‘Dejar de escribir sería morir’: el ataque a los periodistas mexicanos

El periodista Javier Valdéz cubría historias del crimen organizado para Riodoce y otrs medios fue asesinado el lunes 15 en Culiacán, al noreste del estado de Sinaloa. Credit FERNANDO BRITO/AFP/Getty Images
El periodista Javier Valdéz cubría historias del crimen organizado para Riodoce y otrs medios fue asesinado el lunes 15 en Culiacán, al noreste del estado de Sinaloa. Credit FERNANDO BRITO/AFP/Getty Images

“Quiero seguir viviendo, quiero seguir respirando. Y dejar de escribir sería morir”, dijo alguna vez mi amigo Javier Valdez Cárdenas para explicar por qué insistía en hacer sus reportajes sobre el narcotráfico en México y sobre las víctimas de este a pesar de los peligros. La última columna de Javier para el semanario Ríodoce, que fundó en 2003, se publicó el lunes 15 de mayo; detalla abusos en un centro de atención a los adictos. El mismo día, la vida de Javier acabó de manera abrupta después de que recibió más de diez disparos en el centro de Culiacán, la capital del estado de Sinaloa, cerca de las oficinas de Ríodoce.

Javier y sus colegas siempre supieron que cubrir la delincuencia y la corrupción en Sinaloa es como atravesar un pantano repleto de cocodrilos. En Ríodoce, los reporteros se ven obligados a revisar cada historia de manera meticulosa y a considerar qué información deberían elegir censurar, solo para mantenerse a salvo. “Diario estamos poniendo a prueba los límites”, dijo Javier en algún momento. “Es como si nos hubieran entrenado para hacer periodismo en medio de una guerra”.

Aunque fue autor de libros sobre el narcotráfico, alguna vez me dijo que odiaba contar cadáveres. Me dijo que en Ríodoce pefieren narrar las historias de la gente que está involucrada en y es afectada por el narcotráfico, incluyendo a los capos de la droga, los maleantes y los ciudadanos comunes. Javier siempre insistió en retratar el lado humano de la violencia vinculada a las drogas. Conservaba un maravilloso sentido del humor y se negaba a quedarse callado, a pesar de las poderosas estructuras criminales que corrompen a toda la sociedad de Sinaloa.

Después de que el Comité para la Protección de Periodistas (CPJ, por su sigla en inglés) reconoció a Javier por su valor con el Premio Internacional de Libertad de Prensa en Nueva York en 2011, nos hicimos grandes amigos. “Esto está realmente jodido, vato”, me decía con frecuencia para describir la ola de violencia sin precedentes que afecta a los medios mexicanos. En los últimos dos meses, antes del asesinato de Javier, al menos cinco periodistas han sido asesinados, y el CPJ ya confirmó que cuatro de ellos murieron como represalia por su labor.

“En mis libros, Miss Narco y Los morros del narco”, dijo en su discurso tras recibir el premio del CPJ, “he contado la tragedia que vive México y que debe avergonzarnos. La niñez recordará esto como un tiempo de guerra; tiene su ADN tatuado de balas y fusiles y sangre y esta es una forma de asesinar el mañana. Somos homicidas de nuestro propio futuro”.

Javier era un autor prolífico. En su libro más reciente, Narcoperiodismo, de 2016, indagó en las complejidades de la crisis de libertad de prensa y de expresión en México al revelar historias cautivadoras sobre los periodistas que fueron asesinados o cuya cobertura fue influenciada por la delincuencia organizada.

A principios de marzo, Javier me envió un correo electrónico. Ríodoce había publicado un reportaje duro sobre los vínculos entre los políticos locales y los narcotraficantes, y estaba preocupado. “Esta vez es distinto”, decía. Un grupo de desconocidos compró todo el tiraje de la revista. Uno de sus contactos desapareció. Se sentía presionado y necesitaba huir. Me dijo que quería discreción. Nada de publicidad.

Sinaloa, un corredor fundamental para el tráfico de drogas, recientemente ha registrado un aumento significativo de la violencia debido a una disputa entre los hijos de Joaquín “el Chapo” Guzmán, el líder del cartel que está en Estados Unidos en espera de su juicio, y otros cabecillas del narco, como Ismael Zambada, conocido como el Mayo.

Hablamos de reubicar a Javier en otro país. Dejó Sinaloa y se fue para otro lugar de México, aunque regresó semanas después. Javier dijo que la amenaza ya no existía; estaba de vuelta en Culiacán y me aseguraba que no había riesgos inminentes.

La última vez que hablé con él fue un día después del Día Mundial de la Libertad de Prensa, el 3 de mayo, después de que mis colegas del CPJ y yo habíamos publicado un informe titulado “Sin excusa: México debe romper el ciclo de impunidad en asesinatos de periodistas” respecto a la situación en Veracruz. Dámaso López Nuñez, un líder de alto nivel del Cartel de Sinaloa, había sido arrestado en Ciudad de México un día antes.

Javier sonaba inquieto y dijo que el clima en Culiacán era tenso. Dijo que había decidido no hablar públicamente sobre la violencia del narcotráfico después del arresto del capo en Sinaloa. Era lo sensato. Le pregunté de nuevo si necesitaba darse un respiro. “Estoy bien, vato”, insistió. “Puede que tengamos miedo, pero no dejaremos de publicar sobre esta tragedia humana”.

El 4 de mayo, la delegación del CPJ sostuvo una reunión con el presidente mexicano Enrique Peña Nieto para presentarle el informe y hablar sobre la violencia que aquejaba a los periodistas mexicanos. El presidente prometió atender de manera urgente la impunidad en los delitos cometidos contra los periodistas, las investigaciones de estos asesinatos y la protección de los periodistas.

Diez días después, mi buen amigo Javier Valdez Cárdenas dejó de respirar y dejó de escribir.

En respuesta, altos funcionarios del gobierno mexicano, incluido el presidente Peña, han hecho fuertes pronunciamientos de condena; estos son fundamentales, pero claramente insuficientes. La democracia mexicana está pagando un precio muy elevado por la incapacidad del gobierno de combatir la violencia sin ley: comunidades enteras están desinformadas y el discurso público se ve seriamente limitado.

Es momento de hechos, ya no de palabras. El gobierno mexicano tiene un funesto historial en lo que respecta a los derechos humanos, y las reformas judiciales para enmendar las deficiencias graves se desvanecerán sin el apoyo político contundente del gobierno. El tiempo apremia a Peña Nieto. Salvo que haya una reacción inmediata y decisiva, su legado –así como el de sus predecesores–, estará marcado por la violencia generalizada y la impunidad endémica.

Carlos Lauría es director del programa para las Américas del Comité para la Protección de Periodistas.

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