Del islamismo que viene

Dentro de la perplejidad que a cualquiera le suscitan los acontecimientos que en estos momentos agitan el mundo árabe y con la obligada prudencia que requiere cualquier estimación prospectiva de la situación, hay algunos aspectos en los que las opiniones especializas coinciden. Uno de ellos se refiere al probable ascenso del islamismo al poder en Egipto a corto plazo, cuando se inicie un proceso de democratización real del sistema político. Este hecho requiere una reflexión adecuada en el marco del levantamiento popular, que estalló en Túnez y que posiblemente se llevará por delante a más de un régimen autoritario, o al menos, obligará a introducir reformas inmediatas a quienes pretendan permanecer en las cúpulas del poder.

Pensar que el mundo árabe perderá su carácter islámico alguna vez, acomodándose al modelo occidental de democracia, no puede ser producto más que de la ignorancia o la ingenuidad. Con esta ceguera, los Gobiernos ajenos a estos países han pasado décadas sosteniendo democracias ficticias, que han sobrevivido sobre un fondo islamista soterrado en lo más profundo de sus pilares. Incluso, se han lanzado a combatir la fuerza social de los movimientos fundamentalistas a través de intervenciones armadas, con las que se pretendía transformar la idiosincrasia de la región de Oriente Próximo y Oriente Medio. Sin embargo, el resultado de estas operaciones no ha sido el esperado, ni tiene visos de alcanzar sus objetivos en el futuro. El porvenir de Afganistán es incierto, en Irak no acaba de consolidarse el sistema, en Palestina la fuerza del islamismo radical amenaza con hacer inviable la existencia de un Estado y el Gobierno del Líbano ha dado un vuelco desconocido, mientras Irán se despacha con una actitud prepotente y desafiante hacia la comunidad internacional.

De estas circunstancias se pueden deducir algunas enseñanzas. Pocas herramientas convencionales quedan para frenar las corrientes islamistas, que han encontrado en estos conflictos la ocasión perfecta para justificar su radicalización. Las intervenciones militares han sido capaces de contener en buena medida la actividad del terrorismo islamista, pero han favorecido su expansión ideológica. Sólo otra fuerza contraria, surgida desde el interior, sería capaz de debilitar la consistencia de los movimientos islamistas.

Esta coyuntura es la oportunidad que ofrece este insólito despertar en Túnez y Egipto, a modo de una reacción interna, que se estaba esperando, sin gritos de Alá al Akbar, ni quema de banderas estadounidenses o israelíes. Ha llegado la respuesta de la juventud árabe, una juventud sin futuro que se alza contra el sistema gracias a las herramientas del siglo XXI. Por eso, cabe la esperanza de que las redes sociales, como Facebook o Twitter, puedan hacer lo que no han podido conseguir las armas. Estos jóvenes son hijos de una generación que, reprimida o no, ha crecido en la cultura internacional de los derechos humanos y las libertades, y que a pesar de la falsa democracia, ha ido calando y penetrando desde ámbitos muy variados, como la cultura y la educación universitaria, el turismo, el deporte y, finalmente, la trascendental irrupción de Google y de Al Yazira en sus vidas.

La juventud árabe ha sido el motor, una generación que no se ha resignado al conformismo político y ha perdido el miedo que atenaza a las sociedades árabes enteras. Éste es el verdadero contagio que se extiende hoy entre los pueblos árabes. Si cabe preguntarse qué lugar ocupará el islamismo en este proceso, ya se está viendo que ha sido desplazado del centro de las manifestaciones. Ya sin el presidente Mubarak, se iniciará en Egipto un cambio hacia la verdadera democracia, a la que intentará concurrir la opción fundamentalista. Cabrá entonces preguntarse, si aun en el caso de que unas elecciones llevaran el islamismo al poder, esta misma generación estaría dispuesta a resignarse a su visión medieval de la existencia. Y es que no sólo han de temblar los regímenes dictatoriales laicos, sino los de perfil islámico radical, afianzados en una ideología anacrónica, pues donde haya jóvenes con ordenadores y televisión habrá entrado el futuro.

Cabe recordar, llegado este punto, que Hamas no se hizo con el Gobierno de Gaza por la persuasión doctrinal del pueblo palestino, sino por la corrupción de Al Fatah, que anuló el progreso. Asimismo, Hizbulá se ha alzado en el Líbano al convertirse en el único freno real de la intervención armada israelí. El régimen teocrático de Teherán interpreta el ascenso del islamismo egipcio como una oportunidad, pero se niega a escuchar a esa juventud iraní, ya masacrada en sus calles, para la que la vecina revolución árabe también puede ser una nueva oportunidad.

Quizás los Hermanos Musulmanes puedan llegar a ocupar el poder en Egipto, pero muy probablemente los acontecimientos que se viven en estos días obligarán a reformar sus bases ideológicas. Su presencia política tendrá que pasar por una modernización de su visión islámica del poder y de la sociedad, porque la transición que emprenderá el país parece encaminarse hacia los partidos de corte islámico pero a la turca, no a la iraní.

No se debe olvidar, respecto al Gobierno de Turquía, que no sólo ha sido uno de los aliados de EEUU en Oriente Medio, así como miembro de la OTAN y a las puertas de la UE, sino que además, mantiene una alianza militar con Israel y ha sido reconocido como mediador en el Proceso de Paz en las conversaciones sirio-israelíes. Probablemente, Túnez esté entre los que sigan el patrón turco y egipcio de moderación del islamismo. Y es que no todos los movimientos islamistas son iguales. Incitar al temor al islam, sin distinciones, contribuye a una única percepción amenazadora, que paraliza a las élites políticas y a los más diversos sectores sociales. Hay que analizar, distinguir y actuar aprovechando la oportunidad histórica que ofrecen estos acontecimientos.

Para obtener lo mejor de esta nueva realidad hace falta un cambio rápido, sin vacíos de poder ni desgaste social; unos incentivos de progreso que inciten a la modernización de los partidos fundamentalistas; un apoyo exterior, que movilice a los ciudadanos árabes desde dentro y desde fuera de la región; la reacción inmediata de los Gobiernos árabes, que lleve a la introducción de medidas contra la corrupción y a la promoción de las reformas requeridas para poner fin a las dictaduras. Nada de esto será fácil, ni quedará exento de episodios dramáticos, pero sólo así la Revolución de los Jazmines y la Marcha del Millón habrán dado una oportunidad a una verdadera democracia árabe.

Por Mª Dolores Algora Weber, profesora de Relaciones Internacionales en la Universidad CEU San Pablo.

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