Del futuro y los océanos

Hace unos años escribí un artículo con el título El lugar de la utopía en el siglo XXI donde constataba que, mientras el género distópico prolifera desde hace décadas, el utópico es casi inexistente. Ahora que nos encontramos privados de muchas de nuestras libertades, en medio de una pandemia, con escenarios que evocan algunas de las obras distópicas que un día consumimos, resulta todavía más difícil imaginar un mundo mejor.

Desde que se inició la crisis del coronavirus y el confinamiento de la población en varios países, numerosos pensadores han esbozado sus visiones del futuro. Algunos dibujan un futuro en el que, si no fiscalizamos a nuestros Gobiernos y su gestión disciplinaria de la pandemia en el presente, nos encontraremos inmersos en un sistema de vigilancia de tintes totalitarios, ajeno a los valores democráticos. Otros ofrecen una perspectiva más amable y creen que aprenderemos de esta crisis.

Proyectarnos mental y emocionalmente en el futuro, explica el futurólogo Matthias Horx, nos conecta con él, en lugar de temerlo, y nos ayuda a lidiar con las dificultades del presente.

Esta última perspectiva, más constructiva, no debería ser incompatible con el espíritu crítico, esencial para la supervivencia de nuestras democracias. Desde antes de la crisis del coronavirus, cuando muchos nos sentíamos alarmados por la crisis climática, que no ha desaparecido, me había propuesto escribir sobre ideas e inventos que buscan mejorar la situación del planeta.

Una vez diagnosticada, por unos y otros, la brutal violencia que infligimos a nuestro ecosistema, sentía la necesidad de contribuir a transmitir un mínimo de esperanza a las nuevas generaciones, entre ellas, mis hijos.

Con este planteamiento, quizá todavía más urgente ahora, me gustaría abrir una discusión sobre algunas de las iniciativas que se plantean para abordar problemas que afectan a los océanos.

Los océanos —en realidad, uno solo— cubren hoy el 70% del planeta; en ellos se hallan nuestros orígenes y quizá nuestro futuro como especie. Además de regular el clima y limpiar el aire, constituyen una fuente de recursos y alimentos primordial. Sabemos que los océanos están saturados de plásticos y no sólo del más visible —como botellas y, últimamente, guantes y mascarillas desechables— sino de microplásticos, bolitas de un diámetro inferior a cinco milímetros, procedentes de productos cosméticos, de la ropa sintética que lavamos y de objetos de plástico que se van descomponiendo. Las especies marinas se tragan estos microplásticos que acaban llegando a nosotros.

El verano pasado, Fionn Ferreira, un irlandés de 18 años, ganó el premio de la Google Science Fair con un proyecto en el que propone el uso de líquido magnético —aquí, polvo de magnetita suspendido en aceite vegetal; por ejemplo, el que desechan compañías de restauración rápida— para atraerlos. En sus experimentos, logró extraer hasta un 88% de los microplásticos presentes en el agua. Mientras avanzamos hacia el abandono definitivo del uso de plásticos, métodos como el de Ferreira servirán para eliminar el que ya está en los océanos.

Conforme se derriten los polos y aumenta su nivel, los océanos se convierten en una amenaza para millones de personas en el mundo que habitan zonas litorales. Cada vez más regiones costeras acuden a los Países Bajos, “el Silicon Valley de la gestión del agua”, en busca de soluciones innovadoras a este reto. En lugar de resistirse al agua, desde hace unas décadas, los holandeses crean espacio para ella: se diseñan parques, garajes y otros espacios para almacenar agua en caso de inundación.

A partir de este concepto, hay quienes plantean la posibilidad de excavar megalagos en zonas desérticas del mundo en los que acumular el agua sobrante de los océanos. Esto favorecería la aparición de vegetación en esos lugares gracias a las precipitaciones que traería la presencia masiva de agua, lo cual ayudaría, a su vez, a reducir la temperatura de la superficie de la Tierra. La arena excavada serviría para construir barreras naturales contra el agua donde esto hiciera falta. Se trata de una idea ambiciosa que exigiría un presupuesto y una colaboración multilateral inédita, y que plantea interrogantes, por ejemplo, sobre las consecuencias para los acuíferos subterráneos de la presencia de agua salada donde no la había.

Ideas como esta pueden servir de acicate para pensar soluciones en la misma línea, de ejecución más inmediata. Han sido los grandes retos a nuestra supervivencia los que nos han hecho evolucionar como especie, pero ya no se entiende nuestra propia salvación sin la salvación de todo el planeta.

Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente.

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