París podría ser una de esas cumbres de la sostenibilidad llena de declaraciones de buenas intenciones que, paradójicamente, solo recogen indicadores de que van de "peor en peor". Confieso que son precisamente estas cumbres las que me hicieron perder la inocencia y, tras esperar ingenuamente un cambio de rumbo, me había convertido en un completo escéptico. Sin embargo, algo está cambiando con la próxima cita en París y ahora soy moderadamente optimista.
Tres son las razones que sustentan este leve optimismo. En primer lugar, la encíclica del papa Francisco. Más allá del credo que confiese cada uno, las palabras de Francisco han conseguido situar el problema de la sostenibilidad en una dimensión más amplia y global que incluye a todos, no solo a los ecologistas radicales o moderados. El Papa ha trasladado la sostenibilidad a una dimensión apolítica y espiritual. Y sus palabras están consiguiendo que la preocupación por el planeta esté avanzando en todos los sectores.
En segundo lugar, el escandaloso asunto de las emisiones de Volkswagen. La crisis de la marca alemana, adalid del ecologismo activo, ha dejado claro el papel que juegan las empresas y lo que es más importante, lo que las empresas se juegan en estos temas. El caso Volkswagen ha puesto en evidencia que las malas conductas tienen que penalizarse y que los controles que las empresas sufren en la actualidad siguen siendo laxos. También ha confirmado que, lamentablemente, la autorregulación no funciona como debiera y que hay que ampliar las regulaciones… o, quizás esto sería más eficaz, mejorar el control sobre su cumplimiento.
Por último, el tercer punto que apoya mi moderado optimismo son las recientes declaraciones realizadas por los mandatarios de Estados Unidos y China. Las buenas intenciones de los dos jugadores que más se oponían a los avances en estas materias son esperanzadoras. Aunque deberíamos ser conscientes de que mientras esos buenos deseos no se traduzcan en compromisos claros y medibles y con fechas límite…. no podemos lanzar las campanas al vuelo.
La gran pregunta es: ¿cómo podemos aprovechar este viento favorable para, esta vez sí, llegar a buen puerto? ¿Cómo deberían ser las cosas para que de las palabras se pase a los hechos?
Los que nos dedicamos a la estrategia enseñamos que los planes de acción realistas se apoyan en objetivos que cumplen un acrónimo inglés muy fácil de recordar: SMART. La única esperanza de que las grandilocuentes declaraciones se cumplan es que se conviertan en objetivos SPECIFIC/Específicos (que se concreten en aspectos técnicos); MEASURABLE/Medibles (capaces de ser concretados en datos mensurables); AMBITIOUS/Ambiciosos (que sean objetivos ambiciosos, que no se conformen con pequeños ajustes); pero que también sean REALISTIC/realistas (que no sean tan ambiciosos que sean imposibles de cumplir y por lo tanto que puedan ser alcanzables); y por último TIME/tiempo (que se establezcan en un plazo de cumplimiento). La definición de estos objetivos implicaría, por ejemplo, fijar un precio global del carbono o la prohibición de las subvenciones a los combustibles fósiles. Hasta que no seamos exigentes con los objetivos que proponen las cumbres, será difícil avanzar.
La cumbre de París tocará sin duda dos grandes debates difíciles, que también son clásicos. ¿Qué hacemos con el crecimiento energético de los países subdesarrollados? Y ¿qué hacemos con los países isleños que sufren trágicamente las consecuencias de la falta de sostenibilidad de todos?
El primer debate es complicado. Desde Occidente exigimos a los países subdesarrollados que inviertan en tecnologías verdes. Les pedimos que construyan un sistema energético que no perjudique al planeta. Sin embargo, esos sistemas son mucho más caros y pueden lastrar su incipiente crecimiento. Y ellos preguntan: ¿quién lo paga? ¿Qué solución les podemos ofrecer desde Occidente para que sea posible financiar un desarrollo sostenible que no sea otro lastre que les condene a la pobreza?
En segundo lugar, está el tema de los países isleños, que sufren dramáticamente los cambios climáticos que hemos producido desde otros lugares del planeta. ¿Quién se va a hacer cargo de los impactos que sufren por las malas prácticas de todos los demás? ¿Quién se va a hacer cargo de sus facturas de “seguros”?
Lo que nos han enseñado cuarenta años de cumbres es que el problema no es sencillo, ni depende de una sola causa, por lo que la solución tampoco podrá llegar de un solo sector, por muy sensible que sea. Convendría repensar el marco global, escalarlo y estudiarlo a nivel agregado. Analizar los sectores más delicados y sensibles, que tienen un mayor impacto, valorando toda la cadena de valor, todos los inputs y procesos… Por ejemplo: además de preocuparnos por la energía o la industria, ¿no deberíamos medir con más cuidado los efectos que tiene el sector de la alimentación? Quizás la agricultura no produzca mucho CO2 pero, sin duda, analizando el packaging, el transporte o los sistemas de producción… obtendríamos otras referencias.
Este es el reto y es grande. Todavía me pesa el recuerdo. No puedo olvidar de dónde veníamos. Nuestra primera gran cumbre se celebró en 1972 y los resultados que hemos ido acumulando no son buenos. Pero lo último que se pierde es la fe. Soy moderadamente optimista sobre esta cumbre. Hay algo que estamos haciendo bien y es tiempo de actuar: bajar a la tierra y concretar. Los vientos son propicios. Aprovechémoslos.
Pascual Berrone es profesor del IESE.