De repente, el péndulo osciló bruscamente hacia la izquierda y apareció el populismo sonriente –la sonrisa como máscara y el talante y el diálogo como excusa– de José Luis Rodríguez Zapatero: ese discurso demagógico que remueve los sentimientos, emociones, temores, odios y deseos del «pueblo» con el objeto de alcanzar y conservar el poder.
José Luis Rodríguez Zapatero toma la palabra: se trata de «ser auténticos», de «practicar un nuevo modo de hacer política» que «escuche a los ciudadanos». De esa «autenticidad», surge el yudo moral contra el adversario, la derecha como embajadora del mal, el antiliberalismo como oficio, el gasto público que compra votos, las concesiones al nacionalismo. Todo, para mantenerse en el poder arrinconando a la oposición «como sea», satisfaciendo a sus socios –poco recomendables– «como sea» y agradando a determinados colectivos –frentepopulistas, buenistas, pacifistas de la Alianza de Civilizaciones, ecologistas o feministas– «como sea». El PSOE deviene un catch all party. Un movimiento que todo lo atrapa. Así se desdibuja y abandona la idea de la socialdemocracia reformista en beneficio de una suerte de conglomerado llamado –no se sabe por qué– «progresista».
¿Progresista? ¿De qué estamos hablando? De unos santones que revelan el mal y anuncian el bien. Un progresismo que se autoverifica y autolegitima: dentro, todo vale; fuera, nada vale. ¿Progresismo? Demagogia a la manera de los clásicos griegos: la adulación y agitación del pueblo –también, engaño– en beneficio propio. Y algo más: el narcisismo del individuo que «tiende a exagerar su talento y espera ser valorado como una cosa especial» (DSM-III-R).
El progresismo populista o el imperialismo del bien. Un pensamiento único –esa «doctrina viscosa» que es la «única autorizada por una invisible y omnipotente policía de la opinión», diría Ignacio Ramonet– que finge el diálogo, que no admite la disidencia, que censura, que escenifica el papel de afligido, que nos protege –así se silencia al adversario– de un peligroso enemigo diseñado a la carta. Un pensamiento gaseoso que habla en nombre de la razón universal. Un pensamiento que vigila la ciudad y riñe, avergüenza y excomulga a quienes piensan de manera distinta. La demagogia de colorines que pretende encandilar al ciudadano. Un nuevo establishment disfrazado de antiestablishment que, como Jeremías, solo sabe quejarse y maldecir. Si me permiten la analogía, el progresismo populista y la demagogia son a la política lo mismo que el animismo a la ciencia.
Del populismo sonriente de José Luis Rodríguez Zapatero al populismo de ocasión de Pedro Sánchez. Suma y sigue. El discurso de lo auténtico en beneficio de los ciudadanos, o las clases medias trabajadoras, o los vulnerables, o la mayoría social. El enemigo, el mismo: la derecha y el capital. El método, el mismo: la demagogia y la compra de votos y apoyos gracias al descuento del precio de la gasolina o la entrada en el cine, el ferrocarril gratuito, las subvenciones a granel, los indultos de sediciosos, la supresión del tipo penal de sedición, la reducción de las penas por malversación, la ley de la memoria democrática, la ley del 'solo sí es sí', la ley trans, la ley de la eutanasia y un largo etcétera de ocasión. Si es necesario, se cancela provisionalmente el régimen parlamentario con la excusa de la pandemia. Todo vale contra los «poderes ocultos» y el «fascismo». Todo vale –dicen– por y para el «pueblo». El grado omega del cinismo de la política.
Eso y no otra cosa es el progresismo del PSOE que se aleja de la socialdemocracia clásica. El precio: el blanqueo de los sediciosos, de los profesionales del toma el dinero y corre, de los recolectores de las nueces de Arzallus y de los comunistas; el diseño de una dinámica frentista que juega con la resurrección virtual del dictador, de una ingeniería social deliberada que busca la reeducación del ciudadano en los valores de la corrección soi-disant progresista, de una política económica que falsea/disimula datos y genera una deuda que habrá que reducir a golpe de sacrificio. Todo ello y la más que plausible desvertebración de la nación que puede convertirse en un agregado de «naciones» acampadas en el solar hispano.
Tras la última victoria de Silvio Berlusconi en las urnas, Ezio Mauro –director de La Repubblica– publicó un artículo –L’eterno ritorno del Cavaliere, 16/4/2008– que brinda elementos para analizar y entender la época de la pospolítica italiana y, también, de la pospolítica socialista en la España del siglo XXI. Afirma el periodista italiano que «Il Cavaliere ha creado un sentimiento común de rebelión y orden que impulsa y agita... porque no tiene que responder a una verdadera opinión pública ni dentro del partido ni en el país, sino que le bastan una adhesión, un aplauso, una vibración de consenso, como ocurre cuando la política se celebra a base de grandes acontecimientos, los ciudadanos se vuelven espectadores y los líderes se convierten en ídolos modernos». Algo semejante ocurre en España.
Montesquieu: «Yo no pido a la patria ni pensiones, ni honores, ni distinciones; me siento ampliamente recompensado por el aire que respiro; yo querría solamente que no lo corrompieran».
Miquel Porta Perales es escritor.