El mayor peligro de dimensiones globales percibido hoy por la sociedad es el calentamiento global asociado al aumento de gases de efecto invernadero en la atmósfera. Estos gases, en particular el dióxido de carbono, se generan como consecuencia de la actividad humana, de forma que esta incidiría en el clima y, por tanto, en las condiciones básicas para el desarrollo de la vida en nuestro planeta. Sus consecuencias, si la perturbación climática superara cierto umbral, serían letales para la supervivencia de muchas especies animales y vegetales y, con seguridad, para el equilibrio y el bienestar de las sociedades humanas. De ahí que ciudadanos e instituciones, incluidos los Gobiernos, sean sensibles a tal eventualidad y se planteen evitarla mediante cambios en nuestros hábitos sociales, muy especialmente la producción, el transporte y el consumo de energía. Y de ahí los acuerdos internacionales que, como los firmados en la cumbre de París de diciembre de 2015, tienen como objetivo atajar las causas de ese posible cambio climático.
Pero no siempre fue así. En realidad, la percepción pública de los peligros del cambio climático es bastante reciente y solo se ha asentado cuando han empezado a manifestarse los primeros indicios, en forma de aumento sostenido de temperaturas o frecuencia de fenómenos climáticos extremos. Hace no mucho tiempo los temores a un cambio global de consecuencias desastrosas se situaban en un campo completamente distinto: el de una conflagración global entre las potencias nucleares. Durante la Guerra Fría cinco países, los que actualmente son miembros permanentes del Consejo de Seguridad, dominaron el arma nuclear. Y acumularon, particularmente Estados Unidos y la Unión Soviética, arsenales capaces de destruir varias veces todo atisbo de vida en la Tierra, en una disparatada carrera armamentística que sustentaba lo que se llamó el equilibrio del terror.
Desde los primeros años sesenta se alertó de la inestabilidad de una situación que podía conducir a un uso descontrolado del arsenal nuclear en una guerra global, y algunos científicos profundizaron en sus efectos potenciales. El resultado fue que, aparte de las consecuencias en un primer momento, en términos de destrucción y vidas humanas, se producirían efectos a más largo plazo derivados de las ingentes cantidades de materiales pulverizados generados por las explosiones que, una vez estabilizados en la alta atmósfera, reflejarían la luz del Sol disminuyendo la luminosidad y temperatura sobre la superficie terrestre durante prolongados períodos de tiempo.
Es lo que se llamó el invierno nuclear, aunque los efectos principales no se derivaran del carácter nuclear del conflicto sino de las inmensas cantidades de energía liberada en las explosiones, es decir, de su carácter de armas de destrucción masiva. El escenario así descrito sería letal para la supervivencia de multitud de especies vegetales y animales y comprometería la propia existencia de una sociedad humana organizada.
Durante los años ochenta se fue consolidando la idea de que la extinción masiva ocurrida hace 65 millones de años, en la que, en particular, desaparecieron los dinosaurios, se debió a un cambio brusco en las condiciones climáticas como consecuencia de la colisión de un gran meteorito con la Tierra. Una perturbación global similar a la que se produciría en caso de utilización generalizada de los arsenales nucleares. Y la reconstrucción de lo que ocurrió después del choque del meteorito a partir de sus huellas geológicas confirmó el escenario de invierno nuclear.
La eventualidad de un desastre de estas dimensiones, junto a consideraciones de sostenibilidad económica, estuvo en la raíz del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), abierto a la firma en 1968. El TNP establecía que los países que no tenían el arma nuclear en el momento de su entrada en vigor se comprometían a no desarrollarla. Está claro que esto establecía una asimetría entre aquellos que ya la poseían y el resto, pero en su articulado ya se obligaba a las potencias nucleares a iniciar conversaciones para reducir sus arsenales; de ahí los acuerdos SALT y START firmados entre las dos grandes superpotencias de la Guerra Fría a partir de los años setenta. El fin último era la desaparición de tal arma de la faz de la Tierra. Primero, limitando la extensión a otros países, y luego, reduciéndola en aquellos que ya la tenían.
Como consecuencia, la cantidad de armas nucleares ha venido disminuyendo de forma continua desde su máximo en los sesenta hasta hoy. El stock de cabezas nucleares en EE UU era de más de 32.000 en 1965 y es hoy del orden de 5.000, de los que menos de la mitad están operativas. Muchas todavía, desde luego, pero en una senda descendente.
El final de la Guerra Fría eliminó del subconsciente colectivo el temor a una conflagración global y consiguientemente a la posibilidad de desencadenar el invierno nuclear, aunque persisten los temores de un uso limitado del arma nuclear por parte de quienes la poseen, incluidos los pocos países que no firmaron el TNP. Y la perturbación climática de dimensión planetaria que vino justificadamente a preocuparnos fue la de un calentamiento global derivado del uso de los combustibles fósiles y la generación de enormes cantidades de gases de efecto invernadero. Y lo mismo que ocurrió con la proliferación nuclear, la preocupación por los efectos del cambio climático precipitó acciones y compromisos para evitarlo, como los establecidos en la cumbre de París.
Pero ahora, el recién elegido presidente de EE UU, Donald Trump, está dando un giro brusco a las políticas preventivas de ambos tipos de desastre. Se desentiende de los compromisos en la reducción de emisiones y propugna un incremento de la capacidad bélica de EE UU, incluyendo el sector nuclear. Ambas actitudes, aparte de sus consecuencias directas, pueden generar actitudes reflejas en otros países e interrumpir el camino recorrido para evitar este tipo de catástrofes climáticas globales. Esperemos que la humanidad no tenga que revivir viejos temores y siga luchando contra los que ahora nos atenazan.
Cayetano López fue director del Centro de Investigaciones Energéticas Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT).