Del modelo ‘nación’ al plebiscito diario

Es importante destacar que la creación de un Estado nacional no es sinónimo de crear una nación y tampoco es sinónimo de nacionalismo. Desde mi punto de vista, un Estado nacional es una estructura administrativa que gobierna una nación y afirma que tiene derecho a hacerlo porque emerge de la misma. Una nación, en contraste con la anterior, está formada por un grupo humano que tiene un sentido de sí mismo como grupo distintivo por una serie de factores”. La cita no procede del copioso número de textos que se han producido al hilo del debate reciente sobre Cataluña. Procede de un libro de David Chang sobre Oklahoma. En él, el autor explora las visiones de Estado y nación de los norteamericanos de origen europeo, los indios o los afroamericanos en aquel espacio de tardía y desaforada colonización agraria.

Que Estado nacional (sin guion) y nación no son lo mismo no debería sorprendernos. Tampoco resulta muy arduo reconocer que la relación entre ambos es una de las dialécticas que dominaron la política a partir del ciclo revolucionario de 1780-1830. En efecto, el Estado nacional demostró a lo largo de los siglos XIX y XX una extraordinaria capacidad para conformar el mundo a su imagen, a costa de fabricar o reconfigurar de continuo proyectos alternativos, proyectos que terminaron imponiéndose o proyectos que fracasaron. ¿Es necesario a estas alturas recordar las coyunturas descolonizadoras en el mundo (1776, 1814, 1848, 1898, 1918, 1947, 1956, 1965, 1987)? ¿Es necesario recordar que en Cádiz se origina la nación española contemporánea pero al mismo tiempo los Estados nacionales latinoamericanos?

Del modelo ‘nación’ al plebiscito diarioA la inversa, los partidarios de la descolonización continua no deberían olvidar, por las mismas razones, el éxito indisputable de algunos viejos Estados nacionales dando forma —sin duda con mucha violencia interna, cooptación y consenso— a sus viejos proyectos de lealtad y apetecida homogeneidad. ¿Es este el caso del proyecto nacional español? Es lo que convendría discutir, a condición de no aferrarnos a conceptos muy toscamente definidos. El de nación, por ejemplo, por una sencilla razón: porque no se trata ni de un concepto de las ciencias sociales ni de un artefacto de la lucha política sin más. Es las dos cosas a la vez. Es razonable entonces que solo tardíamente algunos tratadistas —Renan, Acton, Stalin— tratasen de darle una coherencia conceptual que en su origen mestizo y polisémico resultaba muy problemática.

Se comprende entonces que exista mucha literatura sobre el derecho de autodeterminación y una confusión mayúscula sobre qué grupos humanos pueden ser considerados nación y quién dispone de pleno derecho a formar un Estado nacional. En este punto, un importante momento de ruptura con la tradición intelectual sobre la materia se produjo en el año 1983, cuando Hobsbawm, Gellner y Anderson arruinaron para siempre la idea del carácter centenario de las naciones contemporáneas. Aquella ilusión de antigüedad que se inculca luego con ceremonias y festivales, en museos y programas escolares, para forjar el sentido de pertenencia entre los administrados al que todo Estado nacional aspira.

El esfuerzo de aquellos científicos sociales no fue en vano. Poco queda ya de la idea de nos ancêtres les gaulois... y equivalentes como antecedente de la nación. Igualmente parece difícil reivindicar al Estado nacional como un sujeto histórico emergido de la nación, la expresión de su esencia. Se trató de todo lo contrario. Los viejos Estados monárquicos transformados por la idea de la nación soberana —una aspiración más que un hecho— tuvieron que empeñarse, con mucha violencia simbólica, en la construcción de la identificación nacional. Entre otras razones, porque la idea que iguala nación a soberanía nacional y esta a la ciudadanía plena es una ecuación que no toma consistencia hasta el siglo XX. La distancia entre el ideal enunciado y la realidad es precisamente donde toman forma los proyectos e interpretaciones encontradas de lo que la nación debería ser. No es el Estado el que impone la nación; tampoco esta se construye hegelianamente a sí misma. En otros términos, es la dialéctica entre los proyectos que emergen de la sociedad y su encaje en la esfera estatal donde toma forma y perdura.

En este punto, sí vale la pena repensar estas cuestiones con motivo de los tensos momentos suscitados recientemente por el nacionalismo catalán en su radicalización separatista. Invocar la nación sin más tiene escaso sentido, a no ser que quien lo hace distinga con mucha precisión entre el instrumento conceptual y el artefacto político. Si no es así, difícilmente introduciremos claridad en el debate. Me permitiré discutir dos ideas que podrían servir para aportar algo de luz a un debate formalista en exceso. La primera es la cuestión del paso de la nación histórica a nación moderna. Cuando una comunidad humana poseyó en algún momento elementos diferenciales propios (lengua, religión, tradición jurídica, instituciones políticas propias…) es pensable que por circunstancias derivadas de diferencias económicas o sociales se dote del tipo de dinamismos que conducen a la nación moderna al fundirse con la política contemporánea en clave de derechos. No hay nación moderna sin cesura con el pasado; tampoco la hay sin préstamos de generaciones precedentes.

Nada debería impedirnos trabajar con conceptos de nación y Estado nacional de mayor flexibilidad. En efecto, si en lugar de la historia del nacionalismo catalán nos esforzásemos en escribir la historia de la sociedad catalana del siglo XX, algo por definición más complejo y abarcador, el cuadro que de ello se derivaría señalaría una importancia creciente de aquel pero siempre en el marco de un funcionamiento regionalizado complejo. Nación y región, dos formas de ver un mismo objeto aunque no meramente superpuestas sino modificándose mutuamente, en combinaciones múltiples hasta el presente. Nada impide considerar a Catalunña como un regionalismo fuerte con un potente vector nacional(ista) en su interior. Este fue el resultado nada sorprendente de una larga y modulada participación catalana en la construcción de la nación española desde el alba del liberalismo en España, las décadas del España es la nación y Cataluña la patria, cultura y política que no desaparecen con la eclosión del nacionalismo del cambio de siglo. Si esto fue así, es razonable pensar que la distancia entre el Estado nacional y la nación española estuvo modulada por las contradicciones subyacentes a su desarrollo particular: la distancia precisa entre la invocación nacional y las realidades complejas que se reflejan en el plebiscito diario de los ciudadanos.

Conceptos mal definidos suelen producir descripciones empíricas insuficientes. Todavía sirven menos para fundamentar políticas. El de nación, sin mayores matices, es uno de ellos.

Josep M. Fradera es catedrático de Historia de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *