Del blanco al verde oliva

Una visita a YouTube permite ver a Nicolás Maduro tal como lo vimos aquella tarde de Cuaresma, hace dos años, vistiendo guayabera blanca, prenda de mangas largas que las cumbres iberoamericanas han hecho de rigor entre los jefes de Estado del Caribe.

Lo flanquean una mujer y tres hombres. Hay muchos militares haciendo telón de fondo. La mujer es Cilia Flores, su pareja y a quien ya la parla chavista llama untuosamente Primera Combatiente. A la guayabera de Maduro literalmente le crecerán jinetas militares en los hombreras. La prenda irá pasando paulatinamente del blanco al verde oliva, pero eso está todavía en el porvenir de aquel 5 de marzo de 2013.

Los hombres son todo ellos ministros y salidos del troquel que identifica a los comisarios políticos del funcionariado civil chavista: corte de pelo al rape o casi al rape, coquetas lentillas rectangulares en montura de pasta y chaqueta cazadora.

Del blanco al verde olivaAl centro, ante un micrófono, improvisando luctuosas solemnidades, se yergue el apesadumbrado vicepresidente Nicolás Maduro, designado sucesor por el mismísimo Chávez en diciembre del año anterior y a quien el populacho —el opositor y el chavista— ha apodado Platanote, modismo que en Venezuela distingue al sujeto alto y desgarbado. La palabra alude también a un atributo moral: el espíritu aplatanado. Platanote viene viene a ser, pues, un cruce lexical de “aplatanado” y “pasmarote”.

La sabiduría convencional perseveraba por entonces en confundir el aspecto aplatanado de Maduro y sus hilarantes despropósitos al intentar hablar castellano, con una total carencia de malignidad. Pero el caso es que la malignidad de Maduro es la de quien, con lucir aplatanado en extremo, “sabe esperar y aguarda que la marea fluya”.

La historia de Venezuela abunda, sin embargo, en aplatanados que supieron esperar y, llegado el momento, superaron en todo a sus despóticos protectores. El general Juan Vicente Gómez, dictador que sojuzgó a Venezuela durante veintisiete años, desde 1908 a 1935, resplandece como el más paciente entre los desalmados que supieron postergarse.

Gómez esperó aplatanadamente durante nueve años a que su compadre, el también general y dictador, Cipriano Castro, abandonase el país rumbo a Berlín, a hacerse operar una fístula. Antes de partir, Castro se aseguró de dejar las cosas al cuidado de su leal segundón. De un zarpazo, Gómez se entronizó entonces en el poder por más de un cuarto de siglo de barbarie y latrocinio. Me cuidaré de no llamar jamás Platanote a Nicolás Maduro, sencillamente porque no es un inofensivo y provisional pasmarote metido en la camisa de once varas de un colosal desastre económico.

Al contrario: Maduro es, ni más ni menos, el novísimo, cínico y sanguinario dictador de Venezuela. Y como tal, está dispuesto a perpetuarse en el poder a cualquier precio. Maduro, el legatario designado por Chávez antes de hacerse destazar en un quirófano de La Habana, va camino a convertirse en el Juan Vicente Gómez del siglo XXI. Un Gómez socialista y de izquierdas, por supuesto.

Un Gómez que presidiese una novedosa variedad narcotraficante de dictadura militar, que no fuese más que un cooperante de Raúl Castro, el rehén de un panda de narcogenerales venezolanos y contase, además, con la vergonzosa lenidad de los gobernantes latinoamericanos ante los encarcelamientos y asesinatos que buscan convertir definitivamente a Venezuela en una satrapía.

Durante el par de años que Chávez tardó en patear el balde y unirse a los mitos latinoamericanos de redención social, los analistas locales especularon sobre la viabilidad de un “chavismo sin Chávez” con el que habría que contar, para bien o para mal, durante mucho tiempo.

Irónicamente, de Maduro —más bien, de su facha aplatanada— se esperaba en aquel tiempo una propensión al diálogo, a la transacción, a la convivencia. Se contaba con que, al haber ganado una elección presidencial con apenas poco más de un muy controvertido 1% de los votos, y consciente de esa intrínseca debilidad, Maduro quitaría hierro a la confrontación permanente y negociaría con la oposición un paulatino retorno a los usos democráticos.

Dos años más tarde, las cárceles venezolanas alojan, sin debido proceso, a decenas de presos políticos, varios de ellos destacados líderes de oposición; se ha detenido ilegalmente a miles jóvenes estudiantes. Muchísimas de esas detenciones han sido acompañadas de documentables torturas y los asesinatos perpetrados en las calles por los esbirros de Maduro se acercan ya al medio centenar.

Desde su despedida, a fines de 2012, nadie, salvo los médicos cubanos, había vuelto a ver a Chávez vivo. La designación televisada en que Chávez ungió a Maduro sucesor fue su última aparición pública antes de morir.

Maduro, de entre toda la nomenklatura chavista, fue quien mejor mostró iniciativa y desfachatez a la hora de mentir sobre los “progresos” del convaleciente invisible durante los meses que siguieron a la cuarta y última cirugía secreta. “Chávez ya trota”, fue el anuncio que le granjeó a Maduro definitiva fama de embustero, cuando el impenetrable equipo de médicos tratantes del legendario Cimeq habanero no dejaba filtrar nada al mundo exterior.

Once días antes de anunciar el deceso del “Presidente Eterno”, Maduro incurrió involuntariamente en una infidencia que dejó al descubierto el potencial delictivo del chavismo sin Chávez. Vistiendo el mismo chándal de colores patrios tan favorecido en vida por Chávez, Maduro se dirigió al país para dar cuenta de una larga y ardua jornada de trabajo ministerial dirigida por Chávez desde su lecho de enfermo en el Hospital Militar.

Según Maduro, en la reunión se abordó una agenda que cubría urgencias presupuestarias, medidas drásticas para combatir la escasez y abatir la inflación avivadas por la supuesta “guerra económica” con que la “burguesía parasitaria y apátrida” intenta todavía torpedear los logros de la Revolución. “Está haciendo un gran esfuerzo, con un ánimo extraordinario —contó Maduro—, con una sonrisa y unos ojos brillantes, vibrantes. Con gran fuerza de voluntad. Hemos comprobado la sabiduría inmensa que tiene el Comandante al enfocar los problemas”.

Entonces, de tanto querer emular a su dicaz protector, Maduro dejó escapar involuntariamente la palabra “cánula”, la palabra “problema”, las palabras “insuficiencia respiratoria”, tan cerca las unas de la otras que, al advertirlo, se apresuró a aclarar que, en el curso de la agotadora jornada ministerial, Chávez se había expresado maravillosamente bien por escrito, nunca sabremos si con papel y lápiz, si tecleando en una tableta iPad o con ayuda de una ouija.

Aquella rueda de prensa sentó un modelo para el futuro. Poco después, Maduro anunció sin empacho una nueva devaluación de la moneda, ordenada —¿telepáticamente?— por Chávez desde su lecho de enfermo.

Fue en los días finales de la macabra farsa en torno a un líder moribundo, erizado de catéteres, enmudecido por tubos nasotraqueales y por la sedación, cuando germinó la esperpéntica teocracia caribe que hoy padecemos los venezolanos. Maduro ha afirmado sin parpadear que disfruta de una comunicación astral con el Difunto.

Zoantropía bolivariana: poco después de las exequias, Maduro aseguró haber escuchado a un pajarito cantar de un modo para él inequívoco. El pajarillo llanero, Chávez reencarnado —mejor: reemplumado—, instruyó a Maduro en cosas de gobierno, tal como Yahvé instruyó a Moisés hablándole desde una zarza ardiente.

¿Podrá Maduro, zafio chamán de un culto a la personalidad, hacer perdurar indefinidamente el tiránico régimen chavista que ha hecho de un rico petroestado un ruinoso satélite cubano? ¿Precipitará el estado de alerta militar —virtual ley marcial—, impuesto por Maduro y los narcogenerales, la perfecta “dictadura posmoderna”, tal como Moisés Naím definió al chavismo sin Chávez?

Ante la indiferencia de los Gobiernos latinoamericanos, solamente los millones de demócratas venezolanos que, denodados, enfrentan diariamente la tiranía lucen dispuestos a evitarlo.

Ibsen Martínez es escritor.

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