Del olimpo a la sobreexposición

Quema de retratos de los Reyes, campaña de la derecha mediática radical, caricaturas, "¡por qué no te callas!", llamada a consultas del embajador de Marruecos por la visita a Ceuta y Melilla, condena a El Jueves por unas caricaturas... Y, por si faltaba algo, la infanta Elena se separa de Jaime de Marichalar... Después de que el Príncipe se plantara ante el Rey, que se oponía a su boda con una divorciada, resulta que se separa su hija mayor, la cuarta en la línea de sucesión. ¿Annus horribilis? como titulaba ayer EL PERIÓDICO? Posiblemente.

Desde mi punto de vista, estos acontecimientos y alguno más, como el reforzamiento de las campañas de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) exigiendo claridad en las cuentas de la Casa Real y las críticas de Izquierda Unida/Iniciativa per Catalunya-Verds, responden a algo más profundo y más duradero que la mera coincidencia de acontecimientos desagradables pero coyunturales. El hecho verdaderamente novedoso es que hemos pasado de no hablar del Rey ni cuando era necesario a no hablar de otra cosa y, por parte de la Corona, estamos asistiendo a un tránsito desde el olimpo a la sobreexposición y al abandono del tradicional modelo de actuación.

La inhibición informativa respecto a pasadas imprudencias reales, hoy afortunadamente superadas, ha contribuido a magnificar el impacto de unos sucesos que hubieran tenido menos trascendencia si estuviéramos acostumbrados a hablar del Rey con la normalidad con la que nos referimos a los políticos y con la soltura con la que se expresan sobre sus monarcas en otros reinos de Europa.

La ruptura de la excepcionalidad en que hemos vivido, en la que se trataba a la Monarquía como el dogma de la Santísima Trinidad o el de la infalibilidad del Papa, ha llegado hasta el extremo de que el Rey se sintiera forzado a entonar su propia laudatio como un vulgar primer ministro ante un voto de censura parlamentario. Un indicio de que se sentía tocado. En efecto, tras 32 años de reinado, Juan Carlos escogió la apertura de curso de la Universidad de Oviedo para hacerse un autocanto resaltando su contribución "al más largo periodo de estabilidad y prosperidad en democracia vividos por España, en el marco del modelo de Monarquía parlamentaria que sustenta nuestra Constitución".

El Rey se ha salido del guión a partir de entonces en varias ocasiones; se expresó con palabras muy duras en el almuerzo que convocó en su palacio el pasado 11 de octubre, en el que polemizó con Esperanza Aguirre en presencia de numerosos testigos, dos de ellos extranjeros, sobre la campaña de Jiménez Losantos.

El incidente con Chávez en la cumbre iberoamericana de Chile rompía igualmente su papel balsámico que había bordado en las dieciséis ediciones anteriores; Juan Carlos había logrado sobrevolar por encima de las contingencias partidarias relacionándose con la gracia que él maneja a la perfección con todos los jefes de Estado, incluidos Fidel Castro y Hugo Chávez.

¿Qué ha ocurrido? ¿Es que el Monarca se ha hartado de desempeñar su trabajo en silencio y ha decidido expresar lo que piensa? ¿Lo de Venezuela se debe a los nervios generados por el disgusto por la separación de su hija del que tendría que informar en el momento más adecuado? ¿O bien es que, el Rey, al fin y al cabo humano, saltó ante las groseras interrupciones del presidente venezolano?

Quisiera apuntar de pasada que aunque su corte ha sido muy popular en España, a la larga pudiera perjudicar nuestros intereses en un continente muy susceptible frente a este país que ha vuelto a desembarcar en América en triunfadoras carabelas empresariales. Tampoco es buena la sensación que se dio en Chile de que el jefe del Estado y el presidente del Gobierno invertían sus papeles.

Si la corona ha saltado ahora al primer plano se debe en parte, como decía, al fin de una época marcada por la sobreprotección mediática. Se ha pinchado la burbuja que se había fraguado en el convencimiento de que la institución ostentaba algunas fragilidades y Juan Carlos, que tiene una nariz formidable, tantea la forma de adaptarse a la nueva situación. Lo sorprendente es que el cuestionamiento de tan cómodo estatus no partió de los republicanos de toda la vida sino de la conjunción de los nacionalismos más excluyentes entre sí: el minoritario catalán-independentismo-pirómano iba de la mano del hipernacionalismo españolista no menos incendiario de la cadena de los obispos. Así, el debate sobre la Corona que debería haber transcurrido en calmada controversia se inició en un alboroto visceral.

José García Abad, periodista.