Suele mencionarse de forma anecdótica o casual, pero la idea lleva un contenido de fondo poderoso. A diversos articulistas o historiadores les parece que la sociedad española no ha hecho su duelo de la guerra y de los muertos de la guerra y que, por tanto, el Estado está en deuda. Interpretan que aún queda pendiente la interiorización profunda de la barbarie del pasado porque la Ley de Memoria Histórica se habría quedado corta o trabaja en el vacío.
Quizá 30 años de democracia y de evidente construcción de un sistema de libertades civiles, cabal y en marcha, no han bastado para satisfacer las exigencias del duelo, y eso es lo que defiende un libro reciente, que ni es casual ni es anecdótico, de Jordi Ibáñez Fanés, Antígona y el duelo (Tusquets). Pero la melancolía del libro alcanza a la transición entera, porque de ella asegura que hemos heredado una "pérdida severa de fundamentos y criterios para el discurso crítico y para una capacidad de análisis del presente". O en fórmula más breve pero no menos severa, la democracia padece hoy una "pérdida de suelo moral".
Yo lo entiendo exactamente al revés: su punto de vista es el de un profesor próximo a materias filosóficas y estéticas, más que propiamente políticas e históricas, que ha buceado con apasionamiento en los debates recientes sobre la guerra, sobre las deudas de la memoria, sobre la ley misma de reciente aprobación. Su perspectiva asigna la responsabilidad de una memoria del franquismo, todavía escindida en dos bandos, a la ausencia de un rito de naturaleza privada, el duelo, que debía convertirse en público y de Estado. Desde luego, también es una exageración que desenfoca las cosas decir que la transición "supuso un malentendido moral de consecuencias incalculables", pero puede compartirse la sensación de que el pasado todavía no está interiorizado en forma de memoria compartida, como le gusta llamarla.
Pero ese duelo incumplido resulta una explicación parcial, o demasiado secundaria. La posible deficiencia de la democracia, en estas materias, está en otro sitio más crudo. Yo al menos no sé verla, como hace Jordi Ibáñez, ni en el olvido o arrinconamiento del pasado durante la transición ni en un difuso, simbólico e indefinible cumplimiento final del duelo. Para mí, está mucho más clara en términos políticamente definibles e histórica y socialmente identificables que han seguido complicando la asunción del pasado: ni el Rey ni la Iglesia han expresado públicamente su condena del régimen franquista, y eso sí puede estar en el origen de algún problema de fondo. Para Jordi Ibáñez, el Estado actual es heredero del Estado franquista, pero no sé cómo ponerme de acuerdo con esaperspectiva cuando mi interpretación es justamente la contraria: lo que hizo el Estado fue hacer inviable esa herencia extinguiéndose, anulando sus fundamentos de legitimación, y los viejos o jóvenes franquistas hubieron de acatar la nueva legalidad del Estado desde 1978. Lo que desde luego no se hizo fue fundar uno nuevo, porque eso no existe ni ha existido jamás en ningún sitio.
De esa interpretación se ha extraído la consecuencia de pedirle al Rey que pida perdón en nombre del Estado. Eso equivale a pedirle a la nación que se disculpe hoy por las vilezas de nuestros abuelos, lo que tampoco sé si es muy justo y resuena invenciblemente a terapia cristiana y vagamente neurótica. Pero además, las faltas son siempre nuestras, porque no se heredan las culpas de padres a hijos; en todo caso, nos protegemos contra ellas y desde luego fabricamos otras nuevas de las que nuestros hijos o nietos deberán librarse como sepan y puedan.
El perdón es una categoría moral en el fondo simbólica, y esa reclamación confunde más que delimita las cosas, porque el Rey no debe pedir perdón ni por el comportamiento de su padre ni por haber aceptado la continuidad institucional que ató Franco en 1969 (sobre todo por lo que supo hacer el Rey después con esa aceptación). Si algo podría esperarse del Rey no es precisamente que encarne una culpa que no tiene, aunque hubiese podido tenerla, sino que sea portavoz sin más de la condena objetiva e irrebatible del sistema franquista, y por tanto lo repruebe abierta y llanamente. Incluso si puede ser, solemnemente: es una legitimidad de fondo que le falta a la monarquía, aunque sea irrelevante para la mayor parte de la sociedad y sea altamente improbable. Pero la clave del asunto no es social, sino moral. Porque detener el golpe de 1981 no le otorgó esa legitimación, sino la de demócrata por fin contrastado, aunque fuese de manera democráticamente atípica: fue nombrado heredero de la jefatura del Estado por quien era jefe de Estado, Franco, y asumió ese cargo para encarnar el sistema político franquista. Pero lo que hizo fue encarnarlo primero y asumir después su desmontaje.
El sentimiento de duelo incumplido que puede estar en muchos, todavía hoy, no creo que lo remediase la imagen de un Rey compungido pidiendo perdón no se sabe bien a quién y en nombre de qué atrocidades y de qué víctimas: ¿todas? ¿qué hijos o nietos esperan hoy unas disculpas por atrocidades de sus padres o abuelos que prefieren no saber unos y no contar los otros? No acabaría duelo alguno con ese acto, creo yo, pero en cambio sí se me ocurre un efecto fulminante de la condena de aquel régimen por parte del Rey: un año como éste, 70 después del final de la guerra, parece ocasión pertinentísima.
Y ese efecto podría ser la deslegitimación radical de la propensión malévola de un sector de la derecha política a edulcorar con indulgencia piadosa e interesada, muy católica, el mismo sistema que la Iglesia protegió y avaló durante tantos años, y que tampoco ha condenado. Es la segunda ausencia tóxica de la democracia, y en este caso todavía más grave, dada su presunta autoridad moral: las disculpas pueden exigirse de quienes se sienten dueños de una verdad inmutable y universal, y ese papel es el que ha desempeñado en dictadura y en democracia la Iglesia.
Y con ambas condenas parece creíble la extinción de ese aval simbólico e indefinible, difuso pero real, que unos cuantos usan hoy para seguir difundiendo y alentando reivindicaciones disimuladas del pasado franquista o de nostalgias neofranquistas. La Iglesia es un discapacitado democrático profundo, como es obvio, y es también ingenuo esperar esa condena, dueña como es de sus verdades absolutas, pero mientras el Rey y la Iglesia no expresen esa condena de la dictadura, rotunda y con la solemnidad debida, el suelo seguirá siendo igual de estable que ahora, sin duda, pero también seguirán pensándose causas menores (como el duelo), cuando lo que queda por corregir es la debilidad moral de dos instituciones todavía incapaces de desatarse de sus propias fidelidades históricas.
Jordi Gracia, catedrático de Literatura Española de la UB.