Del 'caso Mari Luz' a la huelga de jueces

En materia judicial siempre ha sido muy difícil para los Gobiernos del Partido Socialista desarrollar una política acertada. Sin duda existen factores de peso y circunstancias atenuantes -como el enraizamiento del pensamiento conservador en la carrera judicial- que han impedido que las políticas de progreso se desenvuelvan en el ámbito judicial con el mismo éxito alcanzado en otros también tradicionalmente muy difíciles para los socialistas como puede ser el militar, y donde no obstante se han hecho importantes cambios y transformaciones en la organización y el funcionamiento de nuestras Fuerzas Armadas.

Desde la izquierda hemos hablado y escrito mucho sobre esa patología del "corporativismo" judicial expresado con toda crudeza con motivo de la polémica decisión del Consejo General del Poder Judicial sobre la sanción disciplinaria impuesta a un juez de Sevilla a raíz del llamado caso Mari Luz. Sin duda los retrasos y la desidia de la Audiencia Provincial y del propio juez de lo Penal en resolver, notificar y ejecutar una sentencia condenatoria al inculpado por el asesinato de la niña onubense, integran uno de los episodios más negros de la historia judicial española. Aquel pésimo funcionamiento de la Administración de Justicia fue sin duda imputable a los titulares de dichos órganos jurisdiccionales, pero también a la insuficiencia de medios materiales y personales con que se trabaja en las oficinas judiciales de este país. La desastrosa gestión del caso se solapó sobre esta cruda realidad, provocando una reacción en cadena de jueces de todas las tendencias ideológicas y si cabe un mayor escoramiento de las posturas corporativistas, pecado gremialista al que no escapan los grandes cuerpos de la Administración.

Y en lugar de torear dicho corporativismo con acciones decididas, y de reaccionar ante el larvado malestar judicial por lo que se consideró "intromisiones del Ejecutivo", se insistió en señalar con el dedo inquisitivo a los jueces como una casta que sólo se mueve por sórdidos intereses personales, olvidando que la política judicial es una política de Estado que incide sobre una materia muy compleja, muy fragmentada y con protagonistas muy distintos que sólo los jueces protagonistas (comunidades autónomas, fiscales, secretarios judiciales, funcionarios, abogados y procuradores).

La política judicial es sin duda difícil desde el momento en que tiene que estar dirigida al servicio de la función jurisdiccional, que es lo mismo que decir, en palabras de Fernando Ledesma, "al servicio de la independencia de jueces y magistrados". Por eso mismo, ante la insoportable deficiencia estructural que impide que la función judicial sea eficaz y ante una política errática y desorientada que desatiende esa pri-maria obligación de servicio material a la independencia judicial, se llegó al momento actual en que los jueces reaccionamos con la torpeza de una huelga anunciada que difícilmente entienden los ciudadanos.

En este estado de cosas son muchos los que cuestionan el sistema de autogobierno judicial que ni siquiera cuenta con antecedentes democráticos: la autogestión judicial -¡asómbrese el lector!- data ya de la dictadura de Primo de Rivera, que ideó en 1923 la Junta Organizadora del Poder Judicial "para confiar a la propia Magistratura su depuración, su reforma y su régimen". La existencia de un CGPJ fomenta las tendencias corporativistas por la evidente mayoría judicial que lo integra, y cuando en 1985 se trató de corregir al mal del corporativismo se unió el mal del reparto de cuotas entre los grupos parlamentarios que reiteradamente desatendieron la admonición que en ese sentido les hizo el Tribunal Constitucional. Y así llegamos al procedimiento actual, del año 2001, decantado por el dirigismo de las asociaciones profesionales a la hora de la renovación de los vocales de procedencia judicial del CGPJ.

El mejor sistema de autogobierno judicial es la aplicación rigurosa del principio del imperio de la ley, extra e intra judicialmente. Es decir, se trataría de que las funciones y competencias de los vocales del consejo estén cada vez más regladas y predeterminadas en la propia ley emanada del Parlamento, en cuya aplicación quedara reducido prácticamente a cero el margen de discrecionalidad. De la misma forma que están reglados los ascensos y concursos de traslados, habría que lograr que también quedaran reglados los motivos tanto para los premios a los jueces (nombramientos, promociones y ascensos) como para los castigos (infracciones y sanciones) hasta lograr un sistema objetivo de carrera judicial.

Por otra parte, hay que ser muy contundentes en el destierro definitivo de cualquier intento de instaurar un "gobierno de los jueces". El gobierno es de los ciudadanos, surge legítimamente de la expresión de la voluntad popular manifestada en unas elecciones que sirven además para configurar el sentido político de la realidad social de cada momento, realidad con la que tiene que sintonizar el juez en su función aplicativa del derecho tal y como viene ordenando desde hace tiempo el artículo 1º del Código Civil. Esto justifica que la decisión fundamental sobre la oportunidad y los concretos contenidos de la ley proceda siempre del poder legislativo. Y es precisamente en la aplicación de la ley donde el juez encuentra su legitimidad democrática.

Lo que enlaza con la reforma urgente del acceso a la carrera judicial, de cara a una formación integral de los jueces en los valores de una sociedad democrática avanzada y para paliar al mismo tiempo el clamoroso déficit de jueces que padecemos en este país. Pero también una reforma para que la función judicial sea atractiva y accesible a todos los ciudadanos en condiciones de igualdad y para que los futuros jueces puedan realizar su trabajo con objetividad, inteligibilidad y capacidad dialéctica.

El vigente sistema de acceso, basado exclusivamente en la memorización de textos y la acreditación de dicho conocimiento en uno o varios ejercicios, se ha demostrado insuficiente para conseguir este objetivo. No sirve, en la mayoría de los casos, para seleccionar a los más cualificados, ni permite la valoración de otros méritos indispensables para el ejercicio de esta importantísima responsabilidad pública y para que los ciudadanos no alberguen la menor duda de que cuentan con personas bien formadas que respondan adecuadamente a la creciente demanda de justicia en nuestra sociedad.

Y todo ello con la decidida puesta en marcha de una nueva organización judicial para el siglo XXI (nueva planta y demarcación territorial, oficina con medios tecnológicos, formación intensiva del personal colaborador) por unos ejecutores capaces de comprometerse seriamente con las necesarias medidas legislativas, ejecutivas y presupuestarias, y capaces de alcanzar acuerdos solventes para el desarrollo de un programa de actuaciones que va más allá de una sola legislatura.

En definitiva, entre el corporativismo y el descrédito extremos tenemos que encontrar el espacio donde ofrecer a los ciudadanos una nueva política más sensata que contribuya a solucionar de una vez por todas nuestro problema judicial.

Alfonso Villagómez Cebrián, magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Galicia y miembro de Jueces para la Democracia.