Déficit público y deuda sostenible

Los presupuestos generales del Estado, ahora en tramitación parlamentaria, han nacido quizá viciados de origen y, en lógica consecuencia, pocos efectos positivos cabrá esperar de su aplicación. Casi todos los analistas parecen de acuerdo en advertir que, un año más, las cifras presupuestadas parten de una previsión macroeconómica de dudoso realismo, como si el Gobierno estuviera dispuesto a tropezar de nuevo en la misma piedra que hizo tambalear su gestión presupuestaria durante el pasado ejercicio.

Como es de sobra conocido, todo presupuesto de las administraciones públicas constituye, en el lado de los gastos, un conjunto de autorizaciones administrativas, pero en la vertiente de los ingresos no pasa de ser una simple estimación de las recaudaciones que se esperan obtener por vía tributaria. Cuando tales previsiones recaudatorias se basan en supuestos excesivamente optimistas, el déficit final estimado aparece como una cifra escasamente creíble y las consecuencias esperables, en términos de endeudamiento público, han de resultar forzosamente más gravosas que las anunciadas por los redactores del propio presupuesto. El problema ha sido especialmente agudo en el ejercicio actual.

Recordemos que el año pasado, por estas fechas, se programó un déficit en el total de las administraciones públicas inferior al dos por ciento del PIB, mientras que muy probablemente la realidad va a depararnos un saldo negativo próximo al diez por ciento, es decir, una desviación de más de ocho puntos del PIB o, por ponerlo en valores absolutos, una «equivocación» próxima a noventa mil millones de euros. A tal absurdo han contribuido, tanto el desplome de los ingresos tributarios (cercano al veinte por ciento en lo transcurrido del año), como el aumento de los gastos asociados a la prestación por un desempleo que oportunas reformas laborales podían haber paliado, más los correspondientes al conjunto inconexo de medidas arbitradas para afrontar la recesión. El déficit público habría resultado más fácilmente corregible si el Gobierno no se hubiera empeñado en ignorar la crisis a la hora de presupuestar sus cuentas anuales.

Ciertamente, no cabe pensar que la desviación presupuestaria correspondiente al año 2010 vaya a revestir los caracteres disparatados del año actual, pero tampoco parece razonable esperar que el déficit de las administraciones públicas se limite al ocho por ciento del PIB, previsto en los presupuestos. El consenso de los distintos servicios de estudios, revelado en el panel de previsiones que elabora la fundación de las cajas de ahorros, sostiene que alcanzaremos un desequilibrio superior en punto y medio del PIB al estimado en los presupuestos generales del Estado, mientras que el Fondo Monetario Internacional (siempre prudente en sus estimaciones) cifra el déficit esperable para el año próximo en cuatro puntos porcentuales más que lo previsto por el Gobierno.

Se nos retrotrae, así, a tiempos lejanos, en los que apenas se debatían los presupuestos generales del Estado porque, de hecho, nadie creía en ellos. Ya se sabía que las cifras finales superarían, como de costumbre, el nivel programado en un documento presupuestario, cuya credibilidad correspondía al bajo nivel que cabe esperar de una mera proclama política. Mediada la década de los noventa, se hizo, sin embargo, un esfuerzo muy notable por presupuestar sobre bases realistas y por ajustar la gestión económica de la «res pública» al rigor de las cifras aprobadas. A ello se añadió con posterioridad el efecto disciplinante de la Ley de Estabilidad Presupuestaria, cuyo articulado parece hoy letra muerta, pero que permitió en su día dotar de credibilidad a los presupuestos y generar unas expectativas de certeza en la gestión pública, al amparo de la veracidad de los datos. No fue pequeño el logro, ni escaso el empeño.

Todo ello se ha echado a perder en los dos últimos años, y la cuestión ahora es dilucidar si los déficit realmente esperados (no los anunciados en el presupuesto) son, o no, gestionables en el tiempo, habida cuenta de que ya no pueden ser cubiertos a través de simple recurso directo al banco emisor, sino que deben financiarse mediante colocaciones de deuda y en condiciones de mercado. ¿Son sostenibles (adjetivo hoy tan de moda) unos déficit presupuestarios que carecen de precedentes históricos y cuya medición precisa de dos dígitos para ser expresada en términos de PIB?

Desde el optimismo irredento que viene caracterizando las previsiones del Gobierno, la respuesta habría de ser positiva y el déficit presupuestario estaría lejos de plantear problemas irresolubles. Cierto que se trata de un desequilibrio que sobrepasa, con mucho, el límite del tres por ciento establecido en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento vigente en la Eurozona, pero son varios y muy importantes —se argumenta— los países que hoy vulneran esta norma, por lo que alguna solución global se arbitrará. El hecho de que, en este sentido, España sea el país más indisciplinado de la Unión Monetaria Europea no parece suscitar mayores problemas para los defensores a ultranza del actual desbarajuste presupuestario. Por lo demás (se afirma) la deuda pública española es, en términos relativos, inferior a la de la mayoría de los países desarrollados y, aunque crece a velocidad récord, parece colocarse sin mayor problema en los correspondientes mercados pues, en las actuales circunstancias, ¿qué pueden hacer los tenedores de liquidez, sino comprar cuanta deuda pública se emita?

Basta un mínimo sentido de responsabilidad para advertir el riesgo que tales argumentos encierran. Para empezar, una parte sustancial de la deuda pública emitida está siendo adquirida por los bancos y cajas de ahorros, quienes aprovechan la extraordinaria ola de liquidez que el Banco Central Europeo les proporciona, para invertir esos mismos recursos, de coste mínimo, en deuda pública (no en créditos a familias o empresas) y sanear así sus balances sin riesgo. Pero nadie en su sano juicio puede pensar que tan anómala situación vaya a prolongarse en el tiempo. No tiene ningún sentido que, en última instancia, la cobertura de los desequilibrios presupuestarios se esté llevando a cabo mediante recurso al Banco Central Europeo, tras situar a bancos y cajas en medio del proceso, para que aprovechen una parte de la regalía. Tan pronto como los principales países europeos consoliden su incipiente recuperación económica, si no lo están haciendo ya, las autoridades monetarias de Francfort interrumpirán esa financiación indirecta del déficit público, que tanto les incomoda.

A partir de ese momento, la curva temporal de tipos de interés habrá de intensificar su pendiente, es decir, los costes financieros para emitir deuda a medio o largo plazo deberán incrementarse sustancialmente. Como consecuencia de ello, el capítulo III de los presupuestos de gastos, correspondiente al pago de intereses de la deuda, no dejará de crecer, a través de un típico círculo vicioso que se ha dado con harta frecuencia en países menos desarrollados: más intereses de la deuda pública provocan más déficit, que precisa de más deuda, que genera más intereses… y vuelta a empezar. La lógica económica, plasmada en fórmulas al alcance de cualquiera, señala que el proceso de acumulación de deuda pública como porcentaje del PIB resultará explosivo, a menos que se genere un superávit «primario» (es decir, excluyendo costes financieros) que habrá de ser tanto más abultado cuanto menor sea el crecimiento económico y mayores los tipos de interés.

Pero si, como es previsible, el crecimiento español se mantiene a niveles muy discretos en el futuro inmediato, y las tasas de mercado aumentan sustancialmente, ¿quién será capaz de ponerle al gato ese cascabel? ¿Cómo podrán lograrse saldos primarios fuertemente positivos en unas cuentas públicas que sólo en su quinta parte dependen de la Administración Central del Estado? ¿Qué recorte presupuestario será finalmente imprescindible, por no haber acometido a tiempo una reducción de los gastos corrientes?

Más temprano que tarde, saldremos de la recesión, pero se lo estamos poniendo muy difícil a las generaciones que nos sigan. A menos, claro está, que la anunciada Ley de Economía Sostenible encuentre un resorte mágico para extender tan grato calificativo a la propia deuda del Estado.

Juan J. Toribio, director del IESE en Madrid.