Del oportunismo como una de las bellas artes

La importancia de una obra se mide a veces por el cauto silencio mediático que suscita. En nuestros predios, como en tiempos de Larra, una cosa es lo que se piensa, otra lo que se dice, otra lo que se escribe y otra aún la que por a o por b sale o no sale publicada. El cura y los mandarines, de Gregorio Morán, es una buena muestra de lo que digo. Del éxito de ventas del libro —el ejemplar que ha llegado a mis manos es de su tercera edición— deduzco que la flor y nata de nuestra marca España ha calado en sus páginas ya sea con inquietud, por el temor de aparecer en ellas; ya con regocijo, en razón de las cuatro verdades impresas sobre aborrecidos colegas. En “la grisura plomiza” de la vida intelectual hispana que abarca la obra; en un país “donde los mediocres tienen la oportunidad de convertirse en depositarios del canon” (el nacional católico, claro), un temple iconoclasta como el del que hace gala el autor es insólito; e independientemente de sus apriorismos resulta, cuando menos, revulsivo.

La crítica corrosiva de la Sansueña sobre la que ironizaba amargamente Cernuda es la de un medio camaleónico cuyo pasado falangista y de adhesión a la Cruzada ha perdido con el tiempo su razón de ser y constituye más bien una rémora que conviene dejar atrás. Caído el disfraz, preciso es revestirse de un disfraz nuevo y Gregorio Morán da buena cuenta de ello en la florida nómina de prohombres inamovibles del Régimen, sin dejar obispo con mitra ni títere con cabeza.

Mientras pasaba las páginas del libro (¡nada menos que 800!) veía desfilar uno a uno a los mandarines que copaban en mi juventud los titulares de la prensa rescatando del olvido unos tiempos de medianía y compadreo de los que me evadí al instalarme en París. Poetas que en la mayoría de los casos eran versificadores; críticos especializados en la adulación y carentes de escrúpulos; filósofos como Adolfo Muñoz Alonso, que, con motivo de mi querella contra el Ministerio de Información por injurias, me recibió en su despacho con un inesperado: “Esta noche he rezado mucho por usted”, que me dejó literalmente sin habla... Personajes y más personajes de “prosa apelmazada y pensamiento grumoso” siempre atentos a la dirección hacia la que soplaba el viento y dispuestos a cumplir puntualmente con lo que el franquismo exigía de ellos. Como resulta imposible resumir la labor demoledora del autor en unas cuartillas me limitaré a mencionar unos pocos protagonistas y temas.

Sus páginas sobre la tan traída y llevada “oposición silenciosa” al Régimen —tan silenciosa que nadie se enteró de ella— desmontan una operación de lavado y reciclaje cultural que la cruda realidad de los hechos y conductas se encarga de documentar. Pocos, muy pocos de quienes combatieron en el bando franquista tuvieron la valentía de Ridruejo de oponerse a la dictadura y vivieron cómodamente de sus prebendas antes de convertirse en heraldos de la transición democrática siguiendo la pauta de Fraga y ser futuros prebostes con sus pechos cubiertos de gloriosas medallas de hojalata.

Sin detenerme ahora en la singular trayectoria de Jesús Aguirre de cura de provincias a duque de Alba, que es el hilo conductor en torno al cual se articula el relato, el mejor ejemplo de dicho reciclaje es el de don Camilo. Solo una novela picaresca, pero con final feliz, podría reflejar su vida y milagros desde el poco honroso pasado falangista hasta el de senador real por la gracia de Juan Carlos, inclinando la espalda cuando convenía inclinarla y tejiendo una tupida red de amistades e intereses para mayor fama del personaje que tan gallardamente encarnaba. Quienes rutinariamente lo comparan con su paisano Valle-Inclán ignoran el rigor ético de este y su compromiso con la República. Nada más opuesto que una torpe obra de encargo como La catira a la que creó todo un género novelesco como Tirano Banderas.

El “rebaño intelectual” cambiaba de comedero a tenor de la evolución de los años sesenta y setenta, pero siguió siendo el mismo. La Transición política no se acompañó sino de forma cosmética con una transición cultural: los tabúes del canon nacional católico sobrevivieron al fin de la censura y la fecunda labor del exilio siguió en los márgenes del cauce oficial ahora consensuado. Quienes volvieron a España e intentaron aclimatarse en el erial descubrieron con melancolía que habían sido olvidados.

Uno de los capítulos más intensos del libro es el dedicado a Max Aub y a la obra que recoge el conmovedor testimonio de su regreso a España después de 30 años de ausencia: La gallina ciega. Como escribí en otra ocasión, su excentricidad —origen judío, nacimiento en Francia, acento peculiar e inconfundible—, unida a las vicisitudes dramáticas del exilio, sirvieron de lanzadera a quienes urdieron su cruel y mezquino ostracismo. Aub fue sin duda una anomalía, pero la historia de la literatura es la de las excepciones que escapan a lo trazado con regla y compás. Según verificamos hoy, el autor de Josep Torres Campalans compendia en su obra el eslabón perdido de la modernidad que guadianescamente discurre al hilo del tiempo. ¿Qué podía esperar alguien como él de unos mandarines obtusos y satisfechos de serlo? Vayan de ejemplo estas líneas perpetradas por el muy docto Francisco Umbral: “Max Aub era un señoruco que ni siquiera era español, sino un viajante de comercio suizo que llegó a España y se quedó. Su prosa es la que puede esperarse de un viajante de comercio suizo”. Poco después de este atropello, Umbral fue galardonado con el Cervantes.

Igualmente aguijadores son los capítulos sobre Luis Martín-Santos y la novela que revolucionó la narrativa española, Tiempo de silencio. Como dice Gregorio Morán, el trayecto del autor fue muy breve y el del franquismo muy largo. El accidente que acabó con su vida truncó una ambiciosa aventura literaria cuyo alcance podemos entrever gracias al esquema inconcluso de Tiempo de destrucción, su obra póstuma: el paso eventual del Dublín (Madrid) de El artista adolescente al genio sin límites del Ulises.

Necesitaríamos un buen número de páginas para evocar el reciclaje de muchas figuras y figurones del tardofranquismo y su transformación en mandarines durante el Gobierno de Adolfo Suárez y el inicio del felipismo. Ante la imposibilidad de hacerlo en estas líneas aconsejo al lector una cala con escafandra de buzo en las cáusticas aguas del libro.

Una última apostilla. Cuando Simone de Beauvoir obtuvo el Goncourt en 1954 con Los mandarines, nuestros cultísimos medios informativos cambiaron de género gramatical el título de la novela: ¡Las mandarinas, consagrada quizá a la próspera horticultura de la región de Valencia!

Juan Goytisolo es escritor.

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