¡Dejad caer al pasado!

En el mes de agosto de 1991, durante el fallido golpe contra Gorbachov, cuando a lo largo de tres días se tambaleaba e iniciaba su desplome el putrefacto imperio soviético, mis amigos y yo nos encontrábamos en la plaza Lubyanka, frente al edificio del terrible y todopoderoso KGB. La turba revolucionaria se disponía a derribar el símbolo de esta siniestra organización: el monumento a su fundador Dzerzhinski, el Félix de Hierro,como le llamaban sus compañeros de armas los bolcheviques. Los más arrojados se encaramaron al monumento, le anudaron unas sogas al cuello y la turba comenzó a tirar de ellas bajo un clamor que iba en aumento. Pero de repente, en medio de la multitud apareció uno de los partidarios de Yeltsin y avisó por megáfono que la turba esperase antes de derribar la estatua, ya que esta, al caer, “puede romper con la cabeza el asfalto y dañar importantes redes subterráneas”. El hombre anunció que ya había salido una grúa hacia la Lubyanka, que retiraría a Dzerzhinski del pedestal sin mayores consecuencias. Y la turba revolucionaria esperó dos horas largas a la grúa, animándose al grito de “¡abajo el KGB!”. En el transcurso de estas dos horas me asaltaron las primeras dudas acerca de la incipiente revolución antisoviética. Por alguna razón me imaginé a los franceses el 16 de mayo de 1871, a los obreros esperando a un arquitecto para desmontar civilizadamente la columna Vendôme. Y me eché a reír. Por fin llegó la grúa, retiraron a Dzerzhinski, lo depositaron sobre la plataforma y se lo llevaron. La gente corría a su lado y lo escupían. Ahora se encuentra en el parque de los monumentos desmontados, junto a la Nueva Galería Tret´yakov. Recientemente, uno de los diputados de la Duma intervino con la propuesta de devolver el monumento a su emplazamiento anterior. A tenor de los últimos acontecimientos en nuestro país, las probabilidades de que este símbolo del terror bolchevique retorne a la Lubyanka son altas.

El impetuoso derribo de los monumentos soviéticos en Ucrania me ha hecho recordar ese episodio con Dzerzhinski. Decenas de monumentos a Lenin han caído en las ciudades ucranias, y nadie que se opusiera a ello ha conminado al pueblo a desmontarlos “civilizadamente”, no en vano en un caso así un desmantelamiento “delicado” tan solo significa una cosa: preservar los símbolos del poder soviético. “Dzhugashvili se conserva en una lata” —escribió el poeta Brodsky en 1968. Esa lata no es sino la memoria nacional, su inconsciente colectivo. En 2014, en Ucrania, han derribado a todos los Lenin, los han hecho añicos. No se han dedicado a preservarlos. Este “leninchamiento” en el momento de los violentos enfrentamientos en el Maidán, cuando también se derrumbaba el poder de Yanukóvich, ha demostrado claramente que solo entonces se produjo la auténtica revolución antisoviética. Mientras que en Rusia, a decir verdad, aún no la ha habido. Lenin, Stalin y sus sangrientos compañeros de armas yacen como antaño en la Plaza Roja, cientos de monumentos se alzan no solamente por toda Rusia, sino también en las mentes de los ciudadanos del Estado postsoviético. Es muy significativa la rabia con la que nuestros políticos y burócratas recibieron la destrucción generalizada de ídolos soviéticos en Ucrania. En apariencia, ¿por qué habría que sentir lástima de las efigies del pasado? Pero los funcionarios rusos comprendían que en Ucrania, además de a Lenin, se estaba destruyendo a su querido homo sovieticus. “Están aniquilando los monumentos a Lenin… ¡porque él encarna a Rusia!” —exclamó uno de ellos. Sí, a la Rusia soviética, la URSS, al implacable imperio construido por Stalin que subyugó a las naciones, decretó en Ucrania la terrible Hambruna y la represión masiva. Contra los herederos de este imperio, Putin y Yanukóvich, apuntaba también la revolución ucrania. Resulta muy significativo que todos los mítines prorrusos en Crimea y las regiones del este de Ucrania, transcurrieran invariablemente junto a monumentos a Lenin.

Lamentablemente, en la Rusia de 1991 no sucedió lo que ha sucedido ahora en Ucrania. La revolución de Yeltsin fue “de terciopelo”, ya que no enterró el pasado soviético ni tampoco juzgó sus crímenes, como sí ocurrió en Alemania a finales de los años 40. Los militantes del Partido, que de la noche a la mañana se habían reconvertido en “demócratas”, retiraron el cadáver soviético a un rincón y lo sepultaron bajo una pila de serrín con las palabras: “que se pudra solo”. Mas ¡ay!, no se pudrió: según las encuestas, casi la mitad de los encuestados considera a Stalin “un buen líder”. En el nuevo manual de Historia, a Stalin se le denomina “un administrador eficaz”, y su represión se define como una rotación de personal, indispensable para la modernización de la URSS. La Unión Soviética se desplomó en los planos geográfico y económico, pero en el ideológico, el homo sovieticus perduró en millones de almas. La mentalidad soviética había arraigado, ella fue la que se adaptó al capitalismo salvaje de los años 90 y empezó a mutar ya en el Estado postsoviético. Tan solo ella ayudó a mantener el sistema piramidal de gobierno, creado por Iván el Terrible y fortalecido por Stalin. Yeltsin se cansó rápidamente de estar en la cúspide de esta pirámide y, sin haberla alterado siquiera, tomó de la mano a su heredero Putin, quien ante todo informó a la población de que consideraba el fracaso de la URSS como una catástrofe sociopolítica. Él mismo citó también al zar conservador Alejandro III, para el cual, Rusia contaba con dos aliados: el Ejército y la Flota. El aparato estatal ruso retrocedió hacia el pasado, volviéndose cada año más soviético. A mi modo de ver, estos 15 años de viaje hacia la URSS bajo el mando del exteniente coronel del KGB no han revelado al gran y temible Putin ante el mundo, sino la depravación y el arcaísmo de este mismo Poder Vertical del Estado ruso. Gracias a esta construcción monárquica, el país se convierte automáticamente en rehén del estado somático de su mandatario supremo. Todos sus miedos, pasiones, debilidades y complejos devienen en política estatal. Si está paranoico, todo el país ha de temer a los enemigos y espías; si padece insomnio, todos los ministerios deben funcionar de noche; si es abstemio, todos han de dejar la bebida; si está borracho, todos han de emborracharse; si él rechaza a Estados Unidos, a los que combatía su añorado KGB, toda la población ha de rechazarlos. Un país así no puede tener un futuro predecible, le resultará extraordinariamente difícil desarrollarse. La imprevisibilidad siempre ha sido marca de la casa en Rusia, pero, tras los sucesos ucranios, ha aumentado exponencialmente: no hay persona en nuestro país que sepa que será de él dentro de un mes, una semana, un par de días. Creo que ya ni siquiera el propio Putin lo sabe, convertido en rehén de su propia estrategia de bad guy para Occidente: el volante de la imprevisibilidad anda suelto, y las normas del juego, ya establecidas. La mejor baza de la primera década de Putin en el Gobierno, la estabilidad, con la que derrotó y redujo a la Oposición a la clandestinidad, ahora se transforma en una insidiosa dama de picas: la imprevisibilidad. Y esta carta está lista para derrotar a cualquier as.

La imagen de H.G. Wells Rusia en las sombras, que se convirtió en el título de su libro sobre la Rusia bolchevique, está ahora en boca de muchos rusos: “¡Se ha hundido la tierra bajo nuestros pies!” —he aquí el tipo de frases que se oyen constantemente estos días. Después de los sucesos de Crimea, Rusia, ese enorme témpano de hielo congelado por el régimen de Putin, se ha roto, se ha separado del mundo europeo y ha puesto rumbo a lo desconocido. Nadie sabe qué va a ser de ella ahora, hacia qué mar o pantano navega. En tiempos así no merece la pena aferrarse al sentido común, sino a la intuición. La mayoría de mis compatriotas más sagaces siente que Crimea, ese mordisco ruso a Ucrania, puede resultar un bocado demasiado grande como para poder masticarlo con tranquilidad y digerirlo. Nuestro Estado ya no tiene los mismos colmillos, ni tampoco el estómago funciona tan bien como antes. Si comparamos al actual oso postsoviético con el soviético, lo único que les queda en común, quizás, es el rugido imperial. El oso postsoviético sufre el azote de miles de parásitos-corruptos que se le introdujeron ya en los años 90, y que se han multiplicado de una forma increíble en las últimas décadas. Son ellos quienes lo devoran desde dentro. Todavía hay quien interpreta sus febriles movimientos bajo la piel del oso como el brillo de unos músculos poderosos; no es más que una ilusión. No queda músculo, sus dientes se mellaron, y en el cerebro, nada más que fogonazos de impulsos neuronales contradictorios: “hazte rico”, “sé más moderno”, “roba”, “reza”, “construye una gran Rusia”, “restaura la URSS”, “¡cuidado con Occidente!”, “compra propiedades occidentales”, “guarda tus ahorros en dólares y euros”, “descansa en Courchevel”, “sé un patriota”, “¡a por los enemigos internos!”. A propósito de los enemigos internos: en su discurso sobre la anexión de Crimea por parte de Rusia, el presidente Putin evocó la Quinta columna y al “traidor a la patria”, del tristemente famoso libro Mein Kampf. Estas palabras del jefe de Estado provocaron en muchos rusos un sentimiento de ansiedad, además de un shock a la intelligentsia.

La intelligentsia rusa, hemos de decirlo, está ahora enorme y profundamente alarmada. Mientras el pueblo grita “Crimea es nuestra” en los mítines estatales, nuestros intelectuales mantienen sus habituales charlas “derrotistas”:

— Ahora empezará la represión, como en el 37…

— No va a parar con Ucrania…

— Lo mismo hay que huir del país…

— Se ha vuelto imposible ver la TV: no hay más que propaganda…

— Occidente nos dará la espalda…

— Rusia sufrirá el aislamiento internacional…

— Estoy deprimido por todo lo que ha pasado…

— Pronto volverán el samizdat y el underground…

Reconozco que conversaciones como estas me asquean más que la anexión de Crimea. Me gustaría decirles a mis hermanos los intelectuales: “Amigos, después de estos años, el camarada Putin se ha convertido en quien es sólo gracias a nuestra debilidad”.

Ucrania le ha dado una lección a Rusia de amor a la libertad e insumisión a un poder mezquino y mafioso. Ucrania ha encontrado en sí misma las fuerzas para separarse del hielo postsoviético y navegar hacia Europa. El Maidán ha demostrado al mundo entero de lo que es capaz un pueblo cuando se lo propone. No obstante, cuando yo veía los reportajes del Maidán, reconozco que no podía imaginar algo similar en el Moscú actual. Resulta arduo imaginar a los moscovitas pegándose día y noche con el OMON en la Plaza Roja, yendo con escudos de madera al encuentro de las balas de los francotiradores. Para que eso suceda, ha de cambiar algo no solamente en el mundo que nos rodea, sino también en nuestras mentes. ¿Cambiará?

No era necesario entonces, en agosto del 91, esperar en Lubyanka a que llegase la grúa; bastaba simplemente con sepultar la estatua de hierro. Dejar que su cabeza rompiera el asfalto y dañara “importantes redes subterráneas”.

Pero entonces, ahora estaríamos viviendo en otro país.

Con todo, qué importante es romper a tiempo con el pasado.

Vladimir Sorokin es escritor. © 2014 Vladimir Sorokin. Traducción de Amelia Serraller Calvo.

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