Dejaré de presionar a mi hijo para que practique deportes. Esta es la razón

Dejaré de presionar a mi hijo para que practique deportes. Esta es la razón

Mi hijo tiene siete años y odia los deportes. Simplemente los odia. No es que no le guste la actividad física. Le encanta nadar, ir al parque y manejar su monopatín; incluso le gusta la clase de Educación Física en la escuela. Pero apenas percibe un atisbo de que me gustaría que probara practicar un deporte —baloncesto, béisbol...— se cierra por completo. Hace un tiempo lo inscribí en prácticas de fútbol. Y cada sábado por la mañana entró a la cancha, o más bien al borde de la cancha, y permaneció de pie, malhumorado, con los brazos cruzados negándose a jugar.

Por mucho tiempo fue una situación desalentadora. Me preocupaba estar fracasando en una de las tareas básicas de la paternidad. ¿No se suponía que debía enseñarle a mi hijo a amar los deportes? ¿Los deportes no le enseñan a los niños a cómo trabajar en equipo, a ser líderes más fuertes y humanos más resilientes?

Quizás. Pero durante las últimas semanas una serie de historias en Estados Unidos me han hecho entender que, con demasiada frecuencia, los deportes también exponen a nuestros hijos —en particular a nuestros niños varones— a una especie nefasta de masculinidad tóxica que podría terminar anulando esos otros beneficios.

La historia reciente más notoria involucra a Jon Gruden, quien renunció a su cargo como entrenador de los Raiders de Las Vegas. En un lote de correos electrónicos filtrados entre Gruden y otros ejecutivos del fútbol americano, el otrora chico dorado de la Liga Nacional de Fútbol Americano (NFL, por su sigla en inglés) se quejó del incremento de mujeres árbitro, utilizó el término “m--icas” para denigrar a otros hombres y compartió fotos de porristas desnudas de otro equipo. También arremetió contra Roger Goodell: dijo que el comisionado de la NFL había supuestamente obligado a otros equipos a reclutar “queers”.

En otra historia que también se desarrolla en la NFL, el mariscal de campo de los Texans de Houston, Deshaun Watson, ha sido acusado de conducta sexual inapropiada y agresión sexual por mujeres contratadas para aplicar masajes. Al menos 10 mujeres han puesto la denuncia en el Departamento de Policía de Houston sobre el comportamiento de Watson y se han presentado 22 demandas civiles en su contra. Lo desconcertante es que ni los Texans ni la NFL han tomado medidas disciplinarias, y la cobertura reciente de ESPN y otros medios de comunicación parece mostrar una preocupación principalmente enfocada en su valor comercial.

Pero estos problemas, por supuesto, no se limitan al mundo del fútbol americano. A finales de septiembre se revelaron informes que documentaban patrones perturbadores de coerción, abuso y acoso sexual por parte de múltiples entrenadores y ejecutivos hombres en la Liga Nacional de Fútbol Femenino. También se reportó que los ejecutivos de la liga han ignorado o minimizado repetidamente las denuncias fiables presentadas por las jugadoras a lo largo de los casi 10 años de existencia de la liga. En los últimos meses, tres entrenadores han sido destituidos por cargos de mala conducta.

Estas y muchas otras historias le dan credibilidad al argumento de la filósofa Martha C. Nussbaum —en un nuevo libro llamado Citadels of Pride: Sexual Abuse, Accountability and Reconciliation (Ciudadelas de orgullo: abuso sexual, rendición de cuentas y reconciliación)— de que los deportes son un bastión de la masculinidad tóxica y la violencia sexual. En una entrevista realizada este año, Nussbaum señaló al atletismo universitario masculino como particularmente perverso, y alegó que los involucrados en los deportes de la División I fomentan una “cultura de corrupción sexual profunda” en la que “las mujeres son básicamente prostituidas cuando intentan reclutar atletas estrellas”.

La masculinidad tóxica no solo afecta a las mujeres y a miembros de la comunidad LGBT+. También deshumaniza a hombres y niños heterosexuales, y tiene el potencial de frenar su desarrollo moral.

Al menos esa fue mi experiencia. Asistí a la escuela primaria en una pequeña ciudad en la península superior de Míchigan, y mi profesor de Educación Física —vamos a llamarlo “señor Jones”— también era entrenador de los equipos de baloncesto y fútbol americano de la escuela secundaria. No fui un niño atlético, por lo que siempre me costó la clase de Educación Física. Pero lejos de motivarme, el señor Jones ni se molestó en aprenderse mi nombre por tres años.

Hoy en día yo también soy profesor, y no puedo ni imaginar qué podría motivar a alguien a tratar a un estudiante con tan cruel desprecio. En aquel momento se convirtió en un chiste familiar, pero dejó una impresión duradera. El mensaje que recibí fue claro: como niño, si no era bueno en los deportes, apenas calificaba como persona.

Todo esto me trae de vuelta a mi hijo, quien es el niño más brillante, sensible, curioso y bondadoso que jamás esperé tener. Me da escalofríos la idea de que tenga que soportar el tipo de desprecio silencioso que el señor Jones me infligió. Y me he sentido cada vez más incómodo ante la posibilidad de que su participación en los deportes signifique que podría verse obligado a presenciar —tal vez incluso internalizar— la forma en que algunos entrenadores, atletas y ejecutivos hablan o tratan a las mujeres.

Así que ya no lo presionaré para que practique deportes. Lo alentaré a que siga sus otras pasiones, como los robots, el dibujo y la cocina. Quizás así logre protegerlo de los Gruden, Watson y Jones del mundo, y la versión degradada de hombría que permiten, encarnan y enseñan.

Por Joshua Pederson.

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