Del general McChrystal, el presidente Obama y la estrategia estadounidense en Afganistán

Tema: El presidente Obama ha aceptado la dimisión del general McChrystal y declarado que sólo se trata de un cambio de persona y no de estrategia en Afganistán.

Resumen: El general Stanley McChrystal ha sido hasta junio de 2010 el hombre fuerte para Afganistán de la Administración Obama y ha contado con el apoyo de los máximos responsables políticos y militares de Washington, de la OTAN y del gobierno afgano. Dedicado en cuerpo y alma en aplicar la estrategia que le encomendaron, su entrega no ha servido para conseguir resultados tangibles sobre el teatro de operaciones ni para mantener la confianza de sus apoyos iniciales. Las dudas sobre las posibilidades de éxito de la estrategia han ido aumentando entre quienes están sobre el terreno afgano o en los centros de decisión estadounidenses, tensando las relaciones entre quienes deciden qué hay que hacer y quienes tienen que ejecutar esas decisiones. La presión ha llevado al general McChrystal a airear en público sus dudas sobre la capacidad de los primeros, lo que le ha obligado a presentar la dimisión, y aunque el presidente ha reiterado que sólo se trata de un cambio de persona y no de estrategia en Afganistán, crecen las dudas sobre la viabilidad de la estrategia que diseñaron quienes siguen al mando de las operaciones.

Este ARI repasa la evolución de la estrategia estadounidense en Afganistán, la forma en la que EEUU ha asumido progresivamente el control de la estrategia a seguir y de las cadenas de mando y los resultados de este proceso de “americanización”.

Análisis: El general Stanley McChrystal ha sido, hasta su destitución en junio de 2010, el hombre fuerte para Afganistán de la Administración Obama. En mayo de 2009 relevó al general MacKiernan al frente de las fuerzas estadounidenses porque las cosas “no iban bien” entonces. Es un líder militar (sus compañeros de operaciones especiales en Irak y Afganistán le apodan The Pope) que contó entonces con la confianza del secretario de Defensa, Robert Gates, y del jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor, Mike Mullen, con quienes trabajaba en el Pentágono. Su misión era implementar la estrategia diseñada por el general jefe del Mando Central, David Petraeus –el autor de la estrategia que cambió la situación en Irak y quien ahora, paradójicamente, debe relevar a su subordinado–, y que recomendó cambiar una estrategia basada en la guerra contra el terrorismo por otra de contrainsurgencia en Afganistán.

El presidente Obama apoyó el cambio y anunció el 27 de marzo de 2009 una Estrategia para Afganistán y Pakistán que era una estrategia de contrainsurgencia avanzada, destinada a separar a la insurgencia afgana de la población civil, por lo que está pasó a ser el centro del enfrentamiento para lo bueno –sentirse protegida de la coacción violenta de la insurgencia y de los daños colaterales de la contrainsurgencia– y para lo malo –correr el riesgo de que cualquier colaboración con los soldados o cooperantes extranjeros sería castigado antes, durante o después de su retirada de Afganistán–. El general McChrystal llegó con un equipo nuevo para aplicar la estrategia y comenzó a evaluar la situación y los recursos necesarios mientras empeñaba a las tropas estadounidenses y a las de la coalición en diversas acciones ofensivas para romper la iniciativa talibán aprovechando el despliegue de los 21.000 soldados recién enviados (4.000 de ellos para entrenar a las tropas afganas). Los combates aumentaron las bajas y el esfuerzo operacional de las unidades sin lograr los resultados esperados, por lo que el mismo presidente Obama comenzó a tener dudas sobre la estrategia adoptada.

Las dudas alimentaron la desconfianza mutua y la insubordinación. La valoración del general McChrystal sobre la situación y la estrategia adoptada fue bastante negativa ya que reconocía el deterioro de la seguridad en zonas anteriormente seguras, el incremento de las bajas estadounidenses debido a la intensificación de las acciones contra la insurgencia (unas 50 mensuales de media en ese período) y la necesidad de 44.000 soldados adicionales para proteger a la población como se pretendía. Su contenido se filtró a la prensa para incomodo del presidente y, además, el general McChrystal acudió el 1 de octubre al Instituto de Estudios Internacionales y Estratégicos de Londres para despacharse a gusto en una conferencia en la que se quejó de las vacilaciones presidenciales y de las alternativas improvisadas a última hora en su entorno (el vicepresidente Joseph Biden sugirió por aquel entonces volver a una estrategia contraterrorista menos exigente en recursos que conduciría en opinión de McChrystal al Chaos-istan). Si la filtración previa del informe citado ya había creado mal ambiente en Washington, las declaraciones del general pusieron furioso a su comandante en jefe y le tuvo que dar explicaciones cara a cara en el Air Force One aparcado en las pistas del aeropuerto de Copenhague al día siguiente. Todo quedó como estaba y no trascendió nada de lo conversado pero la desconfianza entre ambos quedó patente y siguió aumentando a medida que pasaban los meses sin una decisión presidencial respecto a la estrategia o los recursos. El general siguió presionando por su cuenta y el 24 de octubre, sin que estuviera previsto, se personó en la reunión de ministros de Defensa de la OTAN en Eslovaquia para presentarles su visión particular de cómo iban las cosas en Afganistán. El secretario general de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, interpretó por su cuenta la reunión como un respaldo de los gobiernos a las tesis del general McChrystal sin que los ministros le desmintieran, por lo que nuevamente el general puso en aprietos a la Casa Blanca.

La intervención estadounidense en Afganistán

Afganistán ha sido y es una guerra de necesidad para EEUU. Lo fue tras los atentados del 11-S en 2001, cuando la población y sus representantes políticos decidieron que su seguridad se jugaba en Afganistán. La Administración Bush impuso un estilo arrogante de liderazgo militar que le llevó a prescindir de sus aliados de la OTAN para embarcarse en una operación militar, Libertad Duradera, donde formó una coalición en la que EEUU sólo esperaba de sus coligados que aceptaran un liderazgo sin reservas.[1] La operación militar consiguió derribar el régimen talibán y expulsar a sus dirigentes de suelo afgano pero se encontró sin planes para el día después –algo que le volvió a ocurrir en Irak poco tiempo más tarde–, poniendo de relieve que la estrategia estadounidense de intervención era fundamentalmente militar.

En lugar de asumir la responsabilidad de administrar Afganistán hasta que éste país dispusiera de un gobierno capaz de hacerlo, EEUU se precipitó a abandonarla prematuramente en manos de Hamid Karzai, con lo que a partir de entonces lo que ganó en legitimidad la asistencia internacional se perdió en eficacia, porque no se pudieron adoptar decisiones con las que el gobierno afgano no estuviera de acuerdo. EEUU no pudo hacer la misma delegación militar porque entonces no existían fuerzas afganas de seguridad, por lo que dejó que se desplegara una Fuerza internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF) en Kabul y sus alrededores, mientras la coalición internacional siguió desarrollando la operación Libertad Duradera en las zonas donde todavía actuaban los talibán.

Hasta 2005, la situación militar se mantuvo bajo control, por lo que los responsables estadounidenses y aliados creyeron que era el momento de ampliar la zona de actuación de la OTAN –que se había hecho cargo de ISAF en 2003– a todo el territorio afgano. Diseñada para una operación de estabilización y reconstrucción, la misión de la OTAN no tenía el carácter militar ni las reglas de enfrentamiento necesarias para combatir los residuos talibán, por lo que EEUU mantuvo esa función en Libertad Duradera y duplicó las estructuras de mando. A medida que las tropas internacionales fueron incrementando su presencia en zonas que habían estado sin control aumentaron los enfrentamientos con grupos talibán o locales y a mediados de 2006 los enfrentamientos armados se habían generalizado.

La seguridad comenzó a deteriorarse cuando las fuerzas talibán se reorganizaron en la frontera con Pakistán y comenzaron a hostigar de forma coordinada y sistemática a las tropas de EEUU y las de la OTAN, independientemente de la labor de combate o estabilización a las que se dedicaran. A ese núcleo activo talibán de la etnia pastún se fueron añadiendo progresivamente voluntarios de al-Qaeda, grupos de descontentos con el gobierno afgano, quienes rechazaban la presencia extranjera o quienes necesitaban empuñar un arma para ganarse la vida junto con los grupos delincuentes o tribales que viven mejor sin control ni Estado de derecho. Había nacido la insurgencia que, desde entonces, ha ido organizando y aumentando su influencia bajo el liderazgo talibán. Una insurgencia que importaba desde Irak todas las técnicas de hostigamiento, atentado o ataque empleadas con éxito y todas las técnicas de propaganda que conseguían desacreditar la injerencia extranjera. A finales de 2006 se hizo evidente que la lucha ya no era contra los terroristas sino contra la insurgencia y se hizo necesario aplicar una estrategia de contrainsurgencia.

Las cosas no iban mejor en el ámbito civil debido a la incapacidad del gobierno afgano y de la comunidad internacional para mejorar la vida diaria de los ciudadanos afganos. Incluso aunque se lograra estabilizar la seguridad, las operaciones militares sólo podrían proporcionar un tiempo limitado para que los responsables de la asistencia civil solucionaran los problemas estructurales de la sociedad afgana. De un lado, la falta de competencia, integridad o voluntad del gobierno afgano en impulsar los cambios, combatir la corrupción y romper sus pactos internos con indeseables para mantenerse en el poder fueron alimentando la insurgencia con numerosos agraviados y frenando la transferencia de los fondos internacionales comprometidos. Por otro, la falta de coordinación entre los donantes y el gobierno afgano sobre los objetivos y recursos a aplicar redujo la visibilidad del gobierno afgano en los programas de desarrollo y la eficacia de la trasferencia masiva de fondos y asistencia técnica desde la Comunidad Internacional.

Los gobiernos de ISAF y de la coalición tardaron en reconocer el cambio de situación pero comenzaron a buscar alternativas. Algunos Estados miembros de la OTAN, entre ellos España, llamaron la atención de los representantes estadounidenses sobre la necesidad de progresar también hacia los objetivos civiles y políticos de la intervención. Para hacer frente a la situación, los Estados miembros de la OTAN aprobaron un Plan Estratégico Político-Militar para reforzar la dimensión política y civil de ISAF en su Cumbre de Bucarest en abril de 2008, y reforzar el componente civil de la intervención, en la misma línea que adoptó posteriormente en marzo de 2009 la citada Estrategia para Afganistán y Pakistán del presidente Obama.

La “americanización” de la intervención en Afganistán

Ya que no podía contar con las tropas de ISAF para combatir la insurgencia ni convencerles de incrementar el número y misión de los soldados desplegados, las autoridades estadounidenses comenzaron a asumir la necesidad de hacerlo con sus propios medios, tal y como había acabando ocurriendo en Irak, donde las tropas estadounidenses acabaron siendo las únicas en desarrollar acciones de contrainsurgencia y sus autoridades diplomáticas y militares acabaron monopolizando las relaciones con el gobierno iraquí. Progresivamente se fue superponiendo un tejido de fuerzas de operaciones especiales o de unidades militares que actuaban, por su cuenta, contra la insurgencia en las zonas donde las fuerzas de ISAF permanecían pasivas y empeñadas en sus tareas de estabilización y reconstrucción. A esa estructura paralela de intervención se fue añadiendo una rama civil donde diplomáticos y agentes de desarrollo estadounidense implementaban estrategias locales de desarrollo y seguridad.

Los aliados y coligados han visto como EEUU se ha ido haciendo con el control de las decisiones políticas y militares, asumiendo por defecto las tareas que no deseaban o podían llevar a cabo los demás y colocándoles ante hechos consumados y decisiones tomadas unilateralmente. La nueva Administración estadounidense se hizo con el control de la cadena militar de mando tras desplegar el general McChrystal un cuartel general operativo independiente en Kabul y asumir el mando formal de las dos operaciones militares. El 1 de diciembre de 2009 el presidente hizo saber a los aliados poco antes que a los cadetes de West Point su Nueva Estrategia sobre Afganistán y Pakistán. Pocos días después, la secretaria de Estado, Hilary Clinton, solicitó a los miembros del Consejo Atlántico de la OTAN que enviaran más soldados para apoyar la nueva estrategia, pero ninguno cuestionó la idoneidad de la estrategia. A partir de entonces, la OTAN ha pasado a ser tan responsable moral de las operaciones como EEUU sin que sus miembros puedan seguir refugiándose en un reparto de funciones entre “estabilizadores” (las tropas de ISAF) y “combatientes” (los de Libertad Duradera). Aunque cada uno mantuvo sus propias reglas de enfrentamiento y sólo las segundas han seguido combatiendo activamente a la insurgencia, todos los medios de comunicación atribuyen las nuevas operaciones militares a la OTAN, una OTAN que ha tenido poco que decir en la destitución de su comandante militar por quien verdaderamente dirige la estrategia desde Washington.

La estrategia militar entre el diseño y la realidad

La reorientación de la estrategia también pasaba por acelerar la formación del ejército afgano y de sus fuerzas de policía, al mismo tiempo que se aceleraba la asistencia civil para permitir al gobierno afgano producir a corto plazo los resultados previstos en la Estrategia de Desarrollo Nacional Afgana. La estrategia elegida no es fácil de aplicar porque requiere muchos recursos militares y civiles. En su dimensión militar se precisan acciones de combate, para mantener la iniciativa y restársela a la insurgencia; presencia militar para evitar que la insurgencia retome las posiciones de las que se les desaloja e inteligencia táctica para evitar los daños colaterales en las operaciones. También se precisa dominar el combate de las percepciones, un tipo de combate en el que la propaganda insurgente lleva las de ganar porque sabe cómo utilizar todas estas debilidades, sembrando las dudas entre la población civil de Afganistán (allí) y de los países que envían sus tropas (aquí), utilizando el terror para separar a las poblaciones de aquí y de allí de sus gobiernos.

Pero sobre todo se precisa paciencia estratégica, un recurso escaso en las sociedades avanzadas donde se buscan resultados inmediatos. En diciembre de 2009 el presidente Obama confirmó el envío de 30.000 soldados adicionales para recuperar la iniciativa, con la intención de empezar a retirar fuerzas en el verano de 2011. El despliegue de 30.000 tropas adicionales no era suficiente para invertir la situación ni por su número, inferior a los 40.000 pedidos por McChrystal, ni por el calendario de llegada, ya que su despliegue se haría a lo largo de 2010, con lo que se diluía su efecto de refuerzo (surge). Pero la cuestión más importante era saber si la nueva estrategia y los refuerzos eran capaces de invertir la progresión talibán y permitir que la retirada de fuerzas comenzara en julio de 2011. Un resultado necesario porque esa fecha había comenzado a correr en contra de la presencia internacional sembrando dudas sobre su voluntad de compromiso.

A mediados de febrero de 2010 comenzó la operación Moshtarak en la provincia de Helmand contra posiciones claves bajo control de la insurgencia. Podían haberse empezado contra objetivos más asequibles, pero el general McChrystal prefirió combatir a la insurgencia en los lugares donde más fuertes estaban para demostrar que podían vencerlos en cualquier sitio. Para hacerlo, se realizaron operaciones militares de diseño con explicaciones detalladas a las autoridades y líderes sobre el desarrollo de las operaciones militares y las contrapartidas posteriores en términos de presencia policial y asistencia material a las autoridades locales. Las acciones militares se han desarrollado tratando de reducir las bajas civiles producidas durante las operaciones, para lo que se han modificado hasta el extremo las reglas de enfrentamiento. Sin embargo, las acciones militares no han funcionado como se esperaba, la situación en Marja está empeorando tras los progresos iniciales, se han aplazado las operaciones previstas para controlar la ciudad y la provincia de Kandahar y se están abandonando espacios a la insurgencia para concentrar las fuerzas. La insurgencia combate cada vez más entre la gente, para desesperación de las fuerzas contrainsurgentes, o prolongan los enfrentamientos en la seguridad de que los mandos no autorizarán el apoyo aéreo salvo en casos extremos. La moral de las tropas estadounidense comienza a resentirse bajo una estrategia que les obliga a combatir con numerosas restricciones mientras que la insurgencia carece de ellas y les parece que empiezan a correr más riesgos de los necesarios para mejorar la percepción. A pesar de los progresos cuantitativos, las fuerzas afganas de seguridad no pueden relevar a quienes combaten y se ven obligados a abandonar posiciones por las que han luchado y perdido vidas –que ahora parecen inútiles– para agrupar las fuerzas.

Tampoco las cosas pintan bien por el lado civil de la estrategia porque el gobierno afgano y la asistencia internacional no consiguen cambiar la vida diaria de las personas y pierden credibilidad y confianza cada día que pasa. Los resultados de las elecciones de 2009 y el progresivo distanciamiento de Hamid Karzai respecto a sus mentores estadounidenses para ganarse el aprecio talibán disminuyen la confianza en su lealtad. La asistencia internacional, el personal de Naciones Unidas y quienes contribuyen al bienestar y desarrollo de la población afgana se convierten en blanco de la insurgencia o deben pagar dinero para llevar a cabo sus actividades. Las cosas, militarmente y civilmente, vuelven a ir tan mal como iban antes de la llegada de Obama a la Casa Blanca y con este trasfondo negativo el general McChrystal volvió a desahogar su frustración criticando a varias personalidades estadounidenses en un artículo que publicó la revista Rolling Stone en junio de 2010 y por el que tuvo que presentar su dimisión al presidente Obama el 23 de junio. Tras su sustitución, el presidente Obama reiteró que se trataba de un cambio de persona y no de estrategia, pero las dudas que tenían el comandante en jefe y su general han trascendido los detalles del relevo y comienzan a ser el centro de los debates sobre el futuro de Afganistán.

Conclusiones: La guerra de Afganistán no se está perdiendo. Afganistán no va a ser el fin de la Alianza Atlántica ni de EEUU ni de las intervenciones militares, porque la salida de las tropas no vendrá precedida de una derrota militar sobre el campo de batalla. La insurgencia puede demostrar su fortaleza en las zonas del sur y del este y hostigar a las tropas internacionales donde pueda pero es incapaz de vencerlas en combate. Mientras las tropas de ISAF mejoran los niveles de seguridad de gran parte del territorio y la población, las ofensivas militares de las tropas contrainsurgentes obligan a la insurgencia a concentrarse en sus feudos para evitar su expulsión. Las tropas internacionales podrían mantener esta situación durante el tiempo necesario para formar y adiestrar las fuerzas afganas de seguridad y esperar a entonces para desequilibrar la situación.

Lo que se está perdiendo es un tiempo precioso en desarrollar una sociedad y un gobierno que carecen de la voluntad y recursos para hacerlo. La estrategia civil y militar aplicada también falla por su parte civil, aunque no haya ningún McChrystal que atraiga la atención mediática hacia este problema. Algunos indicadores han mejorado ostensiblemente (sanidad, escolarización, PIB, carreteras…) pero sus problemas estructurales (pobreza, hambre, desempleo, corrupción, elevada tasa de fertilidad) y el desfase entre la ayuda prometida y la entregada por la comunidad de donantes pone en riesgo la ejecución de la Estrategia de Desarrollo Nacional Afgana. Si en el saldo militar la lucha por los “corazones y mentes” permanece igualada, la lucha por los “estómagos y la cartera” no acaba de progresar en un sector donde la insurgencia no tiene nada que ofrecer. Ni Naciones Unidas, ni la comunidad de donantes ni los Equipos de Reconstrucción Provincial (PRT) han conseguido garantizar la prestación sostenible de servicios críticos y la desproporción entre el esfuerzo invertido y los resultados obtenidos ha puesto en crisis la capacidad internacional para construir estados y naciones en condiciones similares.

Las acciones militares pueden ganar tiempo para que florezca el desarrollo económico y social y este será decisivo para el futuro de Afganistán. Pero el factor que decidirá el resultado de la intervención internacional está en las percepciones, en las expectativas que sobre el resultado final tengan los líderes y la población afgana. La insurgencia ha sostenido que los extranjeros e infieles no prevalecerían militarmente y que se marcharían con el tiempo. Para contrarrestar esa propaganda, la narrativa contrainsurgente se ha comprometido a proteger a la población, fomentar su bienestar y permanecer hasta que el gobierno afgano sea autosuficiente. La lucha de las narraciones también se da en las retaguardias, donde el apoyo político y social es decisivo para sostener el esfuerzo civil-militar y se nutre de los flujos de comunicación de las autoridades políticas y militares. La dimisión del general McChrystal es un daño colateral en el combate necesario para trasladar la situación operativa a los medios de comunicación. Más allá de la incontinencia verbal, su mensaje arroja dudas sobre la capacidad de liderazgo de Washington y sobre la viabilidad de la estrategia seguida por EEUU. Lo primero se puede solucionar con una dimisión, pero lo segundo puede decantar el curso de la guerra, por lo que el presidente Obama debería meditar si de verdad se trata sólo de un cambio de persona y no de política en Afganistán.

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[1] En contrapartida, los gobiernos aumentaron las restricciones al empleo (caveats) de las tropas que ponían sobre el terreno, lo que hacía difícil su empleo en misiones activas de combate para erradicar las fuerzas talibán.

Félix Arteaga, investigador principal de Seguridad y Defensa, Real Instituto Elcano.