Del 98 al 13

Azares ingobernables, ocasiones de vertiginoso progreso, hundimientos violentos, imposibilidad de aplicar cualquier estrategia, esperas tediosas, retrocesos fatales y, cuando se está cerca de la victoria, una vuelta a empezar que tan solo un momento antes habría parecido inconcebible. Laberintos, cárceles, pozos, dados, calaveras, rescates. Podría tratarse, qué duda cabe, de España, pero convengamos en que se está hablando del juego de la oca. “De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España / porque termina mal”, dejó dicho Jaime Gil de Biedma, dando a entender que lo natural de las historias es acabar bien y que, de no hacerlo, siempre cabrá encontrar alguna anomalía que lo explique todo, un gato negro que se cruzó en el camino y que echó los tiempos a perder, dejándolos irreconocibles. Sería muy poco edificante enseñar en las escuelas que toda historia —y no solo la de España— es como el mencionado juego infantil, que lo normal es tener que volver a empezar cuando se está en puertas de un éxito tenido por definitivo y que los triunfos, de darse, se deben a un azar ciego y no tienen nada que ver con la inteligencia ni con la virtud.

La pregunta decisiva, tan cansinamente repetida en los últimos años, no puede resultar más familiar: ¿qué es exactamente —y en el adverbio se hará el mayor hincapié— lo que ha tenido que ocurrir para que todo se haya ido al traste cuando mejor iban las cosas y cuando parecía que por fin la prosperidad formaba parte de nuestro destino? La experiencia enseña que se puede tardar siglos en contestar a esta clase de preguntas. Pero conviene decirlo con claridad: en apenas tres años se ha producido el desplome más aparatoso imaginable del conjunto de supuestos en torno al cual ha girado durante por lo menos el último siglo la modernización del país. Cuando ocurre una cosa así, es difícil que las aguas vuelvan pronto a sus cauces, y más vale inventar otros supuestos o acostumbrarse a vivir sin ellos.

Lo que se ha venido abajo es la construcción intelectual que se impuso con el descrédito de la retórica del 98, cuando la generación de Ortega sustituyó el lenguaje del imperio perdido y de la Castilla mística por el de la nación joven y la Europa promisoria. Hace justamente 100 años, un puñado de intelectuales inventó su propia Europa y se dispuso a convencer al país de las bondades de su mito. Que a partir de 1914 esta misma Europa se desangrara en la más siniestra orgía de muerte que han conocido los siglos era una anécdota muy secundaria para cualquier profesor madrileño de pro. Con más o menos experiencia y viajes a sus espaldas, el ensayista español es una criatura prodigiosamente apta para prescindir de la realidad, ya lo haga desde Salamanca, ya desde Marburgo. La historia de España, se pensó entonces, ha sido siempre el juego de la oca, pero nuestra condición miserable, azarosa y rezagada puede enmendarse dejando fluir la vitalidad del país y educándola con un poco de cosmopolitismo viajero y cierta dosis de periodismo cultural.

Un siglo de retórica europeísta debería haber sido bastante para que hasta el más escéptico se persuadiera, aunque fuese por aburrimiento, de que la asimilación a Europa se había producido ya. Pero lo que se ha venido abajo en tres años es el convencimiento de que nuestra secular conjunción de azar, miseria y atraso había quedado exorcizada para siempre, y de que, con razonable certeza, estábamos inmunizados contra ella. “Europa” era el nombre de esa inmunidad, y entrar en Europa era, exactamente, abandonar para siempre el juego de la oca.

La quimera de la España europea era, en realidad, un castizo producto picaresco. Ha llegado la hora, se juzgó, de quedarnos astutamente con lo bueno del norte y lo bueno del sur: pensiones, subsidios, sanidad y enseñanza como los protestantes, pero sol, calle, taberna y fiesta como siempre se han disfrutado aquí. Es preciso reconocer que la idea española del papel del país en Europa se fundaba en toda clase de errores. La palabra “Europa” estaba libre de cualquier connotación desfavorable: era la tierra de la ciencia, de la ópera, de la filosofía, de las catedrales góticas y del laicismo, así como de la tolerancia y hasta de la licencia en materia de sexo; la patria de las personas educadas, prósperas y bien alimentadas y el lugar al que genuinamente pertenecíamos y del que nos habían sacado violentamente la Mesta, la Escolástica y la Inquisición.

No es necesario dar detalles sobre el destino que a España le estaba reservado por Europa ni sobre la ilusa insensatez que nos llevó a ignorarlo. En verdad es necesaria una mitología muy fantástica para llegar a creerse que un súbdito de Madrid, de Valencia o de Huelva pertenece, de hecho, a Europa, y no a sus pintorescos arrabales. El resultado era fácil de predecir: querer lo mejor del norte y lo mejor del sur fue un excelente medio para lograr lo peor de ambas latitudes. O, por lo menos, ese parece que va a ser nuestro destino: ascetismo protestante y pobreza mediterránea; una robusta ética del esfuerzo y el sacrificio, pero no para enriquecernos, sino para vivir bastante peor que hasta ahora, evitando de este modo, se dice, el vivir muchísimo.

Nuestra disciplina y abnegación futuras, genuinamente protestantes al fin, no están destinadas a ponernos a la cabeza de Europa, sino a ganarnos el derecho de no ser expulsados de su cola. “¡Que inventen ellos!”, proclamó Unamuno con toda la ingenuidad de quien creía que la tecnociencia moderna es algo que se admite o se repudia libremente. Pero, 100 años después, las cosas son más siniestras de lo que Unamuno hubiera podido llegar a sospechar: claro que inventaremos nosotros (se nos adiestró para ello en épocas de prosperidad), pero nos tendremos que marchar de aquí para poder hacerlo. El culto al esfuerzo, tan cacareado por nuestros capataces, no será premiado con las recompensas propias de países con más solera capitalista que el nuestro, sino tan solo con una humilde y subalterna supervivencia. Conviene que nos enteremos con toda claridad de que el sacrificio que se nos pide es el propio del buen futbolista, del buen camarero y del buen crupier, porque es preciso no olvidar que nuestro espacio y nuestro tiempo fueron concebidos para el ocio.

Somos cigarras que tienen que hacer de hormigas para las temporadas en que las hormigas gusten de hacer de cigarras. Deportes, turismo y juego serán los valores de la Marca España, un espacio de la Europa suburbial que quizá tenga un prometedor futuro si se olvida de su gusto por el ocio propio para trabajar frenéticamente por el ajeno. Todavía se tardará un poco en adaptar nuestra idea de Europa a la ubicación suburbial que nos corresponde. La pertenencia europea de España constituye, desde luego, un hecho, pero ya no es posible verlo como un hecho gozoso ni como una vibrante ilusión. Nunca vamos a ser lo que nuestras minorías modernizadoras nos dijeron que íbamos a ser, y conviene acostumbrarse cuanto antes a esta mala noticia. Mientras dure su asimilación, hay dos mudanzas mentales de cierta urgencia. La primera, que a muchos resultará humillante, consiste en comprender que el suburbio de una ciudad tiene a veces más que ver con el suburbio de otras que con los barrios residenciales de la propia. La segunda, que a las humillaciones históricas debe responderse, cuando menos, con dignidad, aunque esto implique cambiar el gesto, y sustituir la mueca satisfecha del nuevo rico por la sobria cólera de quien se dejó enredar en una trampa que se ha convertido en destino. En el casino nacional futuro no faltará quien, con las mejores razones, pida jugar un rato a la oca.

Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid. Su último libro publicado es La clac y el apuntador (Abada).

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