Dejar de cavar

Todos los nacionalismos, también los nuestros (vasco, catalán o gallego), han tenido –y tienen– una raíz étnica, pero dado el desprestigio del término «raza» (los científicos han demostrado que entre los hombres solo hay una raza, la raza humana), se han quedado con una sola agarradera, la lengua. En efecto, los nacionalismos periféricos en España son lingüísticos. Todos coinciden en sostener un silogismo: «Para ser una nación y fundar así nuestro derecho a convertirnos en Estado, es preciso recuperar (o propagar o inventar) nuestra lengua».

Como ha escrito Aurelio Arteta, tanto las premisas como la conclusión carecen de fundamento, pero el silogismo resulta harto efectivo. Teniendo en cuenta que en la provincia de Barcelona Ferrer es el más frecuente apellido catalán y ocupa el lugar 32, muy por detrás de los García, Gutiérrez, Pérez, uno se pregunta: ¿cómo el nacionalismo catalán ha podido colonizar una parte numéricamente nada despreciable de charnegos?

No es precisamente la lengua lo que les ha «convertido», sino el autohalago, las mentiras y la propaganda nacionalista. En otras palabras: «Somos los más altos, los más guapos, los más listos, y no volamos como las águilas porque no nos deja España, que además nos roba», junto con una prensa que sirve más a la propaganda nacionalista que a la información. En tales condiciones, ¿quién no quiere sentirse más catalán que «la moreneta»? Además, y pensando en la descendencia, es más fácil prosperar en la vida si eres «catalán» y no español. Ahí tenemos al Sr. Rufián para demostrarlo.

Hay una foto más significativa que todo lo dicho hasta aquí (mayo de 2014). En ella aparecen los líderes de UGT y CC.OO. en Cataluña junto a Muriel Casal, la presidenta de Omnium Cultural. Al pie se leía: El mon del treball pel dret a decidir. El escritor Javier Pérez Andújar lo describió muy bien:

«Lo que se ve en esa foto, en realidad, es a dos dirigentes sindicales que han elegido una institución fundada por la oligarquía y el tipo de país que esta propone. De algún modo, esta pareja de sindicalistas se ha dado cuenta de que ser español es cosa de pobres».

Esa amalgama de identidad y de mentiras es siempre una mezcla explosiva –y ahí está la historia del nazismo para demostrarlo–, pero en el caso catalán no se trata ya de los mitos fundacionales como el del cuento del héroe que nunca existió (Rafael Casanova) ni de la «opresión secular que ha soportado Cataluña a manos de los españoles», es que hasta hoy mismo se sigue mintiendo con absoluta impunidad. Véanse, por ejemplo, algunas perlas que circulan por esos mentideros actuales llamados redes sociales:

–«¿Quién puede defender que los estudiantes catalanes reciban sólo el 5% de todas las becas del estado y los estudiantes de Madrid reciban el 58%?».

–«¿Quién no querría ver aumentada la renta per cápita anual de los catalanes en unos 2.400 euros al año si tuviésemos seguridad social propia?».

–«¿Quién puede defender que 1 de cada 3 años el Ministerio de Fomento no invierta nada de nada en Catalunya?».

–«¿Quién quiere, pese a ser catalán y sentirse español, que cada año nos roben 20.000 millones de euros, siendo así la región del mundo que sufre más déficit por parte de su gobierno? ¿Realmente sentirse español en Catalunya compensa eso?».

–«Como residente en Catalunya, ¿quién puede tolerar que por cada 12,7 millones de euros que se invierten en medio-ambiente en el aeropuerto del Prat, se inviertan 300 millones en el de Barajas?». Una sarta de mentiras cuyo efecto queda muy claro en los sucesivos barómetros del Centre d’Estudis d’Opinió. La preferencia por un Estado independiente era 12,9% en noviembre de 2005 y pasó al 47% en junio de 2013. Ahora vuelve a caer, porque esto del nacionalismo es la leche: primero se calienta, luego hierve y se desborda y al fin se enfría y sale nata.

Pero lo peor de esta triste historia es la deriva que ha tomado el socialismo desde el día en que decidió unirse a ERC, en un gobierno que nunca existió como tal, para poner en marcha un nuevo estatuto que ha resultado simplemente suicida. Una vez más quedó claro que ERC ha sido desde su fundación hasta hoy, pasando por el golpe de Estado de 1934, un partido tóxico.

En 2010 el PSC, con una abstención menor que la de 2006, perdió 220.300 votos y pasó de 37 a 28 diputados, y desde entonces no ha dejado de caer electoralmente hasta el papel irrelevante que hoy tiene en el Parlamento catalán y también en las Cortes Generales.

Y así surgen algunas elementales preguntas: ¿quién ha matado a la izquierda catalana, tradicionalmente antinacionalista?; ¿cómo es posible que la izquierda internacionalista haya caído en esa trampa para osos que la ha llevado a la irrelevancia?

Lo peor es que esa caída electoral no ha servido para que el socialismo catalán reflexionara y después cambiara de rumbo. Los líderes del PSC no quieren entender que para salir de un hoyo lo primero es dejar de cavar. Incapaces de ver una realidad que les es cada vez más adversa, siguen cavando mientras intentan inventar la pólvora del «federalismo asimétrico» (una contradicción en los términos). Además, con sus ininteligibles cuitas están llevando al PSOE a la ruina. Un PSOE que se muestra incapaz de tratar ese cáncer como se debe: primero extirpar y luego quimioterapia.

Una quimioterapia reformista en el ámbito socioeconómico que se ocupe más de la fiscalidad (es un escándalo que el 90% de la recaudación del IRPF salga de los salarios, que solo representan el 45% del PIB) y de las ofensivas desigualdades que de los inexistentes problemas territoriales.

Joaquín Leguina, expresidente de la Comunidad de Madrid.

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