La mayor parte de nuestros amigos escritores y poetas no tienen carné de conducir. Tampoco están en Twitter. Lo primero no les ha impedido a algunos de ellos haber viajado más que la mayoría de los mortales que cogen a diario el coche para ir a trabajar. En cuanto a lo segundo: pese a no saber qué son las redes sociales esos amigos no solo no están menos informados que la mayoría de sus usuarios, sino que a menudo son quienes alimentan las redes con sus opiniones y escritos.
Al que se le ocurrió el invento es un genio. Poner a trabajar gratis, en beneficio propio, a millones de personas de todo el mundo es prodigioso. Cierto que la aportación de la mayor parte de esos usuarios al negocio, en lo que se refiere a talento, conocimiento e información, es insignificante, pero también lo es que se conforman con lo que reciben, menos aún de lo que aportan. Resumiendo: lo comido por lo servido. O como se decía en un anuncio por palabras visto hace cincuenta años en la sección «La media naranja» de El Caso: un varón de cierta edad que admitía ser notablemente cojo, miope y algo sordo pedía entablar relaciones con alguna mujer formal: «No me importan defectos físicos. Pido lo que doy».
Hace unos días se ha iniciado un éxodo de X, antes Twitter. Esto no es ya ni noticia, y tampoco merece la pena entrar en las razones de la retirada.
Por lo que uno ha visto, se han ido y se están yendo gentes y entidades cuya impronta no parece que haya sido notable ni su pérdida, de las irreparables. Recuerda este caso (menos truculento que el otro) a un tema recurrente en la literatura del siglo XIX.
No había pueblo principal que no contara con uno, dos o tres casinos (de ganaderos, de agricultores; unos más liberales, otros más conservadores). Incluso dentro del mismo convivían diferentes falanges organizadas en tertulias (la de los comerciantes, la de los amantes del teatro, la de las fuerzas vivas, la de los viejos, la de los jóvenes...).
Había quienes vivían prácticamente en el casino, haciendo bueno aquel dicho tan español «como fuera de casa en ningún sitio». En las grandes ciudades esas instituciones, además de un salón de juegos, su sala de esgrima o su biblioteca (siempre vacía), podían disponer de reservados para los encuentros comprometidos y por supuesto contaban con un cuerpo de camareros bien adiestrados trajinando cafés y bebidas. Eran esos casinos o círculos como una ciudad paralela, entre oasis oportuno y quiste social.
Los abonados solían llegar después de comer y se levantaban únicamente para volver a cenar a sus casas. La poltrona o diván donde habían permanecido sentados toda la tarde no habían tenido tiempo de enfriarse cuando regresaban de cenar, y solo de madrugada los asiduos daban por concluida la jornada. La mayor parte del tiempo lo consumían hablando unos de otros, circulando chismes y dándole pábulo a la combinación, al bajonazo, a la insidia, unas veces por pasar el rato y otras por el gusto plebeyo de hacer daño. Más o menos lo que siguen haciendo en las redes sociales millones de personas.
Como consecuencia de ello las controversias suscitadas se enconaban de tal modo que la gente se perdía con frecuencia el respeto, se escupían palabras gruesas y, cuando aún se estilaban los duelos, se cruzaban tarjetas y padrinos que resolvían las cuestiones casi siempre de una manera macarrónica. Y la frase que sobrevolaba las cabezas a gritos era: «¡No pienso volver por aquí!» (hasta que transcurrido un tiempo regresaban con una altanería tan cómica como maltrecha). Algo parecido acaba de suceder en Twitter.
Decía Juan de Mairena que «malo es el mutis que se hace aplaudir», pero lo cierto es que a la gente le gusta morir en belleza, como los divos de la ópera. Toreros, actores, escritores que dicen también: «Me corto la coleta», «Dejo de escribir», «Adiós a todo eso»... Hace años el Gobierno de España exigió un visado a los colombianos. Hubo un revuelo tremendo. Los escritores más conocidos de allí, encabezados por García Márquez, protestaron vivamente (quiero decir, levantando los brazos como en el coro de los esclavos del Nabucco) y juraron no poner los pies en España hasta que aquella visa no desapareciera. Como la cosa tardaba en resolverse, a los pocos años volvieron todos a viajar a la madre patria, eso sí, a cencerros tapados.
Twitter es como uno de aquellos viejos casinos, pero puede uno irse a tiro hecho a una docena de cuentas cuyas orientaciones, informaciones y criterios son serios, sin pasar por las sentinas.
Mi estrecha pericia de tuitero no ha echado ahora en falta ninguno de estos rincones hospitalarios, y tampoco he echado de menos a ninguno de los que aseguran haberse ido (lo que quiere decir que había podido vivir todo este tiempo sin saber ni siquiera que existían). Supongo que pasado un tiempo volverán también por la puerta de atrás a ocupar su dolorosa insignificancia.
Sin salir de la generación del 98 (la que importa) Valle, los Machado y Unamuno eran de café y tertulia; Juan Ramón, Azorín o Baroja, en absoluto, y eso no los hizo mejores ni peores.
A los amigos que no conducen da gusto llevarlos en coche, tanto como dejarse conducir en Twitter por quienes nos llevan a la información, el conocimiento y el talento. En Twitter y en la vida los aspavientos suelen salir sobrando (y Ese que el jueves aspaventó con lo de Aldama mucha risa, recuerde lo de «llaneza, muchacho, no te encumbres», etc.).
Andrés Trapiello