very poignant way, when he wrote that the only way to show true respect for God is to act morally while ignoring God's existence.

Two years ago, Europeans were debating whether the preamble of the European Constitution should mention Christianity as a key component of the European legacy. As usual, a compromise was worked out, a reference in general terms to the "religious inheritance" of Europe. But where was modern Europe's most precious legacy, that of atheism? What makes modern Europe unique is that it is the first and only civilization in which atheism is a fully legitimate option, not an obstacle to any public post.

Atheism is a European legacy worth fighting for, not least because it creates a safe public space for believers. Consider the debate that raged in Ljubljana, the capital of Slovenia, my home country, as the constitutional controversy simmered: should Muslims (mostly immigrant workers from the old Yugoslav republics) be allowed to build a mosque? While conservatives opposed the mosque for cultural, political and even architectural reasons, the liberal weekly journal Mladina was consistently outspoken in its support for the mosque, in keeping with its concern for the rights of those from other former Yugoslav republics.

Not surprisingly, given its liberal attitudes, Mladina was also one of the few Slovenian publications to reprint the infamous caricatures of Muhammad. And, conversely, those who displayed the greatest "understanding" for the violent Muslim protests those cartoons caused were also the ones who regularly expressed their concern for the fate of Christianity in Europe.

These weird alliances confront Europe's Muslims with a difficult choice: the only political force that does not reduce them to second-class citizens and allows them the space to express their religious identity are the "godless" atheist liberals, while those closest to their religious social practice, their Christian mirror-image, are their greatest political enemies. The paradox is that Muslims' only real allies are not those who first published the caricatures for shock value, but those who, in support of the ideal of freedom of expression, reprinted them.

While a true atheist has no need to boost his own stance by provoking believers with blasphemy, he also refuses to reduce the problem of the Muhammad caricatures to one of respect for other's beliefs. Respect for other's beliefs as the highest value can mean only one of two things: either we treat the other in a patronizing way and avoid hurting him in order not to ruin his illusions, or we adopt the relativist stance of multiple "regimes of truth," disqualifying as violent imposition any clear insistence on truth.

What, however, about submitting Islam — together with all other religions — to a respectful, but for that reason no less ruthless, critical analysis? This, and only this, is the way to show a true respect for Muslims: to treat them as serious adults responsible for their beliefs.