Definir el terrorismo

Juan Alberto Belloch, alcalde de Zaragoza y miembro del PSOE (LA RAZON, 19/05/04)

El mejor favor lingüístico que puede hacerse a los terroristas de Al Qaeda o de otros grupos similares es llamarles terroristas islámicos, pues produce un doble perjuicio el dotarles de una cierta legitimidad, la inherente de tener tan digno origen religioso y, al propio tiempo, irritar con razón a la comunidad islámica que reivindica para sus creencias el ser una religión de Paz. Hablar de terrorismo árabe no hace sino extender la ofensa al conjunto, religioso o no, de las naciones árabes. La primera medida en el mero, pero no irrelevante terreno del lenguaje, es identificar esta clase de terrorismo con el adjetivo «internacional». Pensemos en la poca gracia que tendría describir el terrorismo etarra como terrorismo católico o como terrorismo español o vasco. Ni los vínculos históricos y, a veces sociológicos entre ETA y un determinado grupo de la Iglesia vasca, ni los puramente territoriales de compartir una vecindad o nacionalidad justifican que adjetivos o calificativos honorables se vean ensuciados por sustantivos tan repugnantes y oprobiosos como «terrorismo».

En un momento como el actual en el que Gobierno y Oposición tienen que preocuparse y ocuparse en la definición de una batería exhaustiva de medidas conducentes a minimizar el riesgo de atentados terroristas como el del 11-M, (riesgo que continúa tras la retirada de nuestros soldados de suelo iraquí), la idea clave para que puedan tener éxito es que sean comprendidas y compartidas sin reticencia alguna por todos aquellos que siendo árabes o islamistas, o ambas cosas a la vez, apuestan por la paz. Ellos deben ser nuestros primeros (y serán lo más leales y decisivos) aliados pues son los más interesados en que nadie asesine en su nombre, en que nada perturbe o impida su integración razonable en la sociedad española o incluso en que las graves injusticias que padecen sus compañeros de religión o nación (de manera paradigmática en Palestina), lleguen a su fin. Ellos saben que unos y otros objetivos se ven seriamente perjudicados por los terroristas.

Lo más importante es decidir qué medidas pueden tener únicamente como destinatarios a los terroristas y, por lo tanto, han de adoptarse sin contraindicaciones. Sólo después habrá que analizar, además, su compatibilidad con la Constitución. Sin decir nada, porque nada conviene decir, de las actividades que deben desarrollar los servicios de inteligencia para detectar e identificar los riesgos, lugares y personas en los que se materializa la amenaza terrorista, se podrá convenir en que han sido los franceses y los británicos los que han llegado más lejos en este campo.

Esta clase de terroristas son capaces de relacionarse y buscar apoyos y ayudas en los delincuentes comunes. El 11-M, o los antecedentes del 11-S en EE UU, son buena prueba de ello. Un ejemplo característico es el de los argelinos Khaled Madani y Moussa Louar, detenidos en Alicante y Murcia en febrero de este año por facilitar documentación falsa a una célula terrorista de Hamburgo. Ambos residían en España desde 1998, tenían conexiones internacionales con Alemania y Francia, y estaban en directa relación con el lugarteniente de Banzi Binalship, coordinador del 11-S. La perfecta integración de sus dos actividades, la permanente de delincuentes comunes y la coyuntural de delincuentes terroristas que permanece «dormida», todo ello con la cobertura de un negocio legal y una larga estancia a veces combinada con la adquisición de la nacionalidad del país de residencia, constituyen una característica del problema que complica su represión efectiva. No ayuda tampoco el carácter profundamente interclasista de sus miembros que de manera indistinta pueden proceder de la inmigración, de la pobreza o el hambre, o ser ciudadanos de alta formación académica, incluida la universitaria, que acuden a España, en ocasiones con becas del propio gobierno, para concluir sus estudios o su formación profesional. Su modelo de organización termina de enmarañar las cosas. Al Qaeda no es como se dice una mera franquicia, una marca a la que cualquiera puede acogerse, pero tampoco es una organización cerrada al estilo de ETA. Es una organización abierta que mantiene lazos muy estrechos con otros grupos terroristas dotados a su vez de organicidad pero que también puede conectar con grupos inorgánicos articulados ad hoc, con apoyo financiero y/o técnico para la comisión de un determinado acto terrorista. La peculiar organización de Al Qaeda hace que toda vez que un determinado país, España por ejemplo, ha sido declarado objetivo de sus acciones, cualquier musulmán pueda ejecutar sus designios sin necesidad de un plan previo diseñado o autorizado por la organización.

Baste las referidas peculiaridades para comprender hasta qué punto los diversos terrorismos, iguales en cuanto al reproche ético y jurídico que merecen, son bien distintos entre sí en cuanto a sus modelos organizativos y grado de radicalización (el atentado suicida por ejemplo, no es contemplado en la lógica etarra) y, por tanto, hasta qué punto deberán ser distintos los instrumentos que deben utilizar los estados democráticos para combatirlos eficazmente. Hay elementos en la represión que pueden ser comunes como multiplicar los efectivos policiales y, sobre todo, los recursos personales destinados a labores de inteligencia, pero otros presentan peculiaridades que conviene estudiar como la posibilidad de la expulsión administrativa del país a todas aquellas personas que constituyan una amenaza para la seguridad nacional, un mayor acceso a los bancos de datos de extranjería, la formación de gabinetes de asesores expertos en la materia o el control de imanes y mezquitas, son algunas de las cuestiones que deben incluir en su agenda Gobierno y Oposición. Los únicos límites deben ser la Constitución y la no ruptura de la complicidad con la inmensa mayoría de la comunidad árabe y/o islámica. Sin su acuerdo y colaboración, no se olviden, no habrá forma eficaz de atajar esta amenaza terrorista.