Del alivio a la polarización

Parecía que todos habíamos recibido el mensaje electoral y que con él las derechas dejarían a un lado la salmodia de la ilegitimidad del Gobierno para con ello justificar la crispación sin límites como forma de oposición. Y que con el alivio del desbloqueo del Ejecutivo se abriría paso también la dialéctica de oposición propia de una democracia madura como es la española.

Pero no ha sido así. Sin solución de continuidad, hemos pasado de cuestionar la legitimidad de la moción de censura contemplada en la Constitución a aplicársela a la investidura, al nuevo Gobierno y a cualquiera de sus primeras medidas.

Quizá entonces tenía alguna explicación, ya que la moción de censura era una formulación inédita en los años de democracia, su gestación fulminante e inesperada y la consiguiente sorpresa y amargura la hicieron más indigerible para la derecha.

Esta vez, sin embargo, y después de un proceso electoral que no ha hecho otra cosa que ratificar los resultados anteriores, han sido los apoyos, y sobre todo las abstenciones, logrados en la investidura la excusa para volver a la estrategia de la ilegitimidad.

Una estrategia enarbolada junto a la acusación de la mentira en campaña electoral esgrimida en el debate de la sesión de investidura. Como si el olvido de los compromisos incumplidos de las derechas en relación al desbloqueo de la legislatura fueran de diferente naturaleza que las afirmaciones de divorcio en la izquierda y de rechazo del relato independentista del PSOE. Pecados mortales los del candidato y veniales los de la oposición.

Nada se ha dicho sin embargo de los apoyos prestados al no a la investidura de las derechas por parte de otros como el PDCat o las CUP –tan independentistas o más que los abstencionistas– y que, de haber ganado, hubieran significado también los votos imprescindibles para forzar una nueva convocatoria electoral.

Es cierto que la izquierda, y el PSOE en particular, fueron los responsables de la repetición electoral. Y todo por la nostalgia de una mayoría más amplia, incluso absoluta, que se acabó demostrado una quimera y culminó con un fiasco. Y es verdad también que el Gobierno de coalición no es muy diferente del barajado al final de la breve negociación y que dio lugar al rechazo de Unidas Podemos, salvo en un Ministerio más y la superación del veto a la incorporación de Pablo Iglesias como vicepresidente, lo que no es poco, aunque su viabilidad presupuestaria esté por aclarar.

También es cierto que la repetición del resultado, vista como perspectiva de hoy, no ha logrado más que ratificar la relación de fuerzas entre la izquierda y la derecha ligeramente a favor de la izquierda. Dentro de ésta, consolidando la hegemonía del PSOE; y en las derechas, con el avance de la extrema derecha en detrimento del centroderecha.

Pero, más allá del juego de los partidos, parece también como si en un nuevo dejá vu hoy volviésemos también al momento Pedralbes después de un largo periodo de bloqueo.

Desde entonces, el diálogo territorial se ha retomado, aunque con la diferencia significativa de la iniciativa concreta del proyecto de reencuentro presentado por Sánchez después de no pocas dudas sobre la reunión y la representatividad del presidente Torra.

Además, la economía se ha ralentizado, se aplazan los Presupuestos y las medidas de cambio, siquiera apuntadas en la legislatura ultracorta de la moción de censura se han congelado para solo recuperarse con la reciente subida del salario mínimo.

A la sorpresa del pacto de coalición exprés de las izquierdas y la réplica previsible del nuevo relato reaccionario sobre la alianza social comunista como excusa perfecta para la polarización, se han sumado los acuerdos con nacionalistas y, en particular, con el independentismo y su hoja de ruta llena de eufemismos en relación al conflicto, la mesa de negociación y la consulta. Una autoenmienda de la izquierda.

Pero lo peor ha sido la indiferencia moral y política ante los efectos dramáticos que hubiera supuesto para la democracia española una tercera convocatoria electoral. Esa actitud echa por tierra la palabrería patriótica de la derecha del Partido Popular y pone en evidencia la ya tradicional resistencia de las derechas españolas, más allá de los límites mínimamente aceptables, a perder el poder.

La vuelta al relato y al discurso de la ilegitimidad del Gobierno Sánchez que hace prever la elevación del grado de confrontación y la instrumentalización sin embozo de todos los resortes políticos e institucionales para evitar la consolidación del Ejecutivo.

Por otra parte, la réplica dura del Gobierno, con unas primeras decisiones como las relativas a la Fiscalía y al CIS o sobre Venezuela, además de un error, hace prever en su futura gestión los problemas de coordinación y el riesgo de la sobreactuación política y sobreexposición mediática. Ni el presidencialismo ni el cierre de filas parecen la mejor respuesta ni la solución.

Porque la debilidad del nuevo Gobierno sigue estando, como después de la moción de censura más fuera que dentro. En primer lugar, en una mayoría parlamentaria precaria, compleja y prendida con alfileres; pero, sobre todo, en la lógica del consentimiento (no en la del compromiso) donde el Gobierno aparece cautivo de una dialéctica externa y emocional, como es el cuartelado bloque independentista, situado entre el agravio y el pulso por la hegemonía.

Pero también dentro la fragilidad de la coalición progresista ésta tiene como reto reconstruir la confianza y hablar fundamentalmente con el BOE mediante medidas como han sido la revalorización de las pensiones y de las retribuciones de los empleados públicos o el salario mínimo; en definitiva, la recuperación de un nuevo contrato social y laboral, dentro de unos límites estrechos, más que enredarse en los pulsos internos y las provocaciones de la oposición. Que de todo habrá.

El reto es también ofrecer con insistencia el diálogo y la voluntad acuerdos de Estado, más allá de la izquierda y de los partidos de la mayoría, al resto de partidos y de las instituciones y a la sociedad civil, inicialmente en los temas urgentes como la lucha contra la lacra de la violencia y la desigualdad de genero, el futuro de las pensiones, la transparencia y lucha anticorrupción, así como de los más estratégicos transición ecológica y la transformación tecnológico digital.

Puede que los resultados del esfuerzo sean más o menos pobres, pero superar la polarización es un objetivo de regeneración democrática de primer orden.

Pero también en relación al futuro modelo de financiación autonómico y municipal. Solo así tendrán algún futuro también las posibles salidas a la crisis catalana, ya que la solución como tal, hoy por hoy, no aparece en el horizonte.

Gaspar Llamazares es político. Acaba de publicar La izquierda herida (La esfera de los libros).

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