Del calentamiento global al gobierno mundial

La cuestión del cambio climático antropogénico ha superado con creces la barrera de lo científico para entrar de lleno en el terreno político, cuando no en lo criminal, como se ha puesto de manifiesto en el reciente caso del Climategate.

A estas alturas, el global warming es ya una evidencia científica, corroborada por las dos olas de frío del gélido invierno americano. Sin embargo, existen datos suficientes para sospechar que, detrás del muñido cambio climático, se esconden intereses geopolíticos, económicos y financieros a corto, medio y largo plazo. Quien sólo ve en la guerra un mero conflicto armado entre dos partes enfrentadas, capta, por supuesto, la esencia de ella, pero no advierte el océano de matices políticos, diplomáticos y económicos que la provocan y, a veces, la prolongan innecesariamente. Algo parecido podría ocurrir con el cambio climático. Es, sin duda, una realidad cierta que nos amenaza con inmensas ramificaciones y consecuencias. No sorprende, por ello que, en esta primera etapa de globalización anárquica, una criptocracia financiera desee instrumentalizar el calentamiento para obtener el máximo rédito político y económico posible.

No soy amigo de conspiraciones. Pese a ello, me convencí de la manipulación mediática y política de que está siendo objeto el calentamiento global leyendo una sugerente entrevista a Freeman Dyson, eminente científico del Institute for Advanced Study de Princeton, publicada el año pasado en el Magazine semanal del New York Times. Dyson, hombre de talante liberal y sencillez exquisita, definió su postura sobre el calentamiento global -políticamente incorrecta, por supuesto- empleando tres frases lapidarias: «Todo el alboroto sobre el calentamiento global es terriblemente exagerado»; «El calentamiento global es el primer artículo de fe de una religión secular mundial»; y, para rematar, una caricia, «El hecho de que el clima sea más cálido no me asusta en absoluto».

En estos días, un excelente reportaje de Julien Eilperin y David A. Fahrenthold aparecido en The Washington Post de 15 de febrero de 2010, me ha vuelto a poner sobre la pista. En él, los conocidos periodistas americanos advierten sin tapujos de los errores contenidos en el informe seminal sobre el calentamiento global, que valió el premio Nobel de la Paz en 2007 al Intergovernmental Panel of Climate Change. El IPCC está formado por un grupo de expertos que, bajo los auspicios de la Organización Meteorológica Mundial y del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, analiza en profundidad la información científica, técnica y socioeconómica más relevante sobre los riesgos del cambio climático provocado por las actividades humanas, así como las posibles repercusiones.

Las recientes pruebas sobre los errores contenidos en el informe del IPCC minan la confianza no sólo del grupo, sino también de la propia estrategia política sobre el tema. «Existe la impresión de que algo está podrido en el IPCC», ha señalado Richard H. Moss, científico de la Universidad de Maryland, quien ha trabajado en el IPCC unos cuantos años. Jeffrey Kargel, profesor de la Universidad de Arizona, también se queja porque «es realmente doloroso comprobar lo que ha sucedido». El informe señala que los enormes glaciares de la cordillera del Himalaya podrían desaparecer para 2035. Sin embargo, Kargel argumenta que es «físicamente imposible que se descongele el hielo tan rápido». Al parecer, la causa de los errores, podría deberse a que el grupo de expertos de la ONU citó un informe de un grupo activista, y no un estudio científico sometido a revisión.

El polémico informe ha caldeado estas semanas el ambiente de la Cámara Alta de los Estados Unidos. Si no, que se lo pregunten a los senadores republicanos James M. Inhofe y John Barrasso, dispuestos a poner todos los medios a su alcance, entre ellos los errores garrafales del informe, para bloquear los límites obligatorios de emisiones de gases de efecto invernadero. Por lo demás, no debe olvidarse que el dinero del poderoso lobby energético va fundamentalmente a las arcas del partido republicano (más del 75%) y no al demócrata (en torno al 25%).

Es imposible conocer la totalidad de los intereses energéticos, financieros y políticos que se ocultan tras el calentamiento global, pero algunos se vislumbran. El global warming es un buen instrumento político para aumentar el proteccionismo estatal, y con él los impuestos; constituye un argumento sólido para invertir en empresas de energía alternativa y podría convertirse en el principio del fin del imperio del lobby energético tradicional. Pero hay más, mucho más. En mi opinión, a nivel internacional, detrás de la histeria provocada con el calentamiento global se esconde un plan para dar un paso adelante, tan firme como antidemocrático, en el establecimiento del nuevo gobierno mundial.

Este nuevo world government, del que tanto se habla en los últimos años, comenzaría de facto con la creación de una primera institución global, que podría dictar normas vinculantes para los Estados en materia climática y estaría económicamente controlada por poderosos magnates del imperio angloamericano (con capitales en Nueva York y Londres). De funcionar bien el modelo, se establecerían otras instituciones globales similares con el fin de resolver cuantos problemas afecten a la humanidad en su conjunto (terrorismo internacional, pobreza, armamento nuclear, etcétera).

Hay razones para pensar que sea el hecho climático y no otro el que dé origen a la primera institución global. En primer lugar, porque la normativa internacional y las organizaciones reguladoras del cambio climático son de naturaleza y contenido muy diverso por haber sido establecidas en momentos muy distintos y por países diferentes. No existe, ni por asomo, una jerarquía normativa que integre y armonice la variedad de disposiciones en la materia, sino que se trata más bien de un régimen fragmentado y complejo, que engloba desde tratados multilaterales como la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático, con acuerdos subsidiarios como el protocolo de Kioto o el acuerdo político de Copenhague, pasando por el Protocolo de Montreal, hasta iniciativas bilaterales (entre Rusia e India o China y Reino Unido, por ejemplo). También existen agencias especializadas de Naciones Unidas, clubes (como el G-20). En segundo lugar, porque el calentamiento global afecta a todos los humanos por igual con independencia de la raza, la religión, la posición social o la lengua. Este hecho facilita mucho las cosas pues evita tensiones ideológicas, que son a veces las más difíciles de superar.

Bajo el control de Obama, el calentamiento global sería el mejor instrumento para americanizar el proceso de globalización, promoviendo un cambio de política exterior en los Estados Unidos con el fin de asegurar el liderazgo mundial norteamericano durante los próximos años, siempre de la mano de China, que se convertiría, no ya en un mero aliado económico, sino en el socio geopolítico y estratégico por antonomasia. La creación de una institución global de estas características no fue posible en la cumbre de Copenhague, pero ello no significa que no vaya a serlo en un futuro relativamente próximo.

Soy un acérrimo defensor del derecho global, de su necesidad y de sus posibilidades. Sueño con él, como en su momento tantos lo hicimos con una Europa unida. Por eso, pienso que, sin un derecho global que las ordene, las nuevas instituciones globales son altamente peligrosas pues fácilmente serán esclavas de sus muñidores. A la ONU, esa mole cansina, me remito. Creo que la estrategia ha de ser otra: bosquejemos, en primer lugar, un plan urbano global; luego, si cabe, construyamos las casas y los rascacielos, es decir, las instituciones. Otro modo de proceder, es comenzar a construir la casa por el tejado, permitiendo que, a nivel global, se imponga una política de hechos consumados, al albur de una plutocracia sin escrúpulos. Si caemos en sus manos, todo, absolutamente todo, se podría perder.

Rafael Domigo Oslé, catedrático de Universidad de Navarra y presidente de Maiestas.