Hace años me impresionaron, seguramente por joven, unas reflexiones de Ernesto Sábato Sobre el fin y los medios. Eran parte del ensayo Nuestro tiempo de desprecio publicado en Buenos Aires en 1976. Cuando luego he vuelto a ellas no me han llamado tanto la atención. Solo, al fondo, la música que diferencia una ética de los fines y la ética de los medios. Y, por premonitorias, estas palabras del capítulo final («Un modelo para el desastre» lo llamaba Sábato): «Esta crisis no es la crisis del sistema capitalista, como muchos imaginan: es la crisis de toda una concepción del mundo y de la vida basada en la idolatría de la técnica y en la explotación del hombre. Es el derrumbe de un universo producido por una ciencia tan ajena a los valores metafísicos como un triángulo o una bomba atómica. Porque la conquista del universo material tuvo un precio y ese precio es la pérdida de todo anclaje numinoso, quedando así el ser humano a la deriva en un océano desconocido y sin valores absolutos». Qué poco caso hacemos de la lucidez de nuestros mayores, instalados hoy cerca del desastre en términos de compromiso social y moralidad pública.
Una de las causas radica, sin duda, en confundir las duras exigencias de una ética de los medios con una difusa ética de los fines. Es fácil convenir en ciertos fines, más cuanto más generales: la prevención del delito; la tutela de las minorías; el progreso económico como condición para una mayor justicia social. La bondad de las intenciones apenas distingue unos programas políticos de otros. Incluso podríamos compartir algunos de los objetivos de quienes cuestionan el sistema desde fuera y, mediante la fuerza o la intolerancia, hacen bandera de la libertad o pretenden imponer sus dogmas con el pretexto de lograr una beatífica paz social de la que emergerían valores individuales y sociales comparables con los de las democracias liberales, también mejorables.
Lo difícil es ponerse de acuerdo acerca de los medios. Hablar del Estado social y democrático de Derecho, como hace nuestra Constitución, ya limita el elenco de procedimientos permisibles para impulsar acciones de gobierno. Se exige su subordinación a unas reglas de juego establecidas democráticamente y orientadas socialmente por unos principios que también define la Constitución como organización básica de la convivencia. Pero no es suficiente: dentro del marco del Estado de Derecho sigue habiendo demasiadas opciones y, al margen de la legítima discusión sobre la prioridad de los fines, tendría que darse, con mucha más inteligencia, el debate sobre la justificación y legitimidad de los medios, huyendo del argumento falaz de que un (buen) fin puede justificar no importa qué medios. Como si en política todo valiera.
Por ejemplo, la regularización fiscal del actual Gobierno. El buen fin de incrementar la recaudación en tiempos precarios está a la vista de todos. Lo dudoso del medio empleado también: se incentiva el cumplimiento espontáneo de la norma tributaria por quienes ya la han incumplido a cambio de modificarla ex post reduciendo su coste para el incumplidor. Se trae a colación el artículo 31 de la Constitución, que vincula los principios de igualdad y progresividad a la capacidad económica de los contribuyentes. Pero aquí se compromete también el derecho a la igualdad del artículo 14, ya que por unos mismos hechos, ocurridos bajo unas mismas normas, se discriminará entre los ciudadanos cumplidores y los incumplidores reduciéndoles a estos la deuda tributaria ya contraída a cambio de un pago parcial. Además, el Estado reconoce su incapacidad para garantizar que se observe la legalidad tributaria, algo difícilmente compatible con la Constitución y de nulo valor ejemplarizador: los poderes públicos, sometidos al ordenamiento jurídico, tienen que velar por su integridad, cumpliendo y haciendo cumplir todas las normas. Medidas de este tipo producen desafección institucional y debilitan el vínculo de agencia por el que los responsables públicos cumplen el encargo de los ciudadanos. Convertir el estado de necesidad, circunstancia atenuante in extremis de la responsabilidad, en eximente para el Estado del cumplimiento de sus propias normas es un remedio altamente peligroso cuyos efectos nocivos para la cohesión social van mucho más allá de su posible beneficio económico.
El Gobierno anterior tomó una decisión inversa de ventajas —se decía— parecidas incluso en orden de magnitud: deducir a todos los pagadores del impuesto sobre la renta de las personas físicas la cantidad de 400 euros. Hubiéramos podido ahorrarnos la regularización fiscal. Aceptando que el buen fin fuera ayudar a la reactivación económica y no el de generar una adhesión política a favor de quienes tomaban esa decisión para rentabilizarla electoralmente (en tal caso, no habría buen fin), la norma por la que el ciudadano pagó no se modificaba después, ni se incumplía, pero sus efectos económicos se revirtieron parcialmente, también de forma indiscriminada. Si se pagó según la capacidad, lo que se devolvía tendía a ser igual para todos; y tan contrario al principio de igualdad es tratar desigualmente a quienes son iguales como tratar paritariamente lo desigual. No se trata de denunciar tarde una posible vulneración constitucional, sino de subrayar la difícil justificación de la medida al margen de la bondad supuesta de su finalidad. Como bien saben los esforzados funcionarios de la Administración tributaria, cuesta mucho recaudar, aplicando los tasados recursos legales, para luego devolver lo justamente recaudado o para renunciar públicamente a que los defraudadores paguen lo que deben. Los poderes públicos no solo necesitan ingresos; necesitan mayor confianza institucional y una moralidad rigurosa para hacer frente a los efectos socialmente disgregadores de la crisis económica. Más respeto al derecho, más cuidado con los remedios y menos improvisaciones bienintencionadas.
Es el signo de nuestro tiempo de desprecio: apartar la vista de la desigualdad y apostar a cualquier precio por los grandes números de una economía que nadie domina. Poco perspicaces ante las heridas de una sociedad enferma o el trato discriminatorio a los extranjeros, apuntalamos un sistema resquebrajado por la incompetencia de los gobiernos a costa de que no todos quepan en él. En esta geografía a la vez global y aldeana, preservar el bienestar de nuestra tribu sería uno de los fines máximos. No importa que haya que sacrificar a los más débiles y levantar empalizadas en las fronteras. Por debajo quedan las decisiones vitales de cada momento: el certificado de empadronamiento para un inmigrante sin papeles, o la tarjeta sanitaria de un enfermo crónico, cara o cruz, según acierte a estar o no en la seguridad social cuando hace dos días la sanidad pública caminaba hacia la universalidad con la contribución de todos. De nuevo, el estado de necesidad y la rebaja en la talla moral asociada a la escasez. El bien común no es una colección de objetivos simples en una hoja de cálculo, sino una tupida red de transacciones por las que el esfuerzo de los afortunados debe servir a los demás.
Albert Camus trató con la máxima honestidad de las grandes cuestiones de la vida y la muerte. Leyéndolo, se tiene esa impresión de sabiduría virginal y verdad moral de los clásicos. Qué lejos de los pequeños discursos de hoy en día. Camus se enfrenta a un dilema: las revoluciones son necesarias para el progreso de la historia, pero la revolución sin otros límites que la eficacia histórica conduce a la servidumbre. Desde la lucha por la dignidad colectiva se pregunta si el fin justifica los medios. Tal vez, dice, pero ¿qué justificará entonces el fin? Para esa pregunta, que los siglos habrían dejado pendiente, solo cabe una respuesta: los medios. Hay que desarrollar, en cada acción que se proyecta sobre los demás, un pensamiento de los límites, de la medida de las cosas y del hombre, del compromiso diario con los valores inseparables de la libertad, la justicia y la igualdad.
Antonio Hernández-Gil, decano del Colegio de Abogados de Madrid.