Del Estado de las autonomías al Estado de las minorías

No se llegó de un modo pacífico, sin opiniones discrepantes, a la calificación del Estado diseñado en la Constitución de 1978. No era -claro estaba- el Estado centralista de larga tradición española. Tampoco era un Estado federal del estilo de los existentes en Alemania o en Estados Unidos de América, y menos aún una Confederación. ¿Qué nombre deberíamos utilizar para definir la nueva organización territorial del Estado?

Al no encontrar un modelo en las topologías al uso, los teóricos del momento se inclinaron por la fórmula «Estado de las autonomías». Algunos observadores extranjeros manifestaron su sorpresa ante semejante innovación. Hubo que replicarles que lo nuestro no era un Estado compuesto -como son los federales, en sus diversas versiones históricas-, sino un Estado complejo, en el que el tronco común facilita la cohesión y la armonía entre las diferentes ramas. No es una organización jurídico-política de varias partes con raíces propias -las Comunidades Autónomas-, sino que éstas tienen su origen y razón de ser en la Constitución.

Transcurridos casi treinta años de vigencia del invento nos damos cuenta de que las reservas con las que fue recibido, tanto aquí como en ciertos ambientes académicos foráneos, eran opiniones atendibles, con bastante peso doctrinal. No resultaría fácil mantener el equilibrio del sistema complejo. El Estado de las autonomías terminaría por descomponerse.

Y ahora nos hallamos en una situación parecida a la que don José Ortega y Gasset describió el 15 de enero de 1932: «Hoy no hay en España más que un problema auténtico: los demás son pseudos en uno u otro sentido, por una u otra razón. Y ese problema único consiste en la construcción de un nuevo Estado. Y mientras ese nuevo Estado no exista plenamente España vivirá en peligro, y con ella y en ella todos los españoles, absolutamente todos, incluso los que creen que la atmósfera de peligro -el río revuelto- les favorece. Porque, entre tanto, nuestra vida pública quedará reducida a una serie de coletazos contradictorios. Hoy serán machacados los de un lado, mañana los del otro. Hay que estabilizar la vida pública, y esto no se consigue, como el vocablo mismo lo sugiere, más que con un Estado».

No se trata de buscar responsables de esta mala situación. A veces me he referido a la poca información que poseían destacados políticos de la Transición sobre lo que eran Cataluña, el País Vasco o Andalucía. Y a la inversa: desde esas regiones se desconocía el resto de España. Se fue demasiado complaciente en la distribución de competencias y no se previeron, ni en los días fundacionales ni en los siguientes, las consecuencias nefastas, por ejemplo, en el campo de la educación. Y en 1985 se consolidaron como definitivos los principios malos del decreto electoral de marzo del 77. Los nacionalistas de la periferia, con un escaso porcentaje de votos, condicionarían la política de los partidos implantados en toda España, que vienen sumando millones de votantes en las sucesivas consultas populares. Hasta tal punto se desvirtuó el proyecto de organización territorial que el Estado de las autonomías puede convertirse en un Estado de las minorías, ya que son estas porciones electoralmente privilegiadas las que se hallan en condiciones de decidir el camino a seguir.

Algunos dirigentes hablan de modificar la Constitución y modificar los estatutos de autonomía para lo cual debe conseguirse un consenso igual al del año 1977, pero esto es un imposible porque las circunstancias de 1977 eran muy diferentes. Por tanto si hay que llegar a un consenso será un consenso distinto. Cuando en las Cortes constituyentes de 1977 abordábamos la elaboración de la Constitución española, el fantasma de la terrible Guerra Civil nos afectaba a todos, tanto en la derecha como en la izquierda y en el centro, y procurábamos por todos los medios que las reivindicaciones no sobrepasaran el listón por encima del cual podrían dar lugar a otro enfrentamiento sangriento entre los españoles. Este fue un dato importantísimo para conseguir el consenso que hizo posible la firma de la Constitución de 1978. Hoy en día, por fortuna, ese fantasma de la guerra ha desaparecido, incluso muchos jóvenes ni siquiera pueden imaginar que hace más de 70 años padecimos una terrible y sangrienta Guerra Civil.

Al morir Franco, existía el deseo, en ciertos sitios, de resaltar su singularidad. Pero hoy ya es conocido donde están los techos competenciales que pretenden conseguir algunas Comunidades a través de la reforma de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía. No hay límites a sus pretensiones.

Ahora bien, ¿en un Senado con 17 Comunidades Autónomas se van a consentir diferencias sustanciales en cuanto a competencias, repartos de renta, financiación, etc., etc.? Por otra parte, tampoco la situación de desarrollo de las distintas Comunidades es la misma; algunas en el momento de la Transición eran económica y culturalmente muy poderosas: hoy han perdido su protagonismo y ocupan un tercer o cuarto lugar. Otras en cambio han alcanzado un mayor desarrollo, por ejemplo Madrid que antes era una capital administrativa y ahora, además de capital administrativa, es capital financiera y tiene un alto grado de desarrollo cultural y económico. Todas estas transformaciones han dado lugar o han generado una situación socioeconómica muy diferente a la de hace tan sólo 30 años; es otra nuestra manera de ser y nuestra manera de convivir.

El año 1932, según recordé antes, Ortega consideraba que el auténtico problema de aquel momento era la falta de un Estado. Y se fijaba especialmente en que era necesario que los gobernantes y los gobernados respetasen al Estado: «Lo decisivo -escribía el maestro- es que los ciudadanos, sea cual fuere la coincidencia o discrepancia de sus ideas con las sustentadas por los gobernantes, tengan la impresión de que éstos respetan profundamente al Estado. De modo que yo, ciudadano, respeto, quiera o no, al Estado cuando se me impone, quiera o no, la evidencia de que los gobernantes mismos lo respetan». (¿Cómo permanecer callados ante el lamentable espectáculo de la Universidad de Santiago, una de las más venerables de España, donde las autoridades académicas adoptaron una actitud tibia el día de las agresiones a María San Gil? Mal ejemplo seguido, hasta ahora, en otros puntos de España, entre ellos Barcelona y Madrid).

Ortega advertía de los riesgos de la utilización de los poderes públicos para desacreditar a un grupo de ciudadanos. La Oposición, en un régimen democrático, respetará al Estado en la medida en que el Gobierno se abstenga de utilizar su posición privilegiada para atacar a los disidentes. «Desde el Estado -concluía Ortega- no se puede ni favorecer ni agredir metódicamente a ningún grupo de los que integran la comunidad. En la medida que haga esto el gobernante denigra al Estado y lo irrespetabiliza. Si los grupos todos, aún los más hostiles al Estado, no se sienten atendidos por él, tenidos en cuenta en cada acto y palabra del Gobierno, el Estado no es tal Estado. Es lo contrario del Estado».

Nuestra tarea hoy, como la que reclamaba Ortega en 1932, es conseguir que todos respetemos el Estado de las autonomías formalizado por laConstitución de 1978. Si se mantienen las equivocadas (y perniciosas) transferencias del Estado a las Comunidades Autónomas, las autoridades se inhiben o colaboran con los desalmados, y no se consigue una representación auténtica de los españoles en el Congreso de los Diputados (mediante otra ley electoral), resultará roto el equilibrio con el que soñamos hace treinta años. El Estado de las autonomías no debe degenerar, cual hereje, en un Estado de las minorías.

Manuel Jiménes de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.