Del pasado efímero

Durante el otoño y el invierno del año 1995 los resignados convivenciómetros españoles alcanzaron una temperatura política y mediática que no se recordaba desde los tiempos del Contubernio de Múnich. ¡Qué formidable despliegue de análisis apresuradamente éticos y de entrecejos patrios, de frases untadas en curare antes de ser catapultadas, y de galernas parlamentarias con su epicentro en la codicia de poder! Uno ponía la Cope ésa y parecía que estábamos al borde de una nueva guerra civil: "Váyase, señor González".

La perla o coletilla o eslogan u ocurrencia se le había desprendido del numen a algún amanuense del candidato de las derechas y el 90 por ciento de los futuros cargos públicos repetían como loros en las emisoras las tres palabras mágicas que serían el primer tramo de una escalera providencial por la que González habría de bajar a los infiernos a departir con Alighieri para toda la eternidad. El pasado aguardaba su turno encogido de muelles, y el chirrido del Eterno Retorno sonaba justiciero por todos los espacios de la nación, como si Nietzsche se hubiera desbordado y el Superhombre avanzase inundándolo todo desde Turín hasta Algeciras.

A los obispos les empezaron a crecer los ancestros como a las tapias las enredaderas y se frotaban las manos con unción, mientras sus asalariados recitaban en los micrófonos versículos de Hazañas Bélicas y de Roberto Alcázar y Pedrín. Como La Pinza se había puesto de moda, grandes proporciones de España se arruinaron comprando pinzas con las que poder estrangular los equidistantes de tantos socialistas como inexplicablemente se habían reproducido de manera diabólica. Un sublime fervor inquisitorial inundó innumerables testas mediáticas con una omnipotente capacidad de contagio, hasta el punto de que abundantes antifranquistas de muy probado pedigrí corrían como centauros a los bosques a cortar leña con la que la hoguera de la purificación del Estado pudiera vislumbrarse por lo menos desde Corea del Norte.

Como quiera que el Partido Socialista pasó a ser a la vez el Mal y la Nada, se produjo un pavoroso desasosiego metafísico: la izquierda disminuyó de pronto hasta límites alarmantes en una sociedad bien educada, de modo que hubo que restituir el orden de la salud civil mediante un fantástico ejercicio de unanimidad: todo el mundo se desplazó hacia la izquierda. Puesto que el Fututo, el Progreso, la Justicia Social y la Modernidad, conceptos históricamente encargados a los esfuerzos de la izquierda, y ahora seriamente amenazados por la disipación del socialismo (el chorizo Roldán había pringado la socialdemocracia, y el eslogan Cien años de Honradez había quedado sepultado bajo la tradicional pulcritud moral de las derechas centenarias), requirieron fornidos apoyos partidarios para continuar conduciendo el timón social, todos los partidos políticos se aprestaron a socorrer la demanda de tan necesarios conceptos: y de este modo todo el mundo quedó asentado sobre los mullidos sillones de la Izquierda. No sólo Izquierda Unida era de izquierda, que eso no lo ponía en duda más que González, cuya credibilidad crepitaba en las llamas; el Partido Popular también era de izquierda (ya que su programa contenía el Progreso, el Futuro, la Justicia Social, la Modernidad, la Regeneración, el Euro, la Caraba), los nacionalistas estaban también todos en la izquierda, no se sabía cómo, pero era así, todo el mundo estaba en la izquierda, el centro fue la izquierda pura, todo era izquierda y honestidad y modernidad contra unos socialistas cavernarios, corruptos, ineficaces, siniestros e insolentes que habían estado ¡trece años! sembrando sal en todas las tierras de España y habían envenenado los ríos, los afluentes, los manantiales, los regatos y el Canal de Isabel II.

En gran parte del poder mediático brotaron como setas cientos de galdosillos que recetaban a la ciudadanía sus propios episodios nacionales, a razón de dos o tres episodios diarios, y todos ellos concluían en idéntica moraleja: los socialistas eran La Desgracia, El Infortunio y La Calamidad. Recios franquistas de toda la vida enumeraban con esmerada ira los desmanes cometidos desde el amanecer de 1983 (más atrás, no: para qué) y se llevaban las manos a la cabeza en señal de consternación democrática. Socialistas compulsivamente desencantados, malheridos por el desengaño (qué curioso, ¿no?: el desengaño suele ser balsámico, y tiende a amortiguar los arrebatos neurovegetativos, y no a soliviantarlos), plagiaban a don José Ortega y Gasset con una velocidad tan vertiginosa en el arte de diagnosticar ¡no era eso, no era eso! que acabaron con el dedo índice petrificado de priapismo.

Los que se consideraban propietarios de una denuncia moral y su consiguiente condena, prácticamente todo el mundo, no comían, no dormían, no sosegaban y, mientras adelgazaban y se les desmoronaba el gran simpático, se les iban lacrando en las pupilas el resplandor de La Justicia y la iluminación de La Salvación de la Democracia. De repente, todos recordaban algún pecado socialista y abandonaban el trabajo, la mujer, los hijos, los sobrinos, todo, lo que fuese, y corrían a una emisora o un periódico a pedir la vez para colaborar en el indispensable barrido de Capullos: porque España no podía seguir así ni un minuto más, iba a reventar la caldera y a sobrevenir el Apocalipsis, ¡con tanto como nos ha costado la democracia; nada, nada, ya basta de contemplaciones, váyase señor González! (Fue el gran momento de gloria de González: jamás fue tan importante en este país como en aquellos tiempos en que las vanguardias política y mediática sólo sabían pronunciar su nombre, y cuando lograban conciliar un sueñecito despertaban horrorizados, porque en sus pesadillas aparecía un González rugiendo desganadamente, como el indiferente león de la Metro Goldwyn Mayer).

Cómo estaría la feria, que los políticos de derecha moderados, y en general los ciudadanos de derecha dialogante y sensata, se llenaban de vergüenza y de preocupación, y en conversación clandestina con amigos de confianza susurraban, con distinta tonalidad, el lema de don José Ortega: "¡No era eso, por Dios bendito, no era eso...!". Y así fueron transcurriendo aquellos tiempos españoles, casi recuperando nuestra nación su venerable costumbre de las dos Españas, su vieja realidad de las Españas irreconciliables, hasta que el día 4 de marzo de 1996 el señor Aznar y el señor Álvarez Cascos ganaron las elecciones hacia las ocho de la noche, y hacia las nueve las derechas se dispusieron a convertir en realidad el sueño de toda su vida: aprender catalán.

Félix Grande, escritor.