Dejemos morir en paz a Terri

Por Javier Gómez de Liaño es abogado (EL MUNDO, 29/03/05):

Tiene 40 años y se llama Theresa Marie Schindler, Terri para sus familiares y amigos. Terri era un mujer alegre y parecía sana hasta que a los 25 años, poco después de casarse con Michael Schiavo, de quien tomó el apellido, sufrió un ataque al corazón provocado por la brusca pérdida de potasio a causa de una radical dieta de adelgazamiento basada en la ingesta diaria de más de 10 vasos de té frío. Al fallo cardiaco le acompañó una falta de riego cerebral de casi cinco minutos, que dejó a Terri en estado vegetativo. Desde entonces Terri no ha vuelto a la vida, quiero decir a la vida mortal y perecedera.

El juez George W. Greer, de San Petersburgo (Florida), que ha sido el competente para resolver el caso, la semana pasada ordenó la desconexión de las sondas de alimentación colocadas a Terri hace 15 años. La decisión judicial, confirmada por todas las instancias judiciales superiores, se fundamenta en tres argumentos.El primero, que Terri es como un fósil sin vuelta atrás. El segundo, que Michael Schiavo es el representante legal de su esposa y, por tanto, el único que puede hablar en su nombre. Por último, el juez considera acreditado que Terri hizo una declaración verbal de última voluntad a su marido y le pidió que si un día tenía un accidente no consintiera que la mantuvieran viva artificialmente.

Tras la sentencia, el caso de Terri Schiavo se ha convertido en asunto de viva discusión entre los que defienden que la paciente siga desconectada a la sonda que le mantiene viva -la cursiva es obligada- y aquéllos que opinan lo contrario. Los unos afirman que, como la vida de Terri es inapelablemente decrépita, en nombre de la dignidad humana, cuanto antes se termine con esa degeneración física, mejor. Los otros replican que nadie es quien para decidir la muerte prematura de un ser humano y que con los progresos de la medicina, la vida de Terri sigue siendo un valor absoluto.

Muchas veces he afirmado que el oficio de juez es tarea difícil -en casos complicados, todavía más- y de ahí que debamos ser muy prudentes a la hora de poner en tela de juicio las decisiones de los tribunales. A veces eso de lo justo y lo injusto no es sino cuestión de perspectiva. La justicia -también lo digo a menudo- no es sólo técnica, sino latido que busca la verdad por encima de todo. Recuérdese a Cicerón cuando sentenciaba que su conciencia tenía para él más peso que la opinión de todo el mundo.Aclarado lo cual, creo que su señoría, el juez Greer, sin duda guiado por la buena fe, se equivoca en el núcleo de alguna de sus explicaciones.

El veredicto judicial considera unánime e irrefutable el diagnóstico de que el cerebro de Terri Schiavo está dañado irreversiblemente.En un dictamen suscrito por el director del Centro de Cuidados Paliativos y Ética Clínica de la Universidad de Rochester se concluye que los escáneres realizados a Terri revelan que su encefalograma es plano. Otros informes periciales, en dirección opuesta, afirman que Terri tiene un nivel mínimo de consciencia y que muchos enfermos en estado semejante al suyo han llegado a experimentar emociones y visualizar recuerdos. Según cuentan, una investigación, consistente en poner a los pacientes una grabación con la voz de familiares que les hablan, ha demostrado que esos pacientes tienen la misma afectividad cerebral que las personas sanas. Se cita el historial clínico de Terry Wallys, de 39 años, tetrapléjico a consecuencia de un accidente de tráfico, que en julio de 2003, después de 19 años en coma, habló por primera vez. «Mamá, quiero una pepsi», fueron sus palabras. Luego pidió a la enfermera que «le hiciera el amor».

Ignoro las pruebas con las que el abogado de Michael Schiavo habrá comparecido ante el juez Greer para demostrar que él es el tutor y que la solución que postula -«desenchufar a Terri»- no es ni cómoda ni egoísta, sino simplemente un acto de dignidad.Pero como editorializaba EL MUNDO el pasado 22 de marzo, en el comportamiento de tal marido hay varias sombras de duda, empezando por la afirmación de que Terri, antes de sufrir el ataque al corazón, le había dicho que nunca querría vivir en ese estado.Téngase en cuenta que cuando Michael reveló esta decisión fue a los ocho años de que Terri cayese en coma; casualmente, después de recibir 2.200.000 dólares de indemnización por negligencia médica y otros conceptos. «Me casé con ella en la salud y en la enfermedad y la cuidaré hasta el final», dijo Michael Schiavo antes de coger tan sustanciosa compensación económica que, según declaró en la causa judicial, dedicaría a la rehabilitación de su esposa. Sin embargo, médicos y enfermeras han testimoniado que cuando tuvo el dinero en el bolsillo Michael ordenó al hospital que no prolongaran la vida a Terri ni la rehabilitaran. Incluso pidió que le retiraran los antibióticos que le estaban administrando para curar una infección de riñón, a lo que se negaron los médicos por considerarlo ilegal.

Aunque lo diga la sentencia del juez Greer, me parece muy discutible que Michael sea el representante legal de Terri. Sí es un hecho probado que Michael Schiavo, desde que Terri permanece en coma, ha tenido varias relaciones amorosas y que con una de ellas -la actual y vigente- ha engendrado dos hijos, esta circunstancia implica -y me atengo al Código Civil español que en este particular no difiere de la legislación norteamericana- que Michael está incurso en causa de divorcio por infidelidad conyugal y que, por consiguiente, los padres de Terri son los preferentes en la delación de la tutela y representación de su hija. Esto sin contar con un más que contaminante conflicto de intereses que incapacita a Michael Schiavo para cualquier acto relacionado con los bienes y derechos de quien fue su mujer. Así pues, creo que en este caso la familia debe definirse por los vínculos de sangre, no por los de matrimonio.

En varias ocasiones he escrito lo que pienso de la eutanasia como fenómeno social y jurídico, como situación humana y como actividad digna de calificaciones éticas. La muerte, por mala que pueda resultar, siempre será mejor que la suma del pesar y de la incertidumbre. Aunque el caso de Terri no es un supuesto de eutanasia sino lo que los expertos denominan suspensión progresiva de esfuerzos terapéuticos en pacientes irrecuperables, me pregunto qué puede haber de malo en el fin de una mujer con una falsa vida. Creo, y lo digo con el mayor respeto, que ni invocando el dogma de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, para quien la eutanasia era la «usurpación del poder de Dios, único dueño de la vida y muerte», aquí puede decirse que se está disponiendo de la vida ajena. ¿En qué ofende a la Autoridad Suprema una forma de eutanasia tan suave y moderada como la Terri? Lo que siempre me preocupó es que la solución, prevista únicamente para los verdaderamente desahuciados, se aplicara a otros pacientes y que, por aquello de las interpretaciones expansivas acomodadas a la realidad social, nos erráramos al marcar la linde en la que el remedio ha de detenerse.

Nadie puede obligar a nadie y menos a un enfermo a vivir en contra de su voluntad. El derecho a la vida no debe ser la imposición de la vida a toda costa y sólo el propio interesado puede determinar si su vida merece o no seguir siendo vivida. Para ello está el famoso testamento vital, consistente en que el enfermo, en plenitud de facultades, expresa su voluntad respecto a su muerte en situaciones clínicas extremas. El problema surge cuando un derecho tan personal e intransferible tiene que interpretarlo una voluntad ajena, pues el paciente se encuentra en una situación en la que no puede hacer ya uso de la libertad. Esta es la circunstancia a la que se agarran los padres de Terri para justificar que su hija no debió ser desconectada: que no hay testamento vital escrito e indubitado. Aun así, quizá el meollo de la cuestión está en responder a la pregunta de si en caso de diagnóstico clínico explícito de estado vegetativo permanente, debe aplicarse una alimentación e hidratación artificial o, por el contrario, ese suministro es un tratamiento falso y absurdo.

Ahora bien, si en opinión de la Academia Americana de Neurología de cada 15.000 pacientes en estado vegetativo permanente sólo uno sobrevive más de 15 años -que son los que lleva Terri sondada-, por qué no dejarla que viva y muera lentamente. Según los padres, lo que necesita Terri es la compañía de ellos para evitar que su hija no sea más cosa que una vela que se apaga sin remisión.

Tras la decisión del Tribunal Supremo de EEUU, rechazando la solicitud de los padres, la suerte de Terri Schiavo está sentenciada.Por desgracia y para desgracia de todos, el caso de Terri nos demuestra que, una vez más, la tragedia humana se entrevera con la política. El 60% de los norteamericanos así lo entiende. Basta con ver la intervención de hasta el mismísimo presidente de EEUU y del Congreso de Florida aprobando una ley de urgencia.

Aunque hay casos de muerte digna y de ayuda al correcto morir que encierran mucha verdad y todos conocemos supuestos respetables y hasta ejemplares, sospecho que el asunto de Terri también puede ser la máscara y el parapeto de no poca mangancia, empezando por un pseudoesposo. Terri, la protagonista de esta amarga historia, está pagando, probablemente, el pecado de codicia de un mal marido que descubrió de repente lo rentable que resulta traficar con los sentimientos. Quizá él no sea el único personaje implicado.Durante 15 años Terri Schiavo no ha podido vivir ni morirse, y en su impotencia son bastantes los que están malviviendo y muriéndose un poco, aunque no sea más que de vergüenza.

Yo no conozco ni conocí jamás a Terri. Hablo de ella de oídas, más bien de leídas. Lo único que sé es que aquella joven divertida que describen su hermana y sus compañeras de colegio, desde que entró en coma, ha estado siempre en contacto con el otro mundo.Su vida no ha sido demasiado distinta de la muerte. Nemo nisi suo die moritur, que, en traducción libre, significa que nadie muere un cuarto de hora antes de que le toque o, lo que es igual, nadie debe osar ponerle puertas a la vida ni ventanas a la muerte.Terri es una desahuciada y ya se sabe que a los desahuciados se les olvida y se les entierra. Si de mí dependiese, en el epitafio de su tumba pondría, para su orgullo, que sólo dentro de la muerte somos eternos.