Definir el problema

La definición del problema es la mitad de su solución. Lo que sucede en Cataluña lo ejemplifica. Si se pregunta a diferentes personas en qué consiste la crisis catalana, las respuestas variarán significativamente. Y por eso, probablemente, lo escaso del acuerdo que existe sobre la mejor forma de abordarla. En realidad, cada uno está hablando de cosas distintas.

Para algunos, el problema se resume en que un número elevado de catalanes desea la independencia, lo que, a su vez, ha llevado a que partidos que promueven la secesión tengan una importante representación en las Cortes españolas y gobiernen tanto la Generalitat como no pocas administraciones locales catalanas. Siendo este el problema, la solución sería la disminución del número de independentistas,

y de ahí que se utilice como arma arrojadiza el epíteto ‘fábrica de independentistas’, dirigido a cualquier política que implique la más mínima confrontación con el nacionalismo. Si, transcurrido un tiempo, el número de apoyos al independentismo aumenta se dirá que la medida adoptada, en vez de solucionar el problema, lo ha empeorado. Se trata, por tanto, de una política equivocada que debe revisarse, puesto que, como se había avanzado, el objetivo es que disminuya el número de separatistas.

Para otros, en cambio, el problema no es que haya muchos independentistas; sino que las administraciones controladas por los nacionalistas hayan optado por actuar al margen de la ley, en abierta rebeldía institucional y con palmaria desobediencia a las decisiones judiciales. Desde esta perspectiva, el problema catalán se resumiría en que una parte del poder público en Cataluña se habría apartado de la legalidad. Se trata, además, del poder público con el que el ciudadano tiene un trato más directo, aquel poder público que controla las escuelas, la sanidad, la policía, prisiones, servicios sociales, universidades, etc. El momento álgido de dicha desobediencia se dio en el año 2017, culminando un proceso que se había desarrollado durante años; pero es necesario recordar que tras los hechos de septiembre y octubre de aquel año la Generalitat y las administraciones locales no han cesado de mantener esa actitud de desafío a la legalidad y de desobediencia. Pondré algunos ejemplos: las autoridades públicas amenazan con actuar unilateralmente y reiteran que no se sienten vinculados por la Constitución, el anterior presidente de la Generalitat fue condenado por desobediencia al negarse a cumplir las resoluciones de la administración electoral, en muchos edificios públicos de Cataluña se exhiben banderas esteladas o pancartas de apoyo a los postulados nacionalistas, en las escuelas se sigue sin utilizar el castellano como lengua de aprendizaje y este mismo año, cuando el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ordenó que los exámenes de la prueba de acceso a la universidad se repartieran en las tres lenguas oficiales en Cataluña, sin dar preferencia a ninguna de ellas, la consejera de Universidades declaró a los medios de comunicación que «la selectividad no se toca» y que, pese a la decisión del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, las pruebas se realizarían como en años anteriores.

Para quienes el ‘problema catalán’ es esta desobediencia institucional tanto a la Constitución como a la ley y a las decisiones judiciales, las políticas que pueden llevar a su solución se han de evaluar no a partir de si hacen aumentar o disminuir el número de nacionalistas, sino de si contribuyen a que el poder público actúe dentro de los márgenes fijados por el ordenamiento jurídico tal como es interpretado por los tribunales. Como puede uno imaginarse, es fácil que las discrepancias en la valoración de una o otra medida varíe en función de si adoptamos la perspectiva de los primeros, aquellos que entienden que el problema se define por el número de secesionistas; o de los segundos, quienes mantienen que en lo que debemos de fijarnos es en el acatamiento de las autoridades públicas al ordenamiento jurídico que a todos nos vincula.

Si tenemos lo anterior en cuenta es posible entender mejor las diferencias en relación a determinadas medidas. Por ejemplo, los indultos concedidos a comienzo de verano. Quienes parten de que la solución del problema pasa por la disminución del número de nacionalistas podrían pensar que la concesión de los indultos sería beneficiosa, puesto que una actitud magnánima del Gobierno español haría disminuir el enconamiento que -según algunos- explica que tantos catalanes se hayan adscrito a las posiciones nacionalistas.

Sin embargo, para quienes defienden que el problema catalán es la falta de respeto a la ley y a las decisiones judiciales, el indulto es, como mínimo, de nulo valor, pues en nada contribuirá a que ese respeto aumente; al menos si se concede sin que haya habido ninguna muestra de arrepentimiento y mientras las desobediencias que indicaba un poco más arriba siguen produciéndose.

Además, hemos de tener en cuenta que quienes ponen el acento en la rebeldía institucional de la Generalitat y otras administraciones, fácilmente se indignarán ante quienes, sin ser nacionalistas, obvian estos incumplimientos y desobediencias de los nacionalistas y de las administraciones controladas por los nacionalistas. No podemos perder de vista que para los ciudadanos de Cataluña el sometimiento de la administración a la ley y a los tribunales no es una mera teoría, sino algo que se anhela cada día cuando se visita un edificio público adornado con lazos amarillos, cuando se compran los libros escolares para el próximo curso y se comprueba que, de nuevo, siguen sin existir materias que se impartan en español que no sea la asignatura de lengua castellana o cuando han de sufrir que una autoridad pública haga expreso que utilizará el poder público que ha obtenido a través de la Constitución para desafiar a ésta.

De hecho, si las autoridades públicas acatasen la Constitución, actuaran dentro de la ley y obedecieran las decisiones judiciales, el que haya más o menos independentistas podría verse como una circunstancia que deberíamos abordar con la misma actitud paciente con la que unos y otros, en Cataluña, intentamos convencernos mutuamente de la bondad de nuestras propuestas. Lo que debería preocuparnos no es tanto que los ciudadanos imaginen futuros mejores en países independientes como que las autoridades públicas hayan asumido que pueden imponernos políticas que chocan con nuestro marco de convivencia al margen de la ley y de los tribunales.

Así se entiende también porque es un despropósito reducir el problema catalán a una cuestión política que ha de resolverse mediante la negociación. Puede ser así desde la primera de las perspectivas (reducir el apoyo al nacionalismo); pero desde la segunda, desde aquella que exige que el poder público actúe de acuerdo con la legalidad, estamos ante un imperativo democrático irrenunciable que no admite matices.

Rafael Arenas es catedrático de Derecho Internacional Privado en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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