Definir el Estado

La prioridad inexcusable del equipo de gobierno que salga de las próximas elecciones generales debiera ser, a mi juicio, la de impulsar una definición razonable del Estado autonómico que prefiguró la Constitución de 1978, dejando algo más que cabos sueltos. Una triple crisis —nacional, europea e internacional— está poniendo a prueba nuestra capacidad de resistencia como sociedad y, también, la viabilidad de nuestro modelo de comunidad política. La dimensión del riesgo obliga a poner a punto, a definir mejor, el actual marco de organización y convivencia, sin esperar a eventuales interpretaciones de un órgano tan discutido como el Tribunal Constitucional. Porque si toda definición es peligrosa, como advierte el adagio latino, mayor peligro encierra la indefinición. Esta suele confundirse con la improvisación o la arbitrariedad, sobre todo cuando se convierte en el código de conducta de políticos mediocres, imprevisibles por indefinidos.

Sin duda, cuando pase un tiempo y si la definición se ajusta a un pragmatismo prudente, conciliando historia y razón, acabaremos agradeciendo a la crisis el que nos haya obligado a recuperar el sentido común y una conducta pública en la que todos, ciudadanos y poderes públicos, seamos responsables de nuestros propios actos.

La definición del Estado debiera partir de una convicción inequívoca, orientadora de lo que sería, por su trascendencia, un proceso complejo y difícil. Me refiero al reconocimiento de que el Estado, más aún los entes infraestatales, ya no es capaz por sí solo de dar respuesta a los grandes problemas institucionales y económicos que nos afectan. Basta admitir la evidencia de que hoy, ante la envergadura de los retos y de los riesgos que amenazan la estabilidad y el crecimiento económicos, la atención de la opinión pública se fija cada vez más en los acuerdos que puedan adoptarse en los foros internacionales, porque se tiene conciencia de que la entidad de las circunstancias concurrentes ha reducido el espacio nacional a una primera instancia de limitado alcance. El Estado, por tanto, debe ajustar su dimensión a esa realidad, descargándose de aquella ganga que no responda al test de racionalidad instrumental, parámetro inexcusable de su legitimación social. Si aplicáramos, por ejemplo, ese test a nuestra multipolar Administración de Justicia, descubriríamos las consecuencias de una improvisación sin fundamento, mantenida por inercia y sorprendentemente reforzada por la arbitrariedad y la indiferencia.

La complejidad de la operación de puesta a punto de un Estado como el nuestro, ya complejo de por sí, es tal que resulta irreducible a reformas administrativas aisladas, que no pasan de ocurrencias en las que, sin ser desdeñable, se prima la reducción del gasto público sobre la funcionalidad institucional. Tampoco cabe confundirla con meros retoques constitucionales, anunciados a veces enfáticamente como «pactos de Estado», que pretenden solemnizar o proclamar la voluntad de reforma, antes que reformar de hecho la estructura de un Estado como el nuestro, obsoleto por burocráticamente cancerígeno.

Definir el Estado obliga, en todo caso, a tener una visión de conjunto que establezca prioridades sobre el alcance y ejercicio de las respectivas competencias, considerando previamente el impacto que toda iniciativa reformadora tiene, como en una intervención quirúrgica, sobre el cuerpo reformado. La definición se ha de dirigir, por ello, no tanto a soportar más o menos Estado cuanto a disponer de un Estado democrático mejor dotado.

Una empresa de este alcance obliga también a valorar y reestructurar los medios personales y materiales de las distintas administraciones públicas, para poder cambiar el horizonte.

Como puede suponerse, la magnitud del cambio impone, ineludiblemente, la convocatoria de todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria, sin que ello merme la responsabilidad de los dos grandes partidos nacionales. Una vez más, el consenso se revela como el único camino viable para, además de superar el miedo a reformar, renovar la confianza en el pacto constitucional, expresión y fundamento del contrato social que España necesita para superar la crisis.

En cuanto al método operativo, cabe que ese consenso se fragüe mediante la interlocución directa de los partidos políticos, pero también es posible y quizás más útil que, a la manera de las Reales Comisiones que preceden a las grandes reformas en el Reino Unido, la alternativa sea la de una negociación indirecta, con expertos del máximo nivel y representantes de la sociedad civil propuestos por los partidos. Se trataría de configurar un escenario favorable al enfriamiento de la pasión política y dispuesto a facilitar el entendimiento, que debería finalmente formalizarse como iniciativa sujeta a la aprobación partidaria, previa a la tramitación institucional que corresponda.

De esa vía cabe esperar el máximo esfuerzo para integrar todas las realidades que configuran la España de hoy, aunque el pragmatismo debiera respetar el límite de no contradecir o debilitar lo que la mayoría asume como razonable. Porque no se trata de seguir perdiendo el tiempo en voluntarismos arbitristas; tampoco de reinventar nada. Se trata solo de aprovechar la difícil circunstancia en que estamos para rectificar rumbos, sin dar tregua a pesimismos estériles, desde la inteligencia que reconoce la realidad y no la discute.

El tiempo nos urge a superar aquellos obstáculos, y algunos errores, que interrumpen el camino de libertad y progreso recorrido con el esfuerzo de todos. Obstáculos y errores que amenazan ya nuestro bienestar personal y social.

Hoy, cuando la crisis nos descubre la precariedad de lo que somos, podemos preguntarnos si no hemos gastado demasiadas energías, iba a decir perdido el tiempo, en contemplar mudos la puja de identidades territoriales en conflicto, ocupándonos muy poco en consolidar un Estado eficaz, inequívocamente definido como garantía instrumental de una recta administración. Podríamos decir hoy que el culto exacerbado de la identidad ha primado sobre la atención diligente a la intendencia. La esencialidad obsesiva de algunos, carentes del sentido común más primario, puede conseguir que el consenso constituyente, en el que la España democrática se asienta, salte por los aires.

Que nadie se engañe. Esa realidad, irresponsablemente negada o disimulada, no aguarda. Si ahora no ponemos a punto el Estado, por duros que sean los sacrificios, serán mayores cuando otros nos vuelvan a imponer el ajuste.

«Cada cual se fabrica su destino». Cervantes, que lo había aprendido de su propia vida, nos alerta y nos alienta, porque el buen consejo es siempre un mensaje de esperanza. Anima y no paraliza. Esta es la mejor consigna para este tiempo de incertidumbre, en el que nos toca decidir y dar la medida de lo que somos. El Estado social y democrático de Derecho, que libremente adoptamos hace un tercio de siglo, está en nuestras manos.

Claro José Fernández-Carnicero González, vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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