Déjense fotografiar con la bandera española

Se insiste en que la crisis existencial que padece España puede hallar remedio en la adopción del federalismo como regla de convivencia. Estoy de acuerdo. Diré más: dada nuestra historia (y nuestra geografía) es razonable pensar que el federalismo es la forma natural de comunidad política en España. Bajo un presupuesto: ha de tratarse de auténtico federalismo. Esto último no queda claro oyendo a los partidos que se dicen federalistas. Y es que un problema mayor de la democracia es el frecuente recurso de los políticos a lo que Habermas llama un uso estratégico del lenguaje; un uso que, por contraposición a su uso primario, orientado al entendimiento, altera arbitrariamente los significados aceptados de las palabras, para, de este modo y dicho sea en castizo, dar gato por liebre. Así sucede, en mi opinión, con el discurso de la solución federal, lo que no impide que apostemos por ella, si sus partidarios nos persuaden de su recta intención. La almendra del malentendido ya la ha dado Joaquim Coll en una acertada síntesis: no es lo mismo federalizar España que federar Cataluña a España. No parece ocioso el ejercicio de reiterar algunas ideas básicas.

Salgamos antes al paso de la objeción que sostiene que España ya es un Estado federal. Si lo es, resulta muy imperfecto. Veamos el porqué. Como doctrina, el federalismo reposa en una serie de dualismos. Uno instaura una doble lista de competencias: de la federación y de los entes federados. Este reparto no obedece únicamente a razones identitarias; también a la idea de que unas responsabilidades se ejercen mejor en la distancia, y otras se benefician de la proximidad. Como es sabido, esa doble lista existe entre nosotros (artículos 148 y 149 de la Constitución), pero los constituyentes, pudiendo optar por un reparto nítido e inalterable, lo prefirieron mudable a conveniencia. El traspaso de competencias debidas al Estado, que no renuncia, sin embargo, a legislar parcialmente sobre lo traspasado, asegura una bronca competencial que impide considerar a España un Estado federal exitoso.

Otro dualismo, fundamental, distingue dos principios ordenadores de la convivencia: el ciudadano y el territorial. El primero cifra la autonomía y la igualdad ante la ley: gracias a él, el ciudadano se relaciona directamente con el Estado y con otros ciudadanos. El segundo es un pacto con la historia —la razón de ser del federalismo es en última instancia histórica—, esto es, un compromiso con la existencia de instancias intermedias de Gobierno o identidades culturales solapadas que se estiman y se quieren preservar. El primer principio suele depositarse en una cámara donde están representados los ciudadanos, el segundo en otra donde dirimen sus asuntos los territorios. El problema en España es considerable: en rigor, no tenemos ni una cosa ni la otra. Un Senado sin competencias no puede desempeñar su función de Cámara territorial. Esa función la cumple de manera clandestina el Congreso. Al hacer de la provincia la circunscripción electoral, los constituyentes llevaron al teórico foro ciudadano la discusión territorial (no por nada ahí negocian nacionalistas vascos y catalanes con el Gobierno central), hurtando a los españoles su representación en tanto que individuos (¿acaso sabe alguien quién es el diputado de su provincia?). Reformemos el Senado, pero no olvidemos reformar el Congreso para introducir distritos electorales más pequeños que acerquen el ciudadano a su diputado. De lo contrario acabaremos no con una, sino con dos Cámaras territoriales.

Pero esto son menudencias técnicas al lado del auténtico problema: convenido que nuestro Estado no es verdaderamente federal, lo siguiente es admitir que buena parte de nuestros federalistas no son verdaderos federalistas. No me refiero a Federalistes d’Esquerres, capitaneados por Manuel Cruz, cuyos múltiples oficios a favor de la convivencia y contra la ruptura hemos de agradecer todos los españoles. Me refiero más bien a los socialistas catalanes. En primer lugar, hace sospechar su uso recurrente del concepto de blindaje. El federalismo ni blinda ni crea zonas de excepción. Pondré un ejemplo. En Estados Unidos, cuna del federalismo, el derecho de familia es competencia exclusiva de los Estados. En consecuencia, el Estado de California puede prohibir el matrimonio homosexual. Así lo hizo (se aprobó en referéndum). Pero si un tribunal federal dictamina que esa prohibición vulnera la Constitución americana —que es lo que ocurrió—, no hay nada que el legislador californiano pueda oponer. Lo acata: eso es federalismo. Otro ejemplo: en Canadá no existe un Ministerio federal de Educación, porque esta es competencia rigurosa de las provincias. Eso les garantiza una amplia autonomía, ejemplificada en que ni siquiera los años de escolaridad obligatoria son parejos en todas ellas. Pero esa autonomía ni es total ni está blindada. El Gobierno de Quebec no puede, por ejemplo, suprimir en su provincia la enseñanza pública en inglés, dado que la Constitución canadiense reconoce el derecho de los padres a la educación de sus hijos en la lengua oficial de su preferencia si esta ha sido su lengua materna o de instrucción. Así funciona un Estado federal. Y es que el federalismo es un compromiso veraz entre lo propio y lo común. El socialismo catalán es firme valedor de lo propio y tibio, muy tibio, abogado de lo común. El federalismo que propone puede proporcionar herramientas que mejoren el diseño institucional de nuestra convivencia, pero no puede curar las disonancias cognitivas. Porque la entraña de la contradicción socialista, que atenaza su discurso, es esta: no querer la ruptura, pero sentir parálisis a la hora de abrazar los símbolos de la unión. Invocar un supuesto patriotismo de las personas, afectar desdén por las banderas, pero luego patentizar en los actos públicos que la única bandera que se oculta es la española, es una conducta curiosa en un federalista.

Un federalista no habría de dudar a la hora de saberse catalán y español, y en el mismo momento en que esa dualidad estuviera amenazada, salir a la calle con una bandera en cada mano. Ese ha sido uno de los mensajes que el canadiense Stéphane Dion, un federalista cabal, ha dejado en su reciente paso por España. Sin la doble y desacomplejada reivindicación, la de ser español y la de ser catalán, no se puede salir del marco mental nacionalista. Cuando un partido no falta a su cita el 11 de septiembre para poner flores a la estatua de Rafael Casanova, héroe improbable y mártir imposible de 1714, en una ceremonia de añejo nacionalismo romántico, pero siente temor de salir a la calle el 6 de diciembre para festejar una Constitución moderna, democrática e inclusiva como la de 1978, es hora de hacer examen de conciencia… federal.

He dicho antes que el federalismo es posiblemente la forma natural de comunidad política en España. Con ello quiero decir que tanto el centralismo como la ruptura son aberrantes. Pero, ante todo, federar es unir, y no hay unión sin tramas en común, y lo común está cifrado en los símbolos. Tras siglos de convivencia, hay en España densas tramas de elementos comunes que necesitan ser puestas en valor si cualquier proyecto federalista ha de prosperar. Déjense los federalistas fotografiar con la bandera constitucional española, participen en los actos que festejan la Constitución más exitosa de nuestra historia, defiendan la presencia equilibrada de la lengua española en las escuelas, sacúdanse los complejos y su federalismo resultará creíble y viable. Verán, además, lo rápido que surgen aliados y recuperan el terreno perdido.

En España somos muchos los que sentimos una firme y afectuosa lealtad a los rasgos propios de Cataluña. Pero necesitamos saber que al otro lado hay federalistas que no se avergüenzan de ser españoles. El PSC ha sido valiente posicionándose contra un discurso hegemónico asfixiante. Ahora toca combatir esa hegemonía abogando resueltamente por lo común. Sé que no es fácil: 40 años después, los españoles, incluso los nacidos en democracia, tenemos dificultades para sostener una idea sustantiva de España sin ver el espantajo franquista. Aprender a revalorizar nuestra condición de españoles y rescatar los símbolos de España de las manos muertas del dictador es una empresa posible y necesaria; posible sin caer en la tentación nacionalista y necesaria si cualquier proyecto para España, federal o no, ha de tener futuro.

Juan Claudio de Ramón es diplomático.

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