Dejen en paz los impuestos

Con la proximidad de la campaña electoral se acelera la discusión sobre los impuestos, especialmente sobre rebajarlos, que es lo que más le gusta a la gente. Y aparecen propuestas innovadoras como el impuesto del IRPF con un tipo único --como el que avala el economista Miguel Sebastián-- que implicaría, de entrada, una reducción de impuestos a los grupos de mayores ingresos y, de paso, supondría la subida de impuestos a quienes ahora tributan por debajo del futuro tipo único, a no ser que este se fije al nivel más bajo de la escala. Es cierto que el tipo de cotización actual del IRPF es menos progresivo en la práctica de lo que es en teoría. Pero para que el nuevo sistema impositivo fuera más progresivo, tendría que combatirse, de manera mucho más efectiva, la evasión fiscal. ¿Por qué no empezamos por ahí, antes de ponerlo todo patas arriba?

Para hablar de justicia fiscal no basta con hablar de impuestos, porque el sistema fiscal completo consta de dos vertientes: la recaudación y el gasto. Naturalmente, sin recaudación no puede haber gasto público, igual que sin gasto la recaudación no tiene sentido social y resulta un simple expolio de los ciudadanos (como solían ser los impuestos en la antigüedad). La fiscalidad, en sus dos vertientes complementarias, es un instrumento de progreso económico y desarrollo social. Tienen que ir juntas y su combinación determina el modelo de sociedad que se quiere implantar y defender.

Quienes, por obvios motivos electoralistas, promueven la reducción de impuestos lo suelen justificar con el aumento de la productividad, la mayor inversión y el crecimiento que genera. Pero está suficientemente demostrado que la reducción de tipos impositivos no fomenta la actividad empresarial, ni por lo tanto la recaudación fiscal. Los países que tienen menores cargas fiscales (menos del 10% del PIB, la mayoría en Sudamérica y África) no disfrutan de mayor actividad empresarial. De hecho, lo que garantiza el éxito de la actividad empresarial es el aumento de los bienes públicos: la ley y el orden, la educación en todos sus niveles, las comunicaciones, el buen funcionamiento de los tribunales de justicia, etcétera. Todas estas cosas proporcionan valiosas externalidades a las empresas y a los individuos que quieren comenzar una aventura empresarial. La cuestión (dentro de un marco de justicia, que se supone en una democracia madura) no es el nivel de los impuestos sino cómo se gastan. Los empresarios ilustrados prefieren que el estado cree externalidades a que se les rebajen más impuestos, cuyos beneficios se pierden luego por mala administración y las dificultades que encuentra la nueva inversión. Lo mejor, desde un punto de vista estrictamente personal sería que "todos menos yo paguen por las externalidades de que disfruto yo". Estaríamos ante el fenómeno del polizón (el que viaja sin pagar), pero eso no es posible si todo el mundo trata de ser polizón.

Por otro lado, la lista de los países más eficientes y competitivos a escala mundial (como la que nos proporciona cada año el World Economic Forum en Davos) no incluye a los países con menor carga fiscal. Más bien incluye en los primeros lugares a los países con tipos impositivos altos y una elevada carga fiscal --con EEUU fuera de los primeros puestos del ránking--, que producen unos bienes y servicios públicos que contribuyen a elevar la productividad de las empresas y el bienestar de los ciudadanos. Por contra, hemos visto cómo la reducción de impuestos en EEUU ha reducido al mismo tiempo la producción y el mantenimiento de los bienes públicos. La destrucción de Nueva Orleans por el huracán Katrina, el derrumbe del puente sobre el Mississippi en Minnesota y los recientes incendios de California, son resultado de la escasez y precariedad de los bienes públicos en ese gran país.

Sin ir más lejos, debe recordarse que el aumento de la carga fiscal en España de los últimos 30 años ha ido paralelo al aumento de la actividad empresarial y el bienestar de la población. ¿Cree alguien que sin el nivel de impuestos que hay, la economía española hubiera llegado a ser la octava o novena del mundo por tamaño de su producto nacional? Es más: si se pagaran todos los impuestos que se deben pagar y la economía sumergida subiera a la superficie, la economía española sería tan grande como la de Francia o Inglaterra.

Dejemos en paz los impuestos. Cada vez que se cambian las leyes se abren nuevos agujeros que favorecen los litigios y la evasión fiscal. Antes que cambiarlos hay que cobrarlos como manda la ley vigente. Es aquí donde se debe poner el acento de la reforma fiscal, para aumentar el grado de progresividad del sistema y aumentar la provisión de los bienes públicos que todavía necesita la sociedad española. La preocupación de los ciudadanos y de los gobernantes, en la próxima campaña electoral debiera ser cómo se gastan los impuestos en la producción y distribución de bienes y servicios públicos que hagan al país más eficiente y más justo.

Luis de Sebastián, profesor honorario de Esade.